Evangelio de Juan 2,
1-12
A los tres días, había una boda
en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos
estaban también invitados a la boda. Faltó el vino y la madre de Jesús le dice:
“No les queda vino”. Jesús le dice: “Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado
mi hora”. Su madre dice a los sirvientes: “Haced lo que él diga”. Había allí
colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de
unos cien litros cada una. Jesús les dice: “Llenad las tinajas de agua”. Y las
llenaron hasta arriba. Entonces les dice: “Sacad ahora, y llevadlo al
mayordomo”. Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino
sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, porque habían sacado el
agua), y entonces llama al esposo y le dijo: “Todo el mundo pone primero el vino
bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino
bueno hasta ahora”. Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así
manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él. Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus discípulos, pero no se quedaron allí muchos días.
Este episodio
es el primer signo de los siete que aparecen en el evangelio de San Juan. Y es
la tercera de las tres manifestaciones de Jesús como Mesías que señala la
liturgia. Manifestación que tendrá su plenitud en otra “hora”, la de su muerte
y resurrección. Allí es donde entenderemos la brusquedad aparente de las
palabras que Jesús dirige a su madre en Caná.
Para los que lo
lean con atención y estén un poco habituados al simbolismo, está claro que lo
que aquí se nos relata tiene una significación mucho más profunda y de mayor
alcance que la literal. Sucedió en los parámetros histórico-temporales, pero
Jesucristo es Señor del Tiempo y maneja otras dimensiones, que los evangelistas
captaron y se van haciendo evidentes según se alcanzan los niveles de ser y de
comprensión necesarios.
Porque lo
literal y lo simbólico siempre van de la mano en las Sagradas Escrituras.
En el evangelio de Juan es aún más clara que en los sinópticos la voluntad y el estilo metafórico, ese recurrir a los símbolos para hablar de realidades espirituales.
Quienes a lo largo de los siglos han estudiado este primer signo del cuarto evangelio coinciden en que tuvo un sentido más profundo que esa literalidad aparentemente ingenua. Dice San Agustín que fue “no solo un hecho real y extraordinario, sino también el símbolo de una operación más elevada.”
Quienes a lo largo de los siglos han estudiado este primer signo del cuarto evangelio coinciden en que tuvo un sentido más profundo que esa literalidad aparentemente ingenua. Dice San Agustín que fue “no solo un hecho real y extraordinario, sino también el símbolo de una operación más elevada.”
La boda es alusión clara a un acontecimiento que señala un cambio de vida para los contrayentes, que, por otro lado, solo indirectamente aparecen como personajes del relato. El signo o milagro (que tiene lugar al tercer día, 3, número de la totalidad)
es imagen del cambio que Jesús pide a las almas, y que supone morir a uno mismo
para poder nacer de nuevo. Ese segundo nacimiento pasa siempre por el
descubrimiento del verdadero amor, superando la ceguera del ego. Es el amor el
que permite alumbrar a ese nuevo ser, hombre y mujer interiores, renacidos y
libres. Porque la boda entre hombre y mujer es en este episodio (y siempre) representación de las nupcias
interiores a las que estamos llamados, de la unión entre lo humano y lo divino,
lo material y lo espiritual.
Cuando
María dice “no tienen vino”, se está refiriendo a una carencia y una necesidad mucho
más grave que la del vino: la de vida en plenitud. Podemos decir que se
refería a la sangre, como símbolo de ese latido esencial que debía faltar en
aquella celebración. Es ella también la que nos dice “haced lo que él os diga”,
para que tengamos vino, sangre, alegría, plenitud. Y es que nuestra existencia
es una celebración de bodas constante. Una y otra vez estamos llamados a
transformar nuestra vida de agua en vida de vino nuevo, del mejor vino; sangre nueva,
buen latido que nos haga ser conscientes de existir.
Interpretaciones
sobre este pasaje hay muchas, tantas como personalidades, sensibilidades y
grados de comprensión en los que se interesan por la exégesis. Hay quienes, tratando
de asimilar este lenguaje alegórico, sostienen, como Maurice Nicoll, que
María simboliza un nivel inferior y que Jesús se desliga de ella para avanzar y elevarse. Creo que conformarse con esa
interpretación, sin ir más allá, sería quedarse en el dualismo de lo meramente
psicológico, cuando el cristianismo es una invitación clara a la unidad, por la
verdad, la belleza y el amor.
En este sentido, una clave esencial es el diálogo entre madre e hijo. Es cierto que Jesús se separa simbólicamente de su madre, al hacerse “adulto” y emprender su misión, iniciando su vida pública. Pero es María quien está dando a su hijo la señal de que el momento ha llegado. No le dice qué ha de hacer, solo toma la iniciativa para comunicar lo evidente: no tienen vino. Las palabras de Jesús son de rechazo solo en apariencia. Simbolizan la amargura inevitable de esa separación. Están anticipando, además, la hora de la Pasión cuando la frialdad aparente del “mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26) es pantalla del amor más grande, generoso e incondicionado que se pueda imaginar, pues hace posible ese otro alumbramiento, increíble y misterioso, en que somos nosotros los alumbrados por María.
La “muerte”del hijo ligado a la madre que tiene lugar en Caná es preludio de la muerte en cruz del Hijo del Hombre, como el bautismo de agua del Jordán fue preludio del bautismo de sangre del Gólgota. En Caná, Jesús dice a la Madre: “Aún no ha llegado mi hora” (Jn 2, 4). En uno de los anuncios de la Pasión, presagiando la angustia de Getsemaní dirá: “Padre, líbrame de esta hora” (Jn 12, 27).
La hora…,bendita hora, aciaga hora, hora gloriosa, la hora… Jesucristo, Señor del Tiempo se encarnó, se insertó en la historia, se hizo uno de nosotros, limitándose a Sí mismo (kénosis, vaciamiento). Vivió cronológicamente como un hombre mortal para hacernos inmortales. Se adentró en el tiempo para hacerlo estallar y disolverlo con su triunfo sobre la muerte.
María es, como vemos, un personaje clave, activo, desencadenante del prodigio. No es designada por su nombre, sino a través de su función de “madre”. Cuatro veces en todo el relato, como cuatro, en asombrosa y significativa simetría, serán las veces que aparezca la palabra “madre”para mencionar a María en la Pasión, esa hora que aún no había llegado, como dice Jesús en este relato.
No hay distancia, indiferencia o frialdad en Jesús cuando llama a su madre “mujer”,tanto aquí como en la pasión. Creo que es una manera muy clara de subrayar esa simetría que acentúa el simbolismo.
Primero fue el vino nuevo. Y su madre estaba junto a él. Al final, después del bautismo de sangre, fue la vida nueva. Y su madre también estaba junto a él.
Él hizo el vino nuevo y la vida nueva, porque hace todo nuevo, y nos hace del todo nuevos.
Él hizo el vino nuevo y la vida nueva, porque hace todo nuevo, y nos hace del todo nuevos.
“Haced lo que él os diga”, dijo María aquella tarde de alegría y tristeza, de prodigio y presagio. Debió decirlo, quizá, con la voz firme y quebrada a la vez, acaso vislumbrando todo lo que acontecería tres años después. “Haced lo que él os diga”, nos sigue diciendo la madre, nuestra madre, cada vez que respiramos.
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