Evangelio de Juan 14, 1-12
En
aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “No se turbe vuestro corazón, creed
en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si
no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os
prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis
también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”. Tomás le dice: “Señor,
no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” Jesús le responde: “Yo
soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me
conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo
habéis visto”. Felipe le dice: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús
le replica: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien
me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No
crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo
por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras.
Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. En
verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo
hago, y aun mayores. Porque yo me voy al Padre”.
El camino del cristiano lo encontró Aquel que es “el
camino” y es una felicidad encontrarlo. El cristiano no se pierde en los rodeos
y es salvado felizmente para la gloria.
Soren Kierkegaard
La perfección se llama Jesucristo; el camino de la
perfección es Jesucristo; la fuerza para seguir este camino es Jesucristo.
Singular unidad, innombrable multiplicidad, sueño inconcebible, realidad
indestructible. He aquí el objetivo del Universo, he ahí el propósito de mi
existencia.
Paul Sédir
Jesucristo es Camino Verdad y Vida. Por
eso, sus discípulos han de aspirar a convertirse en morada Suya, interiorizando,
haciendo propias Su enseñanza y Su destino.
El
cristianismo es una Persona, un hombre que también es Dios y quiere que nos
unamos a Él. En Jesús hallamos la perfecta expresión de esa unidad a la que
estamos llamados, ya que, al hacernos miembros del Cuerpo Místico de Cristo,
podemos participar de la unión divina.
Por
nuestra incorporación a Cristo, alcanzamos nuestra verdadera esencia e
identidad en Aquel que se ha hecho uno de nosotros para que nosotros seamos uno
con Él y con el Padre. Porque la vocación original y definitiva del hombre es
la unidad con el Único.
Dios
se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios, dice San Atanasio. Él ya nos
atrajo hacia Sí, por eso nuestro destino es ascender, como Él ascendió.
De
ahí la flaqueza de que se gloría S. Pablo (2 Cor 12, 10). Aunque sin Jesucristo
no podemos nada, con Él lo podemos todo. A través de Él, vamos llegando a niveles
más sutiles de comunión con Dios, trascendiendo formas, nombres e impresiones
sensoriales.
Jesús
es nuestro guía hacia la más íntima fusión con la propia esencia de la
divinidad. De Su mano, sin perder Su presencia serena y protectora; junto a Él,
enamorado de cada alma individual, hacia la Unidad.
Qué
diferente el cristianismo de esas religiones en las que la meta es la
disolución en lo Absoluto. Hubo un tiempo en que anhelé ese destino:
disolverme, acabar, fundirme en el Todo, dejar de ser… Hasta que me enamoré
definitivamente de Jesucristo y descubrí que con Él no nos disolvemos ni
desaparecemos, no perdemos la individualidad que Él ama y con la que Le amamos;
solo abandonamos el hombre y la mujer viejos, incapaces de amar, que ya no
somos, para ser de verdad y amar de verdad.
Con
Él y por Él puedo llegar al centro mismo del Ser, sin disolverme, sin perdernos
el uno al otro ni desaparecer. No se trata de un apego a la propia
individualidad, que sería más fruto del ego que del amor, sino, precisamente,
de la voluntad de seguir amando de Aquel que salió de Sí para encontrarse
conmigo, y contigo.
Por eso podemos escuchar a Jesús hablar de “Su mano” y de “la mano” del Padre (Jn 10, 27-30), sin que nos parezca una contradicción con esa meta de Unidad inefable a la que nos dirigimos. Alguno puede pensar, tal vez con cierta condescendencia, que eso quiere decir que aún nos aferramos a los niveles de comprensión inferiores, que necesitan dar forma humana al Padre para asimilarlo a nuestros parámetros mentales. Sí y no. Sí y más, mucho más. Porque en Jesucristo cabe todo, vertical e infinito, lo limitado y lo ilimitado, lo material y lo espiritual, lo denso y lo sutil, la multiplicidad y la unidad, lo personal y lo transpersonal, todo, ascendido y trascendido, glorificado en Él y con Él.
El verdadero
no-dualismo, el que no cae en un dualismo más limitador, no rechaza ni pretende
superar nada, porque integra todo, es todo. Los niveles más elementales de
comprensión quedan así incluidos en los más elevados niveles de conciencia. El
Niño Jesús del pesebre es compatible con el Verbo increado; realidad histórica
y, a la vez, símbolo y realidad metafísica.
Solo en este
conocimiento esencial que nos brinda el corazón, pasando por encima de la mente
y sus límites, podemos asumir los Misterios, inalcanzables por el intelecto,
como el de la Santísima Trinidad: tres Personas y un solo Dios.
De
la mano de Jesucristo, estamos llamados a ser Uno con el Único Ser divino, sin
dejar de ser individuos. Ola y mar, gota y océano, Vid y sarmiento, Luz de Luz
y luz individualizada (de in-diviso).
Estaremos, estamos, en Dios, sin dejar de ser nosotros.
Jesús,
que está a la derecha del Padre, está también en el corazón del hombre, porque
ha querido acompañarnos hasta el fin de los tiempos. Dios habita en nosotros
para ser Uno con cada hombre, con cada mujer, en un abrazo universal que no
excluye a nadie. Ya no se trata de pertenecer o no al pueblo escogido, ni
siquiera se trata de ser "buenos", sino de vivir esta Presencia
interior inefable, conscientes de cómo nos va transformando, hasta que nos
incorporemos –qué preciosa palabra, in-corpore-mos–
totalmente en Él.
Él
se encarnó por nosotros, pero ya antes era y, después de subir al Padre, siguió
siendo. Nos llama a nosotros a esa vida de plenitud luminosa que integra las
otras, las de las formas, los nombres y la temporalidad. Pero si nos quedamos
en lo temporal, bloqueados en ello, no llegaremos a lo más sutil, lo más
sublime, lo absolutamente perfecto.
“Yo
y mi Padre somos uno” (Jn 10, 30); es todo lo que hemos de comprender y también lo
que hemos de experimentar en esta “gran tribulación” donde nos vamos
acrisolando. Para poder decir, sentir, vivir que el Padre es uno con nosotros,
tenemos antes que soltar todo lo que no somos, y esto no suele resultar tan
fácil como puede parecer. A veces cuesta sangre, sudor y lágrimas; esas
lágrimas que Él enjugará, cuando alcancemos las fuentes de agua viva a las que
nos guía (Ap. 7, 9, 17).
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