Evangelio de Juan 20, 19-31
Cristo se aparece a los apóstoles, Duccio di Buoninsegna
El
rasgo del apóstol Tomás que más ha calado a lo largo de los siglos es el que
surge de la lectura del Evangelio de hoy: esa incredulidad desconfiada y tozuda. Tal vez la habría manifestado de igual forma cada uno de los apóstoles, de no estar presente en esa reunión en la que Tomás,
por predestinación acaso, más que por casualidad, no estaba.
Escondidos,
encerrados, asustados, así están los apóstoles tras la muerte del Maestro. No
parecen recordar que Él había dicho que resucitaría al tercer día. Ni demuestra
ninguno mucha fe, porque la fe supone valentía. Creer es ser valiente; tener fe
es confiar, por eso, creyente es el que no teme.
Había
sido Tomás el que, unos días antes, había dado una prueba evidente de coraje y
lealtad. Cuando Jesús dijo que volvían a Jerusalén, donde su vida corría
peligro, fue Tomás quien dijo: “Vamos también nosotros
y muramos con él” (Jn 11, 16). Con el corazón arrebatado de amor y fidelidad,
estaba dispuesto a morir con el Maestro. Qué diferente esta reacción, de la imagen de incrédulo obstinado.
Y,
sin embargo, era valiente, y también sincero; cuando no entendía algo lo decía
sin tapujos, como cuando preguntó: “Señor: no sabemos a dónde vas, ¿cómo
podemos saber el camino? (Jn 14, 5). Y Jesús le respondió –nos respondió– algo tan grande que la mente egoica no alcanza
a concebir, solo el corazón puede acoger y comprender: “Yo soy el camino, la
verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí.” (Jn 14, 6)
El Evangelio de hoy se sirve de Tomás, llamado el Mellizo (Judas Tomás Dídimo; Tomás: gemelo en arameo; Dídimo: gemelo en griego), para mostrarnos hacia dónde hemos de mirar para dar el salto valeroso de la fe. Nos señala el centro del corazón, o ese paisaje del alma en el que nunca hemos reparado y donde empezamos a comprender y a percibir con los sentidos sutiles, trascendiendo lo puramente físico. Nos dice: escucha ahí, justo ahí, al que está escuchando. Date cuenta de quién escucha, mírale escuchar, quédate en esa escucha. Y también nos dice: permanece ahí, justo en tu mirada y un poco más atrás, mira cómo mira, mírala mirar. Escuchar con oídos que oyen; mirar con ojos que ven, nos lo dice de tantas maneras... Parece sencillo, pero hace falta osadía, generosidad, soltar los traicioneros amarres de la lógica cartesiana, que nos hacen sentir falsamente seguros.
Vamos
vislumbrando a qué se refiere Jesús cuando habla de nacer de nuevo. Tiene que ver,
en principio, con una transformación interior que te hace percibir el mundo de
forma nueva. Cambia, entonces, la forma de mirar, como si la mente se rindiera y nos
liberara de su dictadura. Ya no miramos pensando, acomodando todo lo que vemos
en una cuadrícula, como la que de niños dibujábamos en la tierra y luego
recorríamos a saltitos. Así somos antes de ese cambio de mirada, niños saltando
a la pata coja sobre un juego de rayuela que confundimos con la vida.
Y
es que la fe no tiene nada que ver con las creencias. Estas proceden de
la mente, de sus conceptos y clasificaciones limitadores. La fe, en cambio, es
un don que recibe el que ha alcanzado un nivel de entrega y de conciencia que
permite la intuición directa de lo Real. No es pensar, es sentir, con todos los
centros integrados. Entonces se cree con el corazón, que es más, infinitamente
más que creer: es saber. Y cada uno de nosotros puede decir: "creo", en los dos
sentidos de la palabra: creer y crear, que, con Él y por Él, son el mismo.
Solo entonces estamos preparados
para recibir Su paz y el soplo del Espíritu Santo. Y, con ellos, el valor y la
fuerza que Él nos otorga para seguir amando hasta el final.
Santo Tomás, El Greco
YO, QUE SIEMPRE
CREÍ
Dirán que soy
incrédulo; lo que soy es impaciente:
quiero ver al
Señor, quiero abrazarlo;
no me basta que
digan que no ha muerto.
¿Cómo iba a
morir la misma Vida?
No me digáis que
vive, eso lo sé;
Él me dio
valentía de discípulo,
de creyente, que
significa: el que no teme.
No me importa
pasar a la historia
como el
incrédulo, el desconfiado,
incapaz de dar
el salto valeroso de la fe.
Él sabe que
nunca dejé de creer,
pero quiso que
representara ese papel ingrato.
Y hago como si
no, como que quiero ver,
tocar para
creer, mientras espero,
con el corazón
henchido de certezas,
a Aquel que me
escogió para seguirle.
Yo, que jamás
dudé, acepto ser la duda
para que el
mundo mire con los ojos del alma,
toque con los
dedos del alma,
crea con la luz
que el Espíritu
da a los
valientes y los generosos.
Señor,
acepto el cometido,
Tú y yo sabemos
que nunca
dejé de creer,
de sentir que eres la Vida,
que incluso
“muerto” repartiste vida en los infiernos,
ese abismo de
sombras donde la fe es un grito
desgarrado, de
amor imposible.
Convirtamos mi amor en otro grito,
disfrazado de
duda, el grito angustiado
del que no puede
esperar para ver, oír, tocar
al
Maestro, al Amigo, al Hermano.
Callaré lo que
eres para mí:
Señor mío y Dios
mío; hasta que vuelvas.
Haré bien mi
papel: todos sabrán
que lo real está
siempre más allá de los sentidos.
Tomás, el
incrédulo, muy bien;
el desconfiado,
si Tú quieres;
para el mundo
que se resiste a verte
con los ojos del amor, como yo siempre
te vi,
hasta querer
morir contigo.
Hágase Tu
voluntad,
yo, que siempre
creí, seré la duda,
para que los incrédulos me recuerden,
metiendo el
dedo, ay, en tus heridas,
y abran el
corazón para creer.
Señor
mío y Dios mío:
yo, Judas,
Tomás, Dídimo,
que soy todo fe,
seré la duda.
Escogiste al más
parecido
a ti para
alejarle tanto…
Sea, pues, mi
Señor, como Tú quieres,
para que ellos
crean y comprendan,
yo, que nunca
dudé,
seré la duda.
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