13 de junio de 2025

Dirección, la Trinidad

 

Evangelio según San Juan 16, 12-15

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará».



La Trinidad es lo único necesario, el Valor supremo. Lo que se pone en juego en toda vida humana es la Trinidad ganada o perdida para siempre. La historia del mundo es un drama de redención; para unos acabará todo con la visión de Dios, para otros con una desesperación eterna… ¡Cómo cambiaría todo si supiésemos comprender que, a través de nuestros pasos diarios, prosigue la subida de las almas hacia la inmutable Trinidad! Sería preciso colocar en todas las encrucijadas de nuestras grandes ciudades un cartel o una flecha indicadora que nos indicara el porqué del mundo y de nuestra vida. Dirección única: LA TRINIDAD.
                                                                                             Marie Michel Philipon

Santísima Trinidad, tres Personas en un solo Dios. Un solo amor fecundo e inagotable. ¿Qué podemos hacer para que la Trinidad nos habite? Vaciarnos de palabras que pasan y cumplir la Palabra eterna. Disponibles para ponerla por obra, fieles a las promesas del Bautismo que nos transformó en hijos de Dios. Vivir en la verdad porque Jesucristo, el rostro visible del Padre, es la Verdad y el Espíritu Santo es el espíritu de la Verdad. 

Prepararse para ser habitado por la Santísima Trinidad es el verdadero despertar. Lo más abstracto, para la mente limitada, nos saca de vanas elucubraciones y nos capacita para amar, porque la Trinidad es el ejemplo de la Unidad que conserva la individualidad para que el intercambio de amor sea continuo. Es lo opuesto de Babel, es la comprensión absoluta, la sintonía perfecta, que también contemplamos en el blog hermano de los Días de Gracia.

Reconocer la Trinidad como la dirección por la que avanzamos, como dice Marie Michel Philipon en la cita que abre este post, es haber encontrado el verdadero sentido. Hasta que aceptamos vivir la vida que Dios ha soñado para cada uno, todo es especular, en el literal sentido de la palabra. Cuando conocemos y asumimos Su Voluntad, la vida es obrar en Cristo, o mejor, dejar que Él obre en ti, para que todo se oriente a ese amor divino que es origen y llegada, meta y propósito. 

El amor enfocado hacia el Amor. Cualquier actividad adquiere luz de eternidad; incluso escribir cobra un nuevo sentido. Ya no es trabajar para obras vanas e innecesarias, como la mayoría de las obras publicadas, que recogen experiencias que se quemarán. Escribir es aprender el canto del Cordero, el Poema que sea agradable al Señor como dice el Salmo 103. 

San Atanasio dice que todo se nos da por el Padre a través del Hijo en el Espíritu Santo. Por eso la “consigna” es vivir unidos a Cristo. No como una idea hermosa o como una doctrina, sino como la verdadera vida, de la que la otra es espejo, vivida en comunión trinitaria porque El Padre y el Espíritu Santo nos habitan por el Hijo que, como dice el Evangelio de hoy está con nosotros hasta el final de los tiempos.

Nicolás Cabasilas lo expresa así “En la Creación, el Padre fue el modelador; el Hijo, la mano; y el Espíritu Santo, el que insufla o la vida. En la Redención, el Padre nos reconcilió, el Hijo obró la redención y el Espíritu fue el don concedido a los que llegamos a ser amigos de Dios.”

Puede ser difícil vivir estas verdades si no se comprende, y se interioriza, que hay dos formas de existencia. La del mundo, del que, por Cristo, ya no somos, que es la que nos resulta familiar. Está condicionada por el espacio, con sus tres dimensiones, limitadas y concretas, y el tiempo, con su discurrir inexorable, ante el que nos sentimos indefensos, vencidos de antemano. 

La segunda forma de existencia, el nuevo mundo al que estamos llamados, en el que ya somos, aunque no nos demos cuenta, es la verdadera realidad, la dimensión eterna que nos corresponde, a la que Cristo asciende, ya en plenitud, sin por ello dejarnos. Porque es una realidad que se trenza con la otra, la de lo aparente, lo material, y lo sublima, espíritu y materia, trascendencia e inmanencia, Unidad, al fin.

Unidos a Él, ya estamos en el Cielo, en la gloria, en el siglo venidero, aunque aún no nos hayamos despojado de los velos, a veces tan tupidos, de la carne. El viejo hombre y el viejo mundo han pasado; la nueva creación nos reclama. Vivamos ya la nueva vida de resucitados; hombres nuevos, capaces de ser testigos de Jesucristo y de llevar a cabo la misión que Él mismo nos ha encomendado: guardar, enseñar, compartir Su Palabra. Porque Aquel que tiene pleno poder en el Cielo y en la tierra está con nosotros y Es en nosotros, todos los días hasta el fin del mundo. 

                              52 Diálogos Divinos. La Trinidad en el alma

“Señor, tu misericordia es eterna. Y tú, Cristo, que eres toda la misericordia, danos tu gracia; extiende tu mano y ven ayudar a todos los que están tentados, tú que eres bueno. Ten piedad de todos tus hijos y ven a socorrerlos; concédenos, Señor misericordioso, poder refugiarnos a la sombra de tu protección y vernos liberados del mal y de los secuaces del Maligno.
Mi vida se ha enmarañado como una tela de araña.
En tiempo de desgracia y turbación, hemos llegado a ser como refugiados, y nuestros años se han marchitado bajo el peso de la misericordia y de todos los males. Señor, tú has calmado la mar con una palabra tuya; en tu misericordia, aplaca también las turbulencias del mundo, sostén al universo que se tambalea bajo el peso de sus pecados.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Señor, extiende tu mano misericordiosa sobre los creyentes y confirma la promesa hecha a los apóstoles: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Socórrenos como los socorriste a ellos y, por tu gracia, sálvanos de todo mal; danos seguridad y paz para que te demos gracias y en todo tiempo adoremos a tu santo nombre.”
                                                                                                           Liturgia Caldea

Lo que agrada a Dios, Luis Alfredo Díaz

“Pensad en la unidad, y ved si en la multitud misma agrada algo que no sea la unidad. Gracias a Dios, vosotros sois muchos: ¿quién os conduciría sino disfrutarais de unidad? ¿De dónde procede ese descanso en la multitud? Pon unidad, y habrá un pueblo; quita la unidad, y habrá una turbamulta.
¿Qué es un turbamulta sino una multitud confusa? Escuchad al Apóstol. Hablaba a una multitud, pero quería que todos fuesen unidad. Os ruego, hermanos, que todos digáis lo mismo y que no haya entre vosotros divisiones; sed perfectos con un mismo sentir y con un mismo saber. Y en otro lugar: Sed unánimes, sintiendo la unidad, sin hacer nada por rivalidad ni por vanagloria.
Ved, entonces, como se nos recomienda la unidad. Nuestro Dios es ciertamente Trinidad. El Padre no es el Hijo, el Hijo no es el Padre, el Espíritu Santo no es ni el Padre ni el Hijo, sino el Espíritu de ambos. Y, sin embargo, no son tres dioses, ni tres omnipotentes, sino un único Dios omnipotente; la misma Trinidad es un único Dios, porque la unidad es necesaria. A esta unidad no nos conduce otra cosa que el que, aun siendo muchos, tengamos un solo corazón.”
                                                                                                      San Agustín

7 de junio de 2025

Plenitud del Misterio Pascual

 

Evangelio según san Juan 20, 19-23

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

                                                                    Pentecostés, El Greco

He venido a prender fuego a la tierra, y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! 
                                                    Lucas 12, 49
                                                           
      El Espíritu del Señor llena la tierra y, como da 
consistencia al universo, no ignora ningún sonido.

                                                                                                             Sabiduría 1, 7

La venida del Espíritu Santo es la que da plenitud al misterio Pascual, como dice el Prefacio de la liturgia para esta Solemnidad y, como dice la Oración sobre las ofrendas, nos lleva al conocimiento pleno de toda la verdad revelada.

¿Qué es el Espíritu Santo para ti? ¿Cómo le tratas? ¿Cómo le sientes? ¿Cómo la confianza que te mantiene a flote a pesar de la tormenta? ¿Cómo la providencia que vela por ti? Mucho más…., el Espíritu Santo es la Divinidad que te sostiene, que te hace volver a empezar una y otra vez, que, cuando te sientes agotado, te infunde el ánimo suficiente para no rendirte. Fecundidad, creatividad, amor que lo transforma todo desde el Centro, la Persona Divina que te santifica para que seas Uno con la Trinidad.

El Espíritu Santo te unifica. Acaban las luchas y los conflictos de dentro y de fuera. Es Su llama la que integra, quema lo que se ha de quemar e inmortaliza lo que perdura. Es la inspiración que hace que “le sea agradable mi poema” (Salmo 103), te hace decir “Jesús es Señor” (Corintios 12, 3b-7.12-13) y te prepara para fundirte con Él, ser en Él.

Ahora comprendo el verdadero sentido de la palabra inspiración. Consiste en dejar que el Espíritu te respire, te haga Suyo para transformarte y poder obrar en ti. Porque, como vemos en el blog hermano de los Días de gracia, no se trata de hacer, sino dejarse hacer, permitir que el Espíritu que mora en nosotros actúe, transforme, lo haga todo nuevo. Así, la única acción necesaria sería soltar, desnudarse, renunciar a todo lo que obstaculiza esa Obra en nosotros; derribar los muros que nos separan de nuestro Ser. Es elegir la mejor parte: entregarse a la gracia de la acción de Dios en nuestros corazones.

Vivamos ya conforme a lo que estamos experimentando y comprendiendo. Que la vida va en serio, y la muerte también. Mucho más en serio de lo que podía suponer y lamentar Jaime Gil de Biedma en su poema. Va en serio sobre todo para aquellos que han recibido el don de saber que la Vida verdadera, a la que estamos llamados, trasciende lo que hasta hace poco nos parecía tan importante, que solo el amor es valioso, que casi todo lo que nos ha inquietado es humo, vanidad, ilusión de la ilusión.

Llenémonos de Espíritu Santo para que la Divinidad pueda expresarse a través de cada uno. Que impregne el cuerpo, los actos, los pensamientos y sentimientos  y no quede ningún resquicio de vida ajeno a este caudal de luz.

Se acabó seguir cargando con lastre; se acabó seguir remendando paños viejos con paños nuevos o echando vino nuevo en odres viejos, pues no somos los mismos desde que el Espíritu de la Verdad está haciendo morada en nosotros. Y se acabó sobre todo seguir luchando contra nada o contra nadie, porque la lucha es siempre contra uno mismo y ahora estamos en paz con el mundo, con los hombres y también con nuestras entrañas, viejo anhelo de Antonio Machado. Porque Jesucristo hoy, y siempre es hoy, nos trae la paz, Su paz, que no solo es ausencia de conflicto, sino, sobre todo, perdón, unidad y amor verdadero.
Trabajemos ahora que aún hay luz para recibir esta Paz que no es del mundo y poder hacer nuestras las palabras del Patriarca Atenágoras:
Hay que hacer la guerra más dura
contra sí mismo, hay que lograr desarmarse.
Yo hice esa guerra durante años y fue muy terrible,
pero ahora ya estoy desarmado.
Ya no tengo miedo de nada.
Estoy desarmado de la voluntad de tener razón,
de justificarme descalificando a los otros.
Ya no estoy a la defensiva,
celosamente crispado sobre mis riquezas.
Acojo y comparto,
no me aferro especialmente a mis ideas, a mis proyectos.
Si me presentan mejores, o, más bien,
no mejores sino simplemente buenos,
los acepto sin pesares.
Ya renuncié a comparar;
lo que es bueno, verdadero, real,
es siempre para mí lo mejor.
Por eso ya no tengo más miedo.
Si uno se desarma, si uno se despoja,
si uno se abre al Dios–hombre,
que hace todas las cosas nuevas,
entonces Él borra el pasado malo
y nos devuelve un tiempo nuevo donde todo es posible.


38 Diálogos Divinos. "Gemidos del Espíritu Santo" II

31 de mayo de 2025

El triunfo de la libertad

 

Evangelio según san Lucas 24, 46-53

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Así estaba escrito: El Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto”. Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.


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Ascensión de  Jesucristo, Garofalo

Por el Espíritu Santo nos llega la espiritualización, la ascensión de los corazones y la deificación.  
                                                                                                                    San Basilio

Con la Ascensión, Jesucristo cumple el ciclo de ida y vuelta al Padre. La "cortina de la carne", ya no le aprisiona; ha vencido los condicionamientos materiales.

Él ha prometido no dejarnos solos y enviarnos el Espíritu. Porque toca caminar sin verle ni escucharle con los sentidos físicos. Es la fe la que nos da la certeza de que sigue a nuestro lado, invisible, aunque realmente presente. Creemos que se ha quedado con nosotros para siempre, sacramentalmente y en nuestros corazones, Aquel que por amor se convirtió en el “gusano” de Dios (Isaías 41, 14; Salmo 22, 7), y bajó a los infiernos para liberarnos del pecado y abrirnos las puertas de la eternidad.

“Eclipse de Dios”, preciosa metáfora de Benedicto XVI; así son nuestras vidas casi siempre. Y así debió de ser, infinitamente más profundo y desgarrador, el eclipse de Dios que vivió Jesús, para que con el nuevo sol llegara la luz a todos los confines del universo.

Él ya nos atrajo hacia Sí cuando fue elevado sobre la tierra (Juan 12, 32), por eso nuestro destino es ascender. Para seguirlo en la ascensión, tenemos que recorrer primero el camino de humildad que Él recorrió durante su vida terrenal. Jesucristo nos atrae hacia Sí, no ya desde la ascensión, sino desde el mismo momento en que esta comienza, que es en la cruz.

La ascensión a la que Él nos llama es el triunfo de la libertad. Por eso, para elevarnos hacia Él, tenemos que desprendernos del lastre, de todo lo que encadena y tira hacia abajo: las pasiones, los apegos, el egoísmo, ir acostumbrándonos a ese Reino de lo sutil donde todo es perfecto en su transparencia, en su vertical ligereza, en ese anhelo de seguir ascendiendo hacia planos cada vez más sublimes de conciencia, de comunión con Cristo.

La plenitud de la gloria no acompañó a Jesús antes de la Pasión, pues su condición humana le mantuvo en un cierto alejamiento temporal del Padre, aunque nunca dejó de ser Uno con Él, gracias a su naturaleza divina. ¿Cómo, entonces, podríamos nosotros, pobres criaturas limitadas, ser ya pura luz, puro Ser, pura gloria, como algunos pretenden?

Cabodevilla nos ayuda a adentrarnos en estos Misterios: “Cristo llegó a ser centro del mundo solo después de haber terminado su sacrificio, “pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo.” (Colosenses 1, 20). Ahora bien, este sacrificio suyo lo llevó a cabo en carne humana mortal. 

Por nosotros mismos no podemos elevarnos. Jesucristo, que en el momento de su muerte portaba en su carne a la humanidad entera, al ascender se lleva como “trofeo” la carne humana glorificada.

Eso es lo que ganó para nosotros con su Muerte–Resurrección–Ascensión. Así lo resume San Ambrosio: “Bajó Dios, subió hombre”. Y San Zenón: “Bajó purus del cielo, entra en el cielo carnatus.” Se lleva el cuerpo, la carne humana que recibió de María, más que transfigurada e incorruptible, plenamente glorificada. Y llevándose su cuerpo, prefigura la elevación de los nuestros, llamados a la incorruptibilidad.

Los relatos de la Ascensión, de Hechos 1, 1-11 y Lucas 24, 46-53, que hoy leemos están llenos de símbolos y alegorías, formas de expresar o de intentar explicar lo inexplicable. Jesús, que nunca perteneció a este mundo, después de resucitar está libre de los condicionamientos de la carne y ya no vive en las coordenadas espacio-temporales que conocemos. Si con la encarnación descendió, humillándose, con la resurrección asciende, es glorificado.

San Bernardo señala tres niveles en el descendimiento: la encarnación, la cruz y la muerte; y tres en el regreso al Padre: resurrección, ascensión y asentamiento a la derecha del Padre (Marcos 16, 19). Nuevo símbolo, pues el Padre no tiene derecha ni izquierda, el Padre no tiene…., el Padre Es.

En su vida terrena Jesús Es también verdadero Dios, además de verdadero hombre, pero el velo de la carne, con sus limitaciones, Le mantenía, en cierto modo, alejado de su verdadera gloria. Y en su glorificación definitiva, Jesucristo nos otorga el don supremo, nos abre las puertas a nuestra propia glorificación, pues, ascendiendo como verdadero Dios y verdadero hombre, ensalza la naturaleza humana y hace posible la promesa de nuestra inmortalidad.

El Hijo se une al Padre y, a la vez, maravilla del Misterio, se queda con nosotros como prometió. Hace de nuestros corazones su morada, si queremos hospedar a tan adorable Huésped. No se va, se queda con nosotros, presencia invisible, en la Eucaristía y en nuestro interior.

Está en el Padre, está en la Eucaristía, está en el corazón del que vive en gracia… Es ahora cuando el verbo “estar”, como antes el verbo “tener”, sobra o, mejor dicho, se queda corto. ¡Es en el Padre, y en la Eucaristía, y en el corazón! Ya no tenemos que mirar alelados el cielo, donde Lo hemos visto alejarse o nos han dicho que se ha alejado. Hagamos caso a los ángeles y reanudemos el camino con alegría, porque Él no se ha ido, no se ha alejado, sigue siendo plenamente, en el Padre, en la Eucaristía, en ti, en mí.

Puede ser difícil vivir estas verdades si no se comprende, y se interioriza, que hay dos formas de existencia. La del mundo, del que, por Cristo, ya no somos, que es la que nos resulta familiar. Está condicionada por el espacio, con sus tres dimensiones, limitadas y concretas, y el tiempo, con su discurrir inexorable, ante el que nos sentimos indefensos, vencidos de antemano. 

La segunda forma de existencia, el nuevo mundo al que estamos llamados, en el que ya somos, aunque no nos demos cuenta, es la verdadera realidad, la dimensión eterna que nos corresponde, a la que Cristo asciende, ya en plenitud, sin por ello dejarnos. Porque es una realidad que se trenza con la otra, la de lo aparente, lo material, y lo sublima, espíritu y materia, trascendencia e inmanencia, Unidad, al fin.

Unidos a Él, ya estamos, ya somos en el cielo, en la gloria, en el siglo venidero, aunque aún no nos hayamos despojado de los velos, a veces tan tupidos, de la carne. Contemplamos estas maravillas con mirada de niño y corazón de poeta en el blog de los Días de Gracia

El viejo hombre y el viejo mundo han pasado; la nueva creación nos reclama. Vivamos ya la nueva vida de resucitados; hombres nuevos, capaces de ser testigos de Jesucristo y de llevar a cabo la misión que Él mismo nos ha encomendado: guardar, enseñar, ser Su Palabra. Porque Aquel que tiene pleno poder en el cielo y en la tierra está con nosotros y Es en nosotros, todos los días hasta el fin del mundo. 


                                           Ascensión. Oratorio. J. S. Bach

24 de mayo de 2025

Un Único Cristo

 

Evangelio según san Juan 14, 23-29

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado; pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz es doy; no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.”

                                           Descenso de Cristo a los infiernos, Theófanes de Creta
                                                   
   Que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos
              y tú en mí, para que sean completamente uno.
                                                                                                                                                                                                   Juan, 17, 22-23

                                                      Habrá un único Cristo amándose a Sí mismo.

                                                                                                           San Agustín

     En tan pocas líneas, la esencia de la enseñanza de Jesús. Parecería que al conocer lo cercano de Su Hora no quisiera que los apóstoles olviden nada y les deja un testamento, una síntesis que sirva de recordatorio para ellos y para nosotros.

     ¿Cómo no amar a un Dios que quiere morar en el corazón del hombre? Buscamos casas, lugares, afectos, refugios donde nos aislamos, que suelen convertirse en madrigueras de conejos asustados o, muchas veces, en guaridas de ladrones, pues guarecerse, aislarse, separarse es robar al Creador. Cuánto tiempo, esfuerzo, dinero  malgastamos en hacernos con casas que ni siquiera son hogares. Esos metros cuadrados de privacidad, seguridad, egoísmo y necedad, donde cada uno guarda sus cosas, su tranquilidad, tan alejada de la Paz de Cristo, su silencio, tan alejado del silencio esencial de los pobres de espíritu.

     Dejemos de esforzarnos por bagatelas, como tener una casa segura y confortable, con bonitos muebles y lo último en tecnología, y seamos audaces, queramos Todo, como Santa Teresita. Entonces recordaremos que el camino del cristiano consiste en convertirnos, cada uno, en morada de Dios.

     El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, maravilla inexplicable del Dios trinitario, están deseando vivir en ti, en mí… ¿Cómo asimilar tal don? Con el corazón de carne que Él nos ha dado a cambio del corazón de piedra, inútil lastre para el que ya sabe que no pertenece al mundo (Juan 15, 19; 17, 14).

     El Padre está en Jesucristo; en Él Lo encontramos. Por eso la paz de Jesús se mantiene intacta en la tribulación; en los momentos aciagos revela especialmente su esencia divina. Paz dentro del corazón, en lo eterno que somos, en el Ser real, para que desde allí se extienda en abrazo universal, pues la paz es fruto del Amor. Si no hay amor, no hay paz, sino un simulacro mediocre y transitorio: tranquilidad, estabilidad, seguridad, siempre efímeras. 

     La paz de Jesucristo no es la del mundo egoísta y separado, sino la del reino del amor. No hablamos, claro, de un amor dulzón o sensiblero. ¿Cómo va a ser así el amor de Aquel que ha venido a traer la espada? (Mt 10, 34). Su paz es la del amor que llena todo y no se altera ni se agota, inmanente y trascendente a la vez, actual y eterno. Por eso la paz que nos da, para que la vivamos y custodiemos, crece y fructifica en lo agitado e inestable, en las tormentas cotidianas. 

     Porque la paz que deja a los apóstoles es la del combate interior y no la de la tranquilidad y la seguridad, es por lo que les pide valentía y entereza, inmediatamente después. El viejo mundo arde y pasa, queramos verlo o no, y el nuevo mundo que hemos de habitar supera nuestros conceptos y categorías mentales, porque Él lo hace todo nuevo con Su vida, Su muerte y Su resurrección. 

     Bendita Cruz, entonces, ese patíbulo que a tantos molesta y quisieran olvidar para hacerse un Jesús a su medida, sin sufrimiento, previsible y llevadero, que ofenda menos la sensibilidad de los tibios. Y es que el amor y la paz de Dios se manifiestan de modo privilegiado en esa Cruz, que hace posible que cicatrice lo que Cabodevilla expresa como “la llaga que es la vida”. Pues llaga, herida irremediablemente abierta, infectada y dolorosa, es la vida sin Su paz y sin Su amor. Así cobra sentido esta lira popular que conmovió a San Juan de la Cruz, al escucharla en el Convento de Carmelitas Descalzas de Beas del Segura: 
Quien no sabe de penas
en este valle lleno de dolores
no sabe cosas buenas,
ni ha gustado amores,
pues penas son el traje de amadores.

          ¿Somos dignos de esos dones, o nos dejamos llevar por la inercia de rutinas, costumbres y comodidades? Podemos sentir, escuchar, permanecer unidos a Cristo cada día, cada hora, siempre, si seguimos el consejo de María en las Bodas de Caná y escuchamos la Palabra de su hijo y hacemos lo que Él nos dice. Cada acto puede ser así un acto divino, porque no será nuestra voluntad la que se mueve, sino que daremos vida a la divina voluntad y una respiración, un parpadeo, un paso..., serán obra de Dios, con Sus atributos y Sus efectos poderosos e infinitos.

Siendo habitados por Dios, seremos capaces de amar como Jesús nos ama, recordábamos el domingo pasado, y seremos canal que difunde el amor, la sabiduría, la voluntad divina. Me recuerda a la oración silenciosa que practiqué antes de mi conversión definitiva. Con una gran diferencia: no son mi amor o mi consciencia de criatura, tan pobres y limitados, los que extiendo y ofrezco, sino los de Cristo en mí, el Hijo de Dios en mí, puro amor incondicional, pura inteligencia, puro poder, capaz de sanar todo, restaurar todo, renovar con su Espíritu la faz de la tierra.

     El cristianismo es Jesucristo: un hombre que también es Dios; un Dios que se ha hecho hombre. ¡Qué vértigo de gratitud y asombro! Y, además, bendita locura de amor, Él quiere integrarnos en esa unidad, hacernos uno con Él. Cuando se vislumbra la inmensidad de este Misterio, no tiene sentido perderse en disquisiciones teóricas que nos hagan considerarnos menos criaturas. ¿Quién querría dejar de ser hijo o hija amados de tal Padre? 

     Aprendemos una vez más de Jesús, tan libre que supera todas las aparentes contradicciones. Por eso puede hablar del Padre, como de ese Tú, ese Otro, al que se dirige para orar, para encomendarse y encomendarnos; y también puede afirmar que quien Lo ve a Él ve al Padre, que Él y el Padre son uno y que estamos destinados a ser uno con ellos. 

     Cuando seamos capaces de vibrar en Su frecuencia de amor, paz y libertad, de unificarnos en su Querer, ya no habrá necesidad de espada, ni de hacernos violencia para conquistar el reino (Mateo 11, 12), pues el mismo Espíritu que nos guía y nos habita nos habrá transformado. Entonces, mirando a Dios cara a cara, sentiremos, sabremos que por Su amor somos en Él; semejanza al fin recuperada.

                    55 Diálogos Divinos, "Fundirse en la Divina Voluntad" 

Ahora somos hijos de Dios, aunque
aún no se ha manifestado lo que hemos de ser.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos 
semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es.

                                                                                            1 Juan 3, 2