Evangelio según san Mateo 5, 13-16
En
aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra.
Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para
tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se
puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una
vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que
alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para que
vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.”
La luz del mundo, William Holman
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El domingo pasado celebramos la Presentación de Jesús en el Templo y la Purificación de María. Fiesta de la humildad, pues la Purísima no necesitaba purificarse ni el Hijo de Dios ser presentado en el Templo. El post que contemplaba este Misterio terminaba con una
cita del Beato Guerrico de Igny que sintetiza la vocación del cristiano:
convertirnos en antorcha, ser luz para iluminar a todos y llegar un día a ser
la luz inextinguible de un mediodía eterno.
La luz es el amor que damos, y es también lo
que somos y para lo que vivimos: el Reino de la Divina Voluntad en nuestros corazones para que, como es en el Cielo, sea en la tierra. Este ser luz se manifiesta en una respuesta valiente a la llamada a seguir a Cristo,
porque la tibieza es penumbra.
El amor hace
brotar la luz, lo vemos en la primera lectura de hoy (Isaías 58, 7-10). La caridad lleva a la luz y a la unidad,
por eso dice Isaías: “no te cierres a tu propia carne”, cuando se refiere a las obras de misericordia hacia los hermanos. La oscuridad es
replegarse sobre uno mismo, cerrarse a los demás. La “justicia”, esto es, el amor, es lo que brilla en las
tinieblas, como subraya el Salmo 111.
Jesús es para nosotros modelo de caridad. Mirando con sus ojos, hablando con su voz, tocando con sus manos, alumbramos como Él, y la oscuridad de la separación, del egoísmo, del individualismo, se vuelve luz.
Jesús es para nosotros modelo de caridad. Mirando con sus ojos, hablando con su voz, tocando con sus manos, alumbramos como Él, y la oscuridad de la separación, del egoísmo, del individualismo, se vuelve luz.
Si el Maestro nunca permaneció indiferente
ante el sufrimiento humano, sus discípulos debemos compartir las
angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas,
con amor y coherencia. Seamos luz tras su luz, amor inextinguible, tras sus huellas.
Podemos ser la sal de la tierra que se diluye, humilde, y da sabor a
la vida, como quiere Jesús. Pero también podemos ser sal que se ha vuelto sosa e inútil, o,
¡ay! podemos ser la sal muerta de la mujer de Lot y de todos aquellos que, mirando
el pasado, se solidifican, se endurecen y se pierden el presente, la vida que nos
dieron para amar. La opción es clara: amor o miedo,
alegría o dolor inútil, muerte o vida, sabor o sucedáneo, sueño o camino de regreso
a casa. ¿Qué sal queremos ser?
Como hay varios tipos de sal, también hay diferentes tipos de luz. Hay luces de
neón, falsas, artificiales. Hay también luces buenas, que alumbran pero en seguida se
apagan.
Y hay una luz que refleja la Luz de Dios y que no siempre se manifiesta
como la claridad que los ojos ven. Porque la noche oscura del alma es el
preludio de la luz verdadera, luz viva y transmisora de vida, que no se apaga
nunca.
Estamos acostumbrados a simbolizar lo divino con la luz, que vence a la
oscuridad de la ignorancia, el pecado y la muerte. Pero, como bien saben los místicos, a veces el Encuentro se produce en la profundidad de esa noche
oscura, camino iniciático y solitario del alma que se ha atrevido a adentrarse
en la espesura de su propio corazón para descubrir la esencia que allí late. Son
muchos los demonios, tentaciones y fantasmas que acechan en el trayecto…
No se
puede ser luz sin haber atravesado la tiniebla. Si acaso, luz tenue o efímera. Pero estamos
llamados a ser luz inextinguible, llama de amor viva. El que persevera en este duro caminar
por la muerte de los sentidos es el que ve cómo su tiniebla se convierte en
mediodía eterno, tras el encuentro con Jesucristo, la Luz del mundo, en el
centro del Ser.
Ya nada nos separará de Aquel en el que somos Luz, sin tener que renunciar a lo que somos como individuos. Luz individualizada (de indiviso) en la Unidad,
puro amor, pura luz, increada junto al Verbo, parte suya para siempre, plenitud
esencial en lo Uno.
El Miserere (Salmo 51) y el Magnificat (Lucas 1, 46-55), que recitamos cada tarde, evocan la sombra y la luz, porque también a oscuras se puede
amar, mejor a veces, como Cristo en el Gólgota, con la soledad y el desamparo que preceden
al alba de la Resurrección.
Ser
luz del mundo, reflejando la Luz de Jesús, que ilumina con su presencia y muestra el camino a
los que están atentos a su llamada. El que la escucha, y responde con un sí incondicional
a sus propuestas, ve cómo se enciende una llama incandescente e inextinguible en
el corazón, aunque sea de noche, pues casi siempre es de noche en la gran tribulación.
Ser luz es acomodar la propia voluntad a la voluntad de Dios.
Porque, cuando no lo hacemos, vivimos en tinieblas. Cuando lo hacemos a medias o
con reservas, vivimos en penumbra, y esa penumbra tenebrosa es estéril, no tiene nada que ver con la fecunda noche oscura del alma, que antecede a la aurora.
Vivir en la Luz es ser
Uno con el Padre, asumir Su voluntad como propia, con ese Fiat total e incondicional que
nos permite ser perfectos, a pesar de las sombras, los errores y limitaciones de nuestra
condición humana. Perfectos en el Sí, todo lo demás es anecdótico. Cuando se hace propia la voluntad del Padre, se puede resucitar y comprender el verdadero sentido del Magnificat, que canta la única que no tenía
que resucitar.
La sal y la luz…, ¿qué sal y qué luz? ¿El sodio solidificado
del que solo mira al pasado y el neón que aturde y solivianta, que excita y
confunde; o la opción de "los de Cristo": ser sal viva y luz real? La sal viva da
sabor para nutrir; la luz real enciende más luz. ¿Muertos que entierran muertos
o trabajadores del Reino?
Somos sal viva y luz verdadera si
amamos y manifestamos ese amor con obras. Porque entonces reflejamos, como Jesús,
la Luz infinita y atemporal del Padre, que es Amor.
Beatus Vir, Vivaldi
La sal sosa no sirve, la luz escondida no sirve..., dice el Evangelio hoy. Nuestro propósito es servir para
que todos descubran el Reino del Amor en sus corazones. Y para ello, hemos de ser
humildes y generosos, como la sal, que se diluye, como la luz que alumbra sin condiciones.
Cristo
encarnó; nosotros también hemos de encarnar, encontrando ese cuerpo profundo
donde es posible el Amor incondicional que Él nos enseña. El que se ha hecho
uno con Jesús, miembro eterno de su Cuerpo Místico (1Cor 12, 27), se alimenta
de Su luz, el universo lo atraviesa y está completamente vivo.
Somos hijos de
la luz (Ef 5, 8). El camino del cristiano es un encuentro con la luz que, si no
se vive hoy, difícilmente nos esperará en la vida futura. Jesús es la luz del
mundo (Jn 8, 12) y, con Él, somos la luz del mundo. www.diasdegracia.blogspot.com
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