Evangelio de Juan 14, 15-21
En
aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Si me amáis, guardaréis mis
mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito que esté siempre
con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no
lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque mora con vosotros y
está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el
mundo no me verá, pero vosotros me veréis, y viviréis, porque yo sigo viviendo.
Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros. El
que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama, será
amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él”.
¿Por
qué he de preocuparme? No es asunto mío pensar en mí. Asunto mío es pensar en
Dios. Es cosa de Dios pensar en mí.
Simone
Weil
Releo una y
otra vez este precioso pasaje del Evangelio, que expresa el Misterio de la
Santísima Trinidad. Pienso en él, reflexiono sobre él, y no logro alcanzarlo con
la mente racional, ni siquiera intuirlo. Vuelvo a contemplarlo, ya con el
corazón, intento concebir ese prodigioso intercambio de amor, y empiezo a vislumbrar
el destino trinitario de cada ser humano. No lo entiendo, pero lo siento, lo
experimento con el anhelo del corazón.
Ya no pienso en este
Misterio inefable; ya no lo pienso, tampoco lo siento..., porque por un
momento lo vivo, y sé que la Trinidad Es en mí. El Padre, el Hijo, el
Espíritu Santo, en mí. Porque para Dios no hay nada imposible y Él quiere morar
en cada ser humano. Más difícil resulta convencer a la mente de que puedo fundirme con la Santísima Trinidad, que es mucho más que estar habitado por Ella.
Creo que no hay que tener aprensión a reflexionar
sobre estos Misterios sin ser teólogos, si se renuncia a clasificarlos y
entenderlos con la razón. A los que hemos tenido una formación quizá demasiado
intelectual, nos atrae hacerlo.
Me aburren los debates políticos, casi nunca
entiendo un chiste a la primera, suelo sentirme fuera de lugar en conversaciones
“normales”, del mundo y sus afanes… Y en cambio, me gusta reflexionar, saborear,
empaparme y dejarme llevar por conceptos llenos de sugerencias como perichoresis, hipóstasis, circumincessio,
menein… Son conceptos y son más, infinitamente más, pues designan
realidades trascendentes e inmanentes a la vez, que transforman y liberan, y tendremos ocasión de recordar, y revivir, los próximos
domingos.
La clave es que la mente no
estorbe, que reconozca sus límites y acepte de antemano que no va a llegar a
rozar, ni por asomo, la esencia del Misterio. Gracias a Dios, no es una mente
retorcida, suele ser un instrumento bastante limpio y simple,
capaz de verlo todo por primera vez, con la inocencia y la capacidad de asombro de los niños. Y eso impulsa
y eleva, porque hay que hacerse como niños para poder
vislumbrar esa inmensidad de amor amándose, recreando el universo sin cesar.
¿Podría Dios querer ser
solo Dios, solo Luz, solo Ser, sin formas ni figuras, sin nombres, sin
individuos, un Mar sin olas? Claro, cómo no iba a poder, si Él lo puede todo…
Lo que importa y nos llena de alegría es que no es esa Su Voluntad. Es Luz, es Ser y quiere Ser en todos y cada uno de nosotros, hoy y para siempre; lo sabemos por las promesas del
Hijo, en quien está el Padre de un modo completo. Lo ha expresado de tantas
formas:
En
la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no, os lo habría dicho, porque me
voy a prepararos un lugar. (Jn
14, 2)
No
volveré a beber el fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el
reino de Dios. (Mc
14, 25)
No
es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos. (Lc 20, 38)
El
que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y el que vive y cree en mí no morirá
para siempre (Jn 11,
25-26)
Venid
vosotros, benditos de mi Padre… (Mt
25, 35)
Hoy
estarás conmigo en el Paraíso. (Lc,
23, 43)
Reconocer a Dios en Su Hijo es la
sublimación y el perfeccionamiento del recuerdo de Sí, al que aluden tantas
tradiciones, que lleva implícito el olvido de sí. Con Jesucristo, algo nuevo ha
surgido; ya no nos sirven los viejos parámetros; todo es nuevo y
todo se ordena en torno a Él. Por eso los verdaderos discípulos
han de hacer de Jesús el centro, la base y el objetivo de sus vidas, el Compañero
fiel en un camino en el que ya no estamos solos.
Uniéndonos a Cristo, somos Uno con Él. Estando en Él, que es la
consciencia atemporal, podemos vivir atentos, despiertos, reales. Porque somos
Uno en Su Cuerpo Místico, Él se encarga de vivificarnos, completarnos, recrearnos, para que la obra de Su
redención llegue a plenitud y seamos perfectos como Él, como el Padre, en unión
del Amor del Espíritu Santo.
Es el amor verdadero, incondicional y definitivo.
Amor que es Unidad, que es Verdad y Vida y por eso nos hace ser libres, nos
hace Ser. www.diasdegracia.blogspot.com
Creer
en Él, abandonarse en Él es lo único que se nos pide.
Lo voy comprendiendo en un nivel más profundo. Parece sencillo, y lo es, pero, a
la vez, es tarea delicada, para “hilar fino” y crecer en fidelidad. No es fácil
decidir creer en Él contra viento y marea en estos tiempos, y menos ser
consecuente con esa decisión, porque a veces el mundo, el demonio y la carne se
disfrazan de enseñanzas sutiles o amores efímeros que quieren durar y no pueden.
Apostemos fuerte, vayamos “a por
todas”, recordando que nos jugamos la Vida eterna. Vivamos desde ahora unidos a este
Amor infinito, sabiendo que, incluso cuando atraviesas la noche oscura de la
desolación o cuando Le olvidas, Él nunca se olvida de ti y sigue a tu lado,
esperando que vuelvas a prestarle atención y ames como Él nos ha amado, totalmente, sin condiciones ni medida.
Esta es nuestra vocación, para tantos como nosotros
tardía y felizmente descubierta: recorrer lo que resta de camino conscientes de
su presencia, que es fuente de amor, a nuestro lado y dentro, muy dentro de todos y de cada uno (intimior intimo meo et superior summo meo).
Con palabras de San Agustín, volvamos
a meditarlo, agradecerlo, hacernos conscientes de tal don, consagrarnos y
comprometernos, con una decisión alegre y definitiva que nos mantenga unidos para
siempre al amor del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo:
¡Tarde te amé, belleza siempre antigua
y siempre nueva! Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de
mí mismo, y allá afuera te andaba buscando. Me lanzaba todo deforme entre la
hermosura que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me
retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú me
llamaste, y más tarde me gritaste, hasta romper finalmente mi sordera. Con tu
fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración
y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más
sed de ese gusto. Me tocaste, y con tu tacto me encendiste en tu paz.
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