Evangelio de Lucas 3,
15-16.21-22
En aquel tiempo, el pueblo estaba
expectante y todos se preguntaban en su interior sobre Juan, si no sería el Mesías.
Juan les respondió dirigiéndose a todos: “Yo os bautizo con agua; pero viene el
que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus
sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.
Y sucedió que, cuando todo el
pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado. Y, mientras oraba, se
abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal
semejante a una paloma, y vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado;
en ti me complazco.”
Acabamos
de vivir la Navidad, fiesta de la confianza y la alegría. Hemos acunado al Niño
en los brazos, junto al pecho, con ternura maternal (en la Eucaristía del día
1 tuve la gracia de vivir, más allá de lo sensible o explicable, esta
experiencia reveladora que jamás olvidaré).
No hay nada
que temer; toda nuestra vida está en Sus manos porque hemos permitido que Él
nazca en nosotros. Desnuda de afanes mundanos, ambiciones, miedo,
egoismo, vanidad, el alma se ha convertido en seno acogedor para que el Hijo de Dios
encuentre su morada.
Y
lo más maravilloso de este Misterio de Amor, es que Él quiere nacer en cada uno
y quedarse para siempre. Sí, Él quiere ser uno contigo, como lo es con el
Padre, para acompañarte, guiarte, transformarte, ser tu fuerza si flaqueas, tu
decisión si dudas, tu esperanza cuando amenaza el desaliento.
Qué amor
increíble ha querido nacer en ti para elevarte y llenarte. Todos los esquemas
saltan por los aires. De qué nos sirve una vida de ambición y esfuerzo por triunfar,
lograr más, llegar a más, si todo un Dios ha vivido una existencia discreta y
humilde, hacia dentro, con el Padre, sin alardes ni alharacas.
Él no era alguien
famoso o distinguido antes de su vida pública. Pudo haber elegido serlo, pero
no era necesario. Tenía demasiado nivel, por expresar de algún modo su infinita
grandeza, para tener que demostrarlo, demasiada seguridad para necesitar
afirmarse, demasiado poder para hacerlo evidente.
El que era la
Vida vivió callado, el que era la Verdad no hizo alarde de ello, el que era el
Camino pasó de puntillas, hasta que llegó la hora de predicar el Reino.
¿Qué
pretendemos nosotros? ¿Precisamos realmente reconocimiento y apoyos externos?
¿Necesitamos que el mundo nos apruebe y aplauda? ¿O nos basta seguir caminando
de la mano de Aquel que es puro Amor, que Lo Es todo?
El domingo pasado celebrábamos la
Epifanía, la manifestación del Niño Jesús como Hijo de Dios ante los Magos de
Oriente, símbolo de todos los pueblos de la tierra. La liturgia une, en un
tríptico, esta manifestación de la filiación divina de Jesús a otras dos: Su
Bautismo en el Jordán, que conmemoramos hoy, y las Bodas de Caná, que lo
haremos el domingo que viene.
Después de su humilde nacimiento y de una
infancia y juventud discretas, silenciosas, cotidianas, Jesús recibe el
bautismo de agua de manos de Juan, como cualquiera, uno más en el grupo. Cómo
no agradecer y valorar esta lección de humildad, esencial en el cristianismo.
Los milagros que vendrían después, signos,
los llama Juan en su evangelio, no hicieron que Jesús se envaneciera lo más
mínimo. Los realizaba porque eran necesarios para que los receptores y los testigos
de esos signos –los de entonces y nosotros, pues la Buena Nueva es atemporal y
universal– comprendiéramos y despertáramos a la verdad. Pero siempre lo hacía con
discreción, sin darse bombo, pidiendo muchas veces que no lo dijeran.
En el bautismo de Juan, la inmersión en el agua simbolizaba un cambio de vida, después de una conversión sincera. El bautismo de Espíritu Santo y de fuego con que nos bautiza Cristo hace posible un verdadero renacimiento, una vida realmente nueva, que es ya participación de la vida divina.
Hoy contemplamos a Jesús, el Cordero Inmaculado,
recibiendo un bautismo de penitencia. Dicen los Padres de la Iglesia que,
aunque no tenía pecado que purificar ni conversión que experimentar, se bautizó para dar vigor sacramental al
rito. Algunos exégetas modernos creen que lo hizo para dar ejemplo. Lo cierto
es que el bautismo del Señor en el Jordán es preludio del bautismo de sangre
que recibe en el Calvario. El que, sin tener mancha ninguna, es bautizado con
agua, como los pecadores, asumirá en la Cruz el pecado de toda la humanidad,
presente, pasada y futura. Ambos bautismos los está realizando por nosotros,
por nuestra salvación.
En
el Jordán, somos testigos de una teofanía fulgurante. Es el Padre el que
revela la Misión atemporal de la que el Hijo se hace plenamente consciente en
este momento crucial. Nunca mejor dicho, pues ya aparece la cruz, en la que
intersecciona lo vertical con lo horizontal, la eternidad con la historia, lo
espiritual con lo material, lo divino con lo humano. Comienza el drama sagrado,
necesario para hacernos recuperar la semejanza que perdimos cuando la soberbia
nos separó de Dios. Se inicia el bendito drama de la Salvación
que acabará en otra cruz, la del Gólgota, y con un sepulcro vacío. Felix culpa, dijo San Agustín. “Feliz
culpa que mereció tal Redentor”.
Con
el bautismo de Jesús en el Jordán no queda instituido el sacramento del
Bautismo. Hacía falta que el Cordero de Dios, al que Juan reconoció en aquel
hombre que venía a ser bautizado como los demás, fuera inmolado. Hacía falta un
bautismo tremendo, de sangre, para que el ser humano –redimido por la sangre
purísima del que cargó sobre Sí con todo el pecado y todo el sufrimiento del
mundo– fuera digno de recibir el bautismo de fuego y de Espíritu que surge en
Pentecostés. Porque el Espíritu Santo que baja en el Jordán como paloma,
volverá a bajar para encender los corazones, cuando el Hijo amado haya muerto y
resucitado por nosotros.
El Hijo es la
imagen de la divinidad para nuestros ojos. Mirándole, vemos a Dios,
escuchándole oímos Su Palabra, siguiéndole, acatamos la voluntad
divina.
La vida en el
mundo es un entrenamiento temporal para la verdadera vida, eterna e ilimitada.
Es aquí donde hemos de vencer el egoísmo, trascendiendo el miedo, la
ignorancia, la soberbia que divide y separa, para ir configurándonos con
Cristo, que nos quiere a su lado, con El y en Él, no en un futuro remoto, sino ahora y por siempre. No olvidemos que el mensaje
de la Navidad es que el Hijo de Dios se hace hombre para que el hombre se haga
hijo de Dios.
El Espíritu Santo y el fuego con que Cristo nos bautiza van transmutando en espíritu todo lo que es
puramente material, en luz las sombras, en paz los conflictos, en gozo el
sufrimiento.
A veces hemos
pretendido adulterar y rebajar la verdadera religión, cuya esencia es el
intercambio, la comunicación y la unión del Espíritu de Dios con el espíritu del hombre, reduciéndola a
fórmulas y ritos, a menudo vacíos por la superficialidad con que se viven. Esto ha separado a muchos de la
Verdad y la Vida que se nos han manifestado en Jesucristo. Los que no han caído
en las redes de una falsa religión externa, sin contenido, y siguen a Jesucristo en Espíritu y en Verdad, son vivificados
por el Agua de Vida y el Fuego del Espíritu Santo que crea y regenera. Estos no
han perdido el entusiasmo que confiere estar llenos de la presencia de Dios y actúan movidos por la inocencia y la libertad del Amor que nació en
Belén, se manifestó ante los Magos, y se volvió a manifestar en el Jordán, cuando la Paloma bajó hacia Él
y la Voz del Padre reveló su filiación divina.
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