Evangelio según san Mateo 11, 2-11
En
aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a
preguntar por medio de sus discípulos: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos
que esperar a otro?” Jesús les respondió: “Id a anunciar a Juan lo que estáis
viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan
limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia
el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!” Al irse ellos, Jesús
se puso a hablar a la gente sobre Juan: “¿Qué salisteis a contemplar en el
desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido
con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué
salisteis, a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien
está escrito: “Yo envío mi mensajero delante de ti para que prepare el camino
ante ti”. Os aseguro que no ha nacido de una mujer uno más grande que Juan, el
Bautista; aunque el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él".
San Juan Evangelista y San Juan Bautista, El Greco
Antiguo y Nuevo Testamento, el mayor de los nacidos de mujer junto al discípulo amado, llamado a ser ciudadano del Reino de los cielos. El mensajero y el testigo. Profecía y realidad.
El
Antiguo Testamento adquiere plenitud de sentido y significado en el Nuevo. La vida de Jesús se adapta perfectamente a lo que los profetas
vaticinaron muchos siglos antes, porque Él es el
Verbo eterno encarnado. Lo dice San Agustín: "La ley estaba preñada de Cristo". En Jesús se cumplen las antiguas profecías; “Mesías” y “Cristo” significan
“Ungido”, el enviado para anunciar la buena nueva, para liberar, sanar y dar
esperanza.
Pero
el mesianismo de Jesús y el programa de vida que propone son un desafío para los
prejuicios y las creencias establecidas, de entonces y de ahora. Porque Él viene a desmontar
toda convención, toda norma vacía de contenido, y a presentarnos a un Dios que es Padre. Nos ofrece una
experiencia filial, de comunión, infinitamente más valiosa y transformadora que las
creencias. Jesús no pretende tener razón, sino anunciarnos la buena noticia y
hacer todo nuevo. Por eso ya no se trata de “mayor o mejor”, aunque para los
que le oyen tenga que utilizar este lenguaje dualista.
Su
enseñanza no tiene nada que ver con las expectativas de la época, ni tampoco con las
nuestras. Él viene a liberar, a sanar, a devolver la dignidad, a salvarnos de
la esclavitud, en primer lugar de esas cárceles interiores en las que nos
encerramos nosotros mismos, que son las creencias muertas, heredadas, las que
nos condicionan por costumbre, por rutina, por inercia. Dichoso el que no se escandalice
de Jesucristo, y se atreva a liberarse de todo lastre para seguirle en la
inocencia y el anhelo de verdad.
Con
Él acaba la fe
inmadura, heredada, basada en la letra y lo aprendido, y comienza la fe viva,
experimentada, que supone vivir a Dios, tener una experiencia de Él. Dejemos
definitivamente atrás al Dios justiciero, celoso, amenazador, esa caricatura de
una divinidad antropomorfa que algunos aún mantienen, y corramos, hijos
pródigos, al encuentro del Padre que nos muestra Aquel que viene, que siempre
está viniendo. Un Padre que es amor, plenitud, dicha infinita, que nos
transforma, restaura y completa, si nos dejamos, para que seamos Uno en Él.
Jesús
nos regala un “jubileo” continuo, que nos libera de deudas y también de miedo,
culpa, tristeza y soledad. Salvador, libertador, esa misión que lleva en su
nombre y hace extensiva a cuantos le siguen, se lleva a cabo en dos
dimensiones, en seguida comprensibles para el que tiene ojos que ven y oídos
que oyen: una, material, y otra, sutil; una, exterior, visible, y otra,
interior a cada uno.
Si ya estamos reconciliados con Dios y
no lo vemos como un juez implacable o un enemigo, queda reconciliarnos entre
nosotros y, lo que resulta más difícil, cada uno consigo mismo; porque ahí radica,
nunca mejor dicho, la raíz del mal, en esa división interior que se refleja
dramáticamente en el exterior. Entonces, no viviremos pendientes del premio o
del castigo. Cuando se ama, no se regatea ni se negocia ni se intercambia, todo
es un darse gratuito.
Juan hablaba de normas, cumplimientos,
reglas externas, Jesús hablará de la transformación interior necesaria y previa
para poder hacer. Juan les decía lo que tenían que hacer, Jesús
les decía, nos dice, lo que hemos de ser. Para cambiar del nivel de los nacidos
de mujer al nivel de los ciudadanos del Reino hace falta ese cambio interior
del que Jesús habla a Nicodemo, ese renacimiento o segundo nacimiento, de agua y
espíritu, que nos hace ser de verdad y, por tanto, capaces de hacer,
trascendiendo toda norma y reglamento externos, y capaces de amar.
La enseñanza literal ha de ser peldaño
para acceder a niveles superiores de la Enseñanza, dinámica y expansiva, viva
porque brota del Verbo, del Resucitado, del Viviente, y de la experiencia
transformadora de Comunión con Él, que cada uno de nosotros seamos capaces de
vivir y compartir. www.diasdegracia.blogspot.com
Cada día,
cada instante, podemos escoger entre ser solo hijos de mujer, de los que Juan
el Bautista es el mayor, o ciudadanos del Reino, seguidores de Jesucristo y,
por la gracia de su amor infinito, coherederos junto a Él, imagen y, por fin,
semejanza. Ese es el verdadero sentido de la conversión a la que estamos
llamados para que Él venga a vivir en nosotros.
Conversión,
arrepentimiento, metanoia, teshuváh, el giro, el gesto, el paso
imprescindible que nos encamina hacia esa muerte que genera vida.La
palabra arrepentimiento
suscita cierta repulsa, pero su significado verdadero es muy hermoso: pensar de
nuevo, nada que ver con el remordimiento que es morder(se) dos veces. El
arrepentimiento consciente es el fuego purificador donde el ser humano se
acrisola y se transforma. No podemos esperar a ser perfectos para amar lo
bueno, lo bello, lo verdadero. De ese amor a lo perfecto, desde nuestra
evidente imperfección, nace el arrepentimiento consciente, sincero, transformador y liberador.
Convertirse es mirar de otra forma,
dejar de mirar como miramos nosotros, para mirar como mira Dios. Nosotros
miramos con el egoísmo de nuestras seguridades, comodidades, parcelitas de
control. Dios mira rebosando amor, con un corazón palpitante, que no se cansa
de derramar sus dones, gracias y bendiciones. El
que solo se preocupa por controlar y asegurar “sus” cosas, “sus” costumbres, “sus”
inercias, “sus” apegos es estéril, no puede dar fruto, se va secando,
encogiendo y arrugando como una pasa.
Jesús no hizo nunca nada destinado a buscar seguridad y control.
Él solo estaba interesado en amar, dar, preocuparse por las necesidades de los
demás. Si queremos seguirle, y prepararnos para su inminente venida, hemos de
vivir como Él vivió, olvidándonos de nosotros mismos, para mirarnos en Él y que Él se mire en nosotros. Salgamos de una vez de las ensoñaciones vanas que nos
desviven y nos desgastan, porque todo lo que se experimenta en el terreno de lo
ilusorio está condenado a desaparecer.
La mejor
conversión es dejar que la misericordia nos impregne hasta ser capaces de amar
como Jesucristo ama. Si aprendemos a amar así a nuestros hermanos, estaremos
amando a Dios, porque seremos en Jesucristo, uno con Él en Su Amor. Y Él, no
solo es el rostro visible de Dios, sino también el presente de Dios, su
continua actualización para quienes hemos sido enviados para anunciar la
libertad a los cautivos, y ser testigos ante el mundo de que los ciegos ven y
los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos
resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Nueva.
Laudate Dominum, Mozart. Cristina Piccardi (Soprano)
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