Evangelio de Mateo 21, 33-43
Dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los
ancianos del pueblo: “Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó
una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una torre,
la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de los
frutos, envió sus criados a los labradores para percibir los frutos que le
correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno,
mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevos otros criados, más que
la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su hijo
diciéndose: “Tendrán respeto a mi hijo”. Pero los labradores, al ver al hijo,
se dijeron: “Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su
herencia”. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora,
cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?” Le
contestaron: “Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a
otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo.” Y Jesús les dice:
“¿No habéis leído nunca en la Escritura: “La piedra que desecharon los arquitectos
es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro
patente”? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el Reino de los Cielos y
se dará a un pueblo que produzca sus frutos.”
Parábola de los viñadores homicidas, Diego Quispe Tito |
En la parábola de los viñadores homicidas, se resume de forma poética la historia del pueblo judío que, no solo no dio fruto, sino que persiguió a los profetas y enviados de Dios, matando finalmente a Su propio Hijo. Los cristianos, nuevo pueblo elegido, sabemos que Jesucristo, despreciado, humillado, crucificado, es la piedra angular, (Salmo 118), el único sostén firme y seguro, el centro de nuestra fe y de nuestras vidas.
Aun así, cuántas veces volvemos a matar al Hijo hoy… Lo hacemos cada vez que damos prioridad a nuestros pequeños intereses personales y egoístas, la búsqueda de beneficio y ventaja, esa atención a lo material y lo efímero, olvidando que Cristo es la fuente de todo lo bueno, bello y verdadero. Por eso matamos, morimos, nos suicidamos; creyendo aprovechar la vida, despreciamos la Vida verdadera.
Imitemos a San Francisco de Borja, cuya fiesta celebramos hoy, que, ante el cadáver putrefacto de su señora, la bella emperatriz Isabel de Portugal, dijo: no serviré a señor que se me pueda morir. Porque a menudo servimos a cadáveres, fantasmas, moribundos, dentro y fuera de nosotros. Recuerdos, proyectos, fantasías, afanes mezquinos, intereses vanos…; idólatras vestidos de personas cumplidoras y respetables. Cómo dar fruto así, cómo mantenernos siquiera vivos. Matamos y morimos porque hemos renunciado a la mejor parte, lo primero, lo Único en realidad.
No es de extrañar, entonces, lo que leemos en la prensa y vemos en los telediarios: violencia, opiniones contaminadas, conflictos, manipulación, bandos… El príncipe de la mentira, que hostiga y encizaña, nos incita a tomar partido. Si uno se empeña, es capaz de encontrar algo de razón en todos, según cómo se mire y desde dónde se mire. Parece vencer el relativismo y, a la vez, el partidismo y el fanatismo, porque se vive bajo los parámetros del príncipe de este mundo, el separador, que nos seduce con las divergencias, lo diverso, pues forma parte de su malévola di-versión. Pero si estamos atentos y le desenmascaramos, podemos elegir la unidad, la conversión, la versión original que nos espera a los que seguimos a Cristo.
¿Quién quiere tomar partido en un mundo sin el Señor? Yo no quiero servir
a señores que se me puedan morir, ni tomo partido en la representación de
este mundo que ya pasa. No tomo lo partido, lo roto, lo podrido o lo muerto… No
tomo partido porque lo quiero Todo, como decía Santa Teresita de Lisieux. Y la
única forma de tenerlo todo es no teniendo nada, o eligiendo al Todo,
Jesucristo, el Verbo, la fuente de la Verdad y la Vida.
Él es el fruto que hemos de dar: fruto del vientre inmaculado de
María y fruto nuestro, si Le damos a luz en el corazón. El Espíritu Santo, que
hizo que María concibiera a Jesús, te hace concebirle si te vacías de los
afanes de este mundo y te dejas inundar por Él. Porque el fruto es siempre
Cristo; en el regazo de María, en el árbol de la cruz, en el sepulcro vacío, en
nuestro corazón si lo preparamos con humildad, inocencia, pureza,
disponibilidad y amor.
Si el fruto es siempre Cristo, poco podemos hacer, sino acogerlo con
temor y temblor, corazón abierto y disponible, para que Él, fruto de
amor y vida verdadera, nos revitalice y nos enseñe a amar como Él.
El Amor no es amado, dijo San Francisco de Asís y así nos va… No dar
fruto es tener un corazón cerrado y desagradecido, rechazar la voluntad del
Dios-Amor, elegir la soberbia de los que se creen libres y son esclavos de sí
mismos y sus prejuicios, ideas, vanidades. Cada vez se oyen más noticias de
suicidios, muchos son jóvenes, aparentemente triunfadores en el mundo. Es el
fruto amargo de una sociedad que ha expulsado a Dios y anda a ciegas,
fragmentada, rota, acelerada hacia el abismo de la muerte.
Matar al Hijo y robar al Señor es lo que hacemos tantas veces, no solo por
la locura que conduce a esos dramas, sino con
pequeños gestos y actitudes, prejuicios e inercias que abonan esa ceguera, ese
olvido de lo esencial. El fruto es amargo, puro agrazón: angustia,
confusión, sinsentido…, porque no queremos recibir la luz que surge de
reconocer a Dios, acoger a Su Hijo y aceptar Su voluntad. En diasdegracia.blogspot.com lo
expresa con otras palabras San Juan de la Cruz.
Busquemos un centro de gravedad permanente, como cantaba Battiato, pero no cualquier centro. Solo Jesús, el único Nombre, la piedra angular, fuente de amor y de esa forma más excelsa de amor que es el perdón. Él es el heredero que quiere compartir su herencia con los que Le aceptan. Seamos coherentes para poder coheredar los bienes infinitos que nos ofrece. Reconcíliate con todos, contigo mismo y con Cristo, Señor de tu vida. Aprende de Él que, si amas, no hay muerte ni desolación; no hay nada que robar, compensar, acumular, porque todo es don y el supremo don es el perdón. Perdonemos a los viñadores homicidas que hemos sido, y acojamos al Hijo, el Fruto bendito del vientre de María y del Árbol de la Cruz. Reconozcamos a Cristo como Señor nuestro que viene a darnos Vida verdadera.
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