1 de noviembre de 2019

La verdadera estatura


Evangelio según san Lucas 19, 1-10

En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: “Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. El bajó en seguida, y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: “Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador”. Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: “Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”. Jesús le contestó: “Hoy ha sido la salvación de esta casa; también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.

                                       Conversión de Zaqueo, Bernardo Strozzi

Se entra desnudo en la vida. Se entrará desnudo en el reino de los cielos, pues si desnudo se nace, desnudo se renace. Solo quien se ha despojado de riquezas, de ambiciones, de poderes, de falsas ilusiones, de odios y revanchas, podrá seguir esa nueva palabra creadora que le introducirá en el Reino. Pues es cierto que Jesús no viene a empobrecer al hombre, pero sí a sustituir una riqueza pasajera por la gran riqueza de Dios.                                                                          
                                                                                          J. L. Martín Descalzo

Jesús está a punto de entrar en Jerusalén y afrontar su destino. Acaba de devolver la vista a Bartimeo, por eso la gente se arremolina para ver al autor del milagro. Atraviesa la ciudad, Jericó, que significa luna; y en la Sagradas Escrituras, la luna es el símbolo de la carne, destinada a desaparecer. Para eso ha venido, para caminar por nuestra miseria y nuestra esclavitud. El que atravesaron nos atraviesa, para inundarnos de luz. El que se hizo carne por amor, atraviesa la carne, la materia, para elevarla consigo y trascenderla.

Zaqueo no solo es publicano, recaudador de impuestos, sino jefe de estos implacables, despiadados traidores a su pueblo. El colmo del pecado: no solo ladrones, sino, además, colaboracionistas. Los recaudadores de impuestos eran realmente crueles, además de "vender" a sus propios compatriotas a los romanos, torturaban a los que escapaban sin pagar los cuantiosos tributos. No eran unos pecadores sin más, sino pecadores recalcitrantes, odiados por sus crímenes.

Muerto durante años, con el lastre de tantos y tan graves pecados, Zaqueo, gran pecador, fue capaz de hacer lo que el joven rico no pudo. En un instante, soltó su apego al dinero y al poder, y pudo convertirse. Se vació de sí mismo, para llenarse del mensaje de Jesús, de ahí su contento y su infinita generosidad. Porque lo que Jesucristo condena es la riqueza de espíritu. Y Zaqueo ha pasado por alto los prejuicios, el qué dirán, ha vuelto a ser como un niño, como nos pide una y otra vez el Maestro

El jefe de publicanos, de baja estatura, se crece por dentro cuando siente la mirada del Señor. Se deja enamorar y adquiere una dignidad que jamás había soñado, su verdadera altura, su talla espiritual. Entonces, poniendo al descubierto su esencia, inocente y espontánea, audaz y limpia, se apresura, baja, emprende el camino descendente (no condescendiente) que es el camino del discípulo de Jesús, y Lo recibe en su casa, muy contento. 

Condescendemos con tantas cosas y personas...Pero descender con Jesús y hacia Jesús es otra cosa. Es un abajamiento por amor, que eleva y dignifica. Por eso, Zaqueo no se conforma con hospedarlo alegremente, y agasajarlo ese día. Experimenta una conversión radical, profunda y definitiva, que demuestra con obras, desde ese encuentro decisivo, en adelante. 

Nuevo chasco para los fariseos. ¿Tanto se lo merecen? Muchos son irreprochables, fieles seguidores de la doctrina y los reglamentos… No matan ni roban, no explotan a nadie, cumplen los preceptos… Pero son los más fieles servidores del príncipe de este mundo, que es el príncipe de la mentira. Por eso, Jesús nos repite una y otra vez que los pecadores, los publicanos y las prostitutas están más cerca del Reino que los hipócritas y soberbios.

La ley decía que el ladrón debía de restituir lo robado más un quinto más. Zaqueo que, siendo mirado por Jesús, ha aprendido a mirar, ver y sentir como Él, decide restituir cuatro veces más, después de dar la mitad de sus bienes a los pobres. El que es capaz de pecar mucho, es capaz de amar mucho. No es nada tibio este bajito, que sabe que ha encontrado el verdadero tesoro. Necesita corresponder como sea al amor que está recibiendo, y es consciente de que no basta con compensar, con reparar justamente. Hace falta un gesto tan radical como el que Jesús ha tenido escogiéndole y llevando la salvación a su casa.

Qué diferente la respuesta de Zaqueo, de la del justo, irreprochable joven rico (Mt 19, 16-30; Lc 18, 18-30; Mc 10, 17-30). Los dos son ricos, y Zaqueo, además, un pecador empedernido, pero tan valiente y limpio de corazón como para mirar su miseria y convertirse en un pobre de espíritu. El rico cumplidor se escuda en su trayectoria, impecable, sí, libre de pecado evidente, pero tibia, cobarde, mediocre.


          De El Evangelio según San Mateo ( 1963), 
        de Pier Paolo Pasolini

Con su actitud confiada y humilde, sin defensas, excusas o palabras vanas, Zaqueo alcanza la verdadera riqueza, los tesoros imperecederos, la salvación, el tesoro del amor, que es la fuente de la alegría que no nos quitarán.

Ver la propia miseria es un valioso  regalo que nos hace humildes y disponibles. Nos saca del amor propio, nos desbloquea y nos prepara para la conversión. Porque Jesucristo ha venido a buscar lo perdido. Los “perdidos” tal vez han purgado ya con sufrimiento todos sus errores, esos pecados que los "justos" tal vez habrían cometido si no fueran cobardes. Como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, que parece envidiar las andanzas que vivió el segundo hermano antes de caer en la pobreza. 

Zaqueo reconoce su pequeñez, pero es Jesús quien desencadena su conversión, acercándose a él, mirándole, pronunciando su nombre. No hay conversión sin humildad; el jefe de publicanos ha sido avaro e injusto, egoísta e inseguro, pero se deja transformar, alcanza su verdadera estatura espiritual y emprende una nueva vida. Se da cuenta de que el Maestro tiene todo lo que ha buscado siempre, y también todo lo que ha echado de menos en sí mismo. Por eso no duda, tan evidentes son la fuerza y la convicción de ese rabbí. Es el primer hombre auténtico que conoce. No es el colmo de la dulzura ni el colmo de la solemnidad; es el colmo de Sí mismo, en su humanidad incontestable y perfecta. 

Eso ha de ser Jesús para ti y para mí: Aquel que te muestra la versión más perfecta de ti mismo, esa a la que tal vez nunca llegues, pero anhelas con todo tu corazón porque sabes que es la única dirección hacia la que ya puedes caminar. Entonces, Él pondrá lo que falte, completará la Obra en cada uno. Vivamos esa alegría liberadora de Zaqueo, desapegándonos de lo que tanto nos ha esclavizado y nos ha cegado. Él solo quería ver a ese famoso rabbí; solo verle, nada más y nada menos. 

¿Queremos ver a Jesús? ¿Hacemos todo lo posible, incluso lo que para muchos tibios o prejuiciosos puede resultar ridículo, con tal de verle? ¿Qué multitudes nos impiden ver a Jesús? Suelen ser, sobre todo, "multitudes" interiores... O puede que sea una sola persona, a la que te apegas, o un proyecto, un prejuicio, una actitud que te cierra y te ciega. Escogió a Zaqueo  porque este se había ya escogido a sí mismo, tratando de verle. Si hacemos todo lo posible por ver al Señor, Él se invitará a nuestra casa, nuestro corazón, y hará morada en él. 

¿Por qué yo? ¿Por qué no otro? Seguro que se preguntó Zaqueo muchas veces, después de aquel encuentro. Es una pregunta parecida a la que hace Judas Tadeo (cuya memoria, con su compañero Simón, celebrábamos ayer) en la Cena (Jn 14, 22). Y la respuesta a la pregunta de Zaqueo sería la misma que la respuesta a San Judas: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23).

Porque Zaqueo ya amaba a Jesús solo por buscarle, por hacer todo lo necesario con tal de verle, por ponerse con esfuerzo y sin prejuicios en Su camino para que el Maestro pueda encontrarle, para que tenga lugar ese cruce de miradas capaz de transformar un alma y una vida. Y en ese encuentro trascendental, el publicano, de esencia limpia y libre, no necesita largos sermones o catequesis, ni ir asimilando poco a poco la enseñanza. Su sed es tal, que se la bebe de un trago, la recibe y la hace suya en un instante que vale por toda una vida. 

Cómo no estar contento y expresarlo ante tal don… Porque Jesús quiere que su alegría esté en nosotros y llegue a su plenitud (Jn 15, 11). Una alegría instantánea si acogemos el mensaje con inocencia, una alegría capaz de disipar toda tristeza (Jn 16, 20), una alegría tan auténtica y profunda que nadie nos la quitará (Jn 16 22). El que conoce esta alegría atemporal, completa, deja de apegarse a las seguridades, placeres, privilegios de este mundo. Ha cambiado de tal modo su actitud, su escala de valores, su visión de sí mismo y de la vida que no necesita atrincherarse frente al sufrimiento o la penuria porque es ya habitante del Reino de la Alegría y se dispone a vivir como tal.  

Seamos como este "bajito", sin amor propio ni prejuicios, que corre a subirse al árbol por ver a Jesús, y también se apresura a bajarse, para obedecer a Jesús. Sin miedo al qué dirán, sin excusas ni recelos, seamos Zaqueo, dejemos que el Maestro pronuncie nuestro nombre, alegrémonos como niños, porque Él quiere encontrarnos hoy, mirarnos hoy, hospedarse en nuestra casa hoy, transformar nuestras vidas por completo, hoy

                             Hoy ha venido la Salvación a esta casa, Alexandre Bida


UN HOMBRE NUEVO

Él me hizo comprender en un instante lo que muchos tardan años en entender, lo que muy pocos llegan a asimilar del todo. 
Soy Zaqueo y fui jefe de publicanos. Durante años ejercí el peor de los trabajos, recaudaba los tributos de mi pueblo para las arcas romanas. Fui repudiado por mis compatriotas por traidor y usurero. También me repudiaba a mí mismo, porque en el fondo amaba a mi patria. No sé cómo pude saquear a quienes menos tenían.
Fui un traidor repulsivo hasta que aquel hombre me miró, cuando yo estaba subido al sicómoro para verle. Entonces no dudé; yo, que hasta ese momento había medido cada paso, cada decisión, cada amistad, por el interés, confié en él totalmente, y le entregué mi voluntad definitivamente.
Fue su mirada, o tal vez su voz, quizá la sencillez de una propuesta que resonó en mi corazón como si esperara ese momento desde siempre. 
Lo cierto es que de algún modo anhelaba ese encuentro. No que me llamara, no que me escogiera, jamás imaginé que se fijaría en mí. Pero ya le había oído hablar algunas veces, desde lejos, sin atreverme nunca a decir nada, ni siquiera a quienes iban con él.  
Desde el día en que pronunció mi nombre y quiso hospedarse en mi casa, dejé de ser un traidor, un publicano usurero, para ser el hombre que él quiso hacer de mí.
Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa, me dijo, y fue la invitación más generosa que me han hecho o me pueda nadie hacer, entonces o en 2016, o en todos los siglos llenos de almas anhelantes de encontrarse con Él, para mirar y hablar como Él. Para ser en Él.

Para quien es rico no hay más que un camino para llegar a serlo de veras: tornarse no sabedor de su riqueza, hacerse pobre; el camino del pájaro es el más corto, el del cristiano, el más feliz. Según la doctrina del cristianismo, solamente hay un rico: el cristiano; quien no lo sea, es pobre, tanto el pobre como el rico. Un hombre nunca está más sano que cuando ni siquiera nota que tiene cuerpo, y un rico también está sano cuando, sano como el pájaro, no sabe absolutamente nada de su riqueza terrena.
                                                                                              S. Kierkegaard

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