25 de mayo de 2019

Un Único Cristo


Evangelio según san Juan 14, 23-29

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado; pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz es doy; no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.”


                        Descenso de Cristo a los infiernos, Theófanes de Creta
                                                   

   Que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos
              y tú en mí, para que sean completamente uno.
                                                                                                                                                                                                   Juan, 17, 22-23

                                                      Habrá un único Cristo amándose a Sí mismo.

                                                                                                           San Agustín

     En tan pocas líneas, la esencia de la enseñanza de Jesús. Parecería que al conocer lo cercano de Su Hora no quisiera que los apóstoles olviden nada y les deja un testamento, una síntesis que sirva de recordatorio para ellos y para nosotros.

     ¿Cómo no amar a un Dios que quiere morar en el corazón del hombre? Buscamos casas, lugares, afectos, refugios donde nos aislamos, que suelen convertirse en madrigueras de conejos asustados o, muchas veces, en guaridas de ladrones, pues guarecerse, aislarse, separarse es robar al Creador. Cuánto tiempo, esfuerzo, dinero  malgastamos en hacernos con casas que ni siquiera son hogares. Esos metros cuadrados de privacidad, seguridad, egoísmo y necedad, donde cada uno guarda sus cosas, su tranquilidad, tan alejada de la Paz de Cristo, su silencio, tan alejado del silencio esencial de los pobres de espíritu.

     Dejemos de esforzarnos por bagatelas, como tener una casa segura y confortable, con bonitos muebles y lo último en tecnología, y seamos audaces, queramos Todo, como Santa Teresita. Entonces recordaremos que el camino del cristiano consiste en convertirnos, cada uno, en morada de Dios.

     El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, maravilla inexplicable del Dios trinitario, están deseando vivir en ti, en mí… ¿Cómo asimilar tal don? Con el corazón de carne que Él nos ha dado a cambio del corazón de piedra, inútil lastre para el que ya sabe que no pertenece al mundo (Juan 15, 19; 17, 14).

     El Padre está en Jesucristo; en Él Lo encontramos. Por eso la paz de Jesús se mantiene intacta en la tribulación; en los momentos aciagos revela especialmente su esencia divina. Paz dentro del corazón, en lo eterno que somos, en el Ser real, para que desde allí se extienda en abrazo universal, pues la paz es fruto del Amor. Si no hay amor, no hay paz, sino un simulacro mediocre y transitorio: tranquilidad, estabilidad, seguridad, siempre efímeras. 

     La paz de Jesucristo no es la del mundo egoísta y separado, sino la del reino del amor. No hablamos, claro, de un amor dulzón o sensiblero. ¿Cómo va a ser así el amor de Aquel que ha venido a traer la espada? (Mt 10, 34). Su paz es la del amor que llena todo y no se altera ni se agota, inmanente y trascendente a la vez, actual y eterno. Por eso la paz que nos da, para que la vivamos y custodiemos, crece y fructifica en lo agitado e inestable, en las tormentas cotidianas. 

     Porque la paz que deja a los apóstoles es la del combate interior y no la de la tranquilidad y la seguridad, es por lo que les pide valentía y entereza, inmediatamente después. El viejo mundo arde y pasa, queramos verlo o no, y el nuevo mundo que hemos de habitar supera nuestros conceptos y categorías mentales, porque Él lo hace todo nuevo con Su vida, Su muerte y Su resurrección. 

     Bendita Cruz, entonces, ese patíbulo que a tantos molesta y quisieran olvidar para hacerse un Jesús a su medida, sin sufrimiento, previsible y llevadero, que ofenda menos la sensibilidad de los tibios. Y es que el amor y la paz de Dios se manifiestan de modo privilegiado en esa Cruz, que hace posible que cicatrice lo que Cabodevilla expresa como “la llaga que es la vida”. Pues llaga, herida irremediablemente abierta, infectada y dolorosa, es la vida sin Su paz y sin Su amor. Así cobra sentido esta lira popular que conmovió a San Juan de la Cruz, al escucharla en el Convento de Carmelitas Descalzas de Beas del Segura: 

Quien no sabe de penas
en este valle lleno de dolores
no sabe cosas buenas,
ni ha gustado amores,
pues penas son el traje de amadores.

          ¿Somos dignos de esos dones, o nos dejamos llevar por la inercia de rutinas, costumbres y comodidades? Podemos sentir, escuchar, permanecer unidos a Cristo cada día, cada hora, siempre, si seguimos el consejo de María en las Bodas de Caná y escuchamos la Palabra de su hijo y hacemos lo que Él nos dice. Cada acto puede ser así un acto divino, porque no será nuestra voluntad la que se mueve, sino que daremos vida a la divina voluntad y una respiración, un parpadeo, un paso..., serán obra de Dios, con Sus atributos y Sus efectos poderosos e infinitos.

Siendo habitados por Dios, seremos capaces de amar como Jesús nos ama, recordábamos el domingo pasado, y seremos canal que difunde el amor, la sabiduría, la voluntad divina. Me recuerda a la oración silenciosa que practiqué antes de mi conversión definitiva. Con una gran diferencia: no son mi amor o mi consciencia de criatura, tan pobres y limitados, los que extiendo y ofrezco, sino los de Cristo en mí, el Hijo de Dios en mí, puro amor incondicional, pura inteligencia, puro poder, capaz de sanar todo, restaurar todo, renovar con su Espíritu la faz de la tierra.

     El cristianismo es Jesucristo: un hombre que también es Dios; un Dios que se ha hecho hombre. ¡Qué vértigo de gratitud y asombro! Y, además, bendita locura de amor, Él quiere integrarnos en esa unidad, hacernos uno con Él. Cuando se vislumbra la inmensidad de este Misterio, no tiene sentido perderse en disquisiciones teóricas que nos hagan considerarnos menos criaturas. ¿Quién querría dejar de ser hijo o hija amados de tal Padre? 

     Aprendemos una vez más de Jesús, tan libre que supera todas las aparentes contradicciones. Por eso puede hablar del Padre, como de ese Tú, ese Otro, al que se dirige para orar, para encomendarse y encomendarnos; y también puede afirmar que quien Lo ve a Él ve al Padre, que Él y el Padre son uno y que estamos destinados a ser uno con ellos. www.diasdegracia.blogspot.com

     Cuando seamos capaces de vibrar en Su frecuencia de amor, paz y libertad, de unificarnos en su Querer, ya no habrá necesidad de espada, ni de hacernos violencia para conquistar el reino (Mateo 11, 12), pues el mismo Espíritu que nos guía y nos habita nos habrá transformado. Entonces, mirando a Dios cara a cara, sentiremos, sabremos que por Su amor somos en Él; semejanza al fin recuperada.



                       55 Diálogos Divinos, "Fundirse en la Divina Voluntad" 


Ahora somos hijos de Dios, aunque
aún no se ha manifestado lo que hemos de ser.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos 
semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es.

                                                                                            1 Juan 3, 2

17 de mayo de 2019

Amar como Jesús


Evangelio según san Juan 13, 31-33a.34-35

Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.


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La última cena, Tintoretto

     ¿Quieres ser totalmente? Ama totalmente.
                                     San Antonio de Padua
                                                                 
       Que sea vuestro hablar sí, sí; no, no. Lo que pase de ahí procede del Maligno.
                                                                                                 Mateo 5, 37

El Mandamiento Nuevo, nuestro gran tesoro, se ha contemplado en estos blogs varias veces. Hoy la reflexión se centra en dos claves. La primera, el amor como Camino, que da título a este blog. Jesús es el Amor de Dios manifestado y es el Camino. No un camino más, no un camino entre varios, es el Camino. Y hoy, como nunca, hace falta decirlo como lo haría el Maestro, con la transparencia de decir sí, cuando es sí, y no, cuando es no.

Y ahí aparece la segunda clave. Si el amor es “sí, sí, no, no”; no admite interpretaciones. Si hay mucho que explicar, justificar o interpretar, algo falla. Jesús es el Camino, igual para todos, sin casuísticas ni subjetividades. Al joven rico le pidió entrega total en el amor, no tomó su caso particular para darle una “solución personalizada, basada en el diálogo y la comprensión”. Se lo dijo con claridad diáfana, porque le amaba.

Parecía un hombre “bueno” ese chico... Hoy en día, por lo visto, se habría estudiado su caso de manera específica, su situación personal, sus circunstancias familiares…, y en vez de decirle, "déjalo todo y sígueme" , le darían una larga y prolija argumentación que le pondría muy contento, en lugar de hacerle alejarse cabizbajo… Muy contento..., pero confundido, equivocado, incapaz de imaginar siquiera la verdadera riqueza a la que estamos llamados. ¿Por qué no se habla hoy con la claridad con que habla el Maestro? ¿Será que no se cree en esa riqueza que trasciende lo inmediato pues tiene vocación de eternidad?

Hasta que Jesús nos da el Mandamiento Nuevo, la consigna era amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Bien lo sabía el escriba que preguntó a Jesús sin malicia en otra escena del Evangelio. Pero antes de su Pasión, en el discurso de despedida a los más cercanos, con palabras claras y definitivas que, como dijo Unamuno, habría que leer de rodillas, Jesús quiere que vayamos mucho más allá, nos da un mandamiento nuevo, acorde con la nueva creación que va a instaurar Su muerte y resurrección. Se nos pide que nos amemos unos a otros como Él mismo nos ha amado.

A menudo no nos amamos ni siquiera a nosotros mismos. Si amáramos a los demás como a nosotros, ¡qué desastre! Pero si los amamos como Jesús, ¡qué maravillosa exigencia! Hasta el extremo, dando la vida, sin condiciones. Es el Camino, radical y maravilloso; por eso hay que huir de tibiezas y ambigüedades. Jesús es sí, sí, no, no y nos pide que vivamos y actuemos con esa claridad. Cuánto cuesta explicar algo cuando no nace de la Verdad... Como Él nos ha amado…, ¿obra titánica?, ¿demasiado? Imposible para nosotros, incluso para los santos, pero posible por Él y con Él (ya no soy yo quien vive, sino Cristo que vive en mí. Te basta mi gracia).

Antes de empezar este post, y en mis reflexiones de estos días, me decía: si yo fuera obispo, si fuera al menos sacerdote, diría lo que pienso sobre lo que está viviendo la Iglesia y no recogen los medios de comunicación (crisis profunda, división, conflictos, recelos, lo más contrario al mensaje de Jesús, que es mensaje de Amor). Intentaría decirlo con honestidad y sencillez, sin contemporizar y sin mirar para otro lado. Pero soy solo poeta…, ¿cómo voy a manifestar, entre tantos teólogos, lo que siento y percibo en esta locura de confusión e interpretación de lo interpretado, este galimatías que algunos fomentan y otros camuflan?

Soy solo poeta…, una escritora ignorante... ¡Pero también soy sacerdote!, ¡y profeta!, todos lo somos en Cristo, miembros de Su Cuerpo místico. Así que mi deber como discípula Suya es dar testimonio de lo que el Maestro nos enseña y decirlo desde la azotea, luz en el candelero. Y no hace falta decirlo en voz alta, basta decirlo en esencia y en voz baja, sin amargura, con la reverencia del centurión manifestando su fe (Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una Palabra tuya bastará...).

En voz baja y reverente, pero claro y sin tapujos: sé de Quién me he fiado, sé a Quién sigo y nada ni nadie me confundirá ni me separará de Él y de su Buena Nueva. Todo está dicho por Aquel que hace nuevas todas las cosas. Toda novedad nace de Él y a Él vuelve. Toda la sabiduría y la verdad se encuentra en Su Mensaje, que no cambia ni una coma ni una tilde de la Ley, sino que la completa y la perfecciona, la eleva y le da sentido de eternidad.

Y su mensaje es Amor, Vida, Luz, tan lejos de tibiezas y ambigüedades…. El Señor se revela a los pequeños y sencillos. En la humildad nace la capacidad de amar como Él nos ha amado, porque la humildad permite reconocer que no sabemos ni podemos amar por nosotros mismos. Pero unidos a Él, somos capaces de todo, nada nos parece imposible.

De ahí que la esencia de la oración sacerdotal de Jesús (Juan 17), al final del discurso de despedida, cuyo inicio hoy contemplamos, se pueda resumir en dos de las palabras que se repiten en este discurso: menein (mutua inmanencia, morar en, permanecer en, unidos) y pro eis (por ellos). Yo confío plenamente en Aquel que hace todo por nosotros (pro eis) y manifiesta la Unidad que salva y eterniza (menein).

Malabares dialécticos, ambigüedades, retruécanos, hipocresía de unos y de otros, interpretaciones complicadas, explicaciones de explicaciones, coro de aduladores sin criterio... Alguien ha dicho acertadamente que esta diatriba de teólogos le recuerda la figura retórica llamada calambur (juego de palabras que consiste en modificar el significado de una palabra o frase, agrupando de distinta formas sus sílabas). Yo solo sé que Jesús es directo, sencillo y claro en Su enseñanza, que Él es la Verdad y la Vida y que Su Palabra no pasa.

El que prefiera otras palabras que no sean las de Cristo que lo diga abiertamente si hay quienes dependen de su magisterio, pero que sepa que está renunciando a la Palabra de Vida eterna. Y quienes, por inercia o desidia, por ambición, conveniencia personal o por ir al sol que más calienta, se estén alejando del Sol Invicto, que recuerden el destino de los ciegos que guían a otros ciegos.

Aquel que hace nuevas todas las cosas nos ayuda a ver claro, más allá del humo de tanta dialéctica inútil, para no dejarnos confundir. Por Él y en Él, fieles, seguros, firmes en la fe, sabiendo en Quién confiamos. 


90 Diálogos Divinos, Cuando cesa el amor...


Para hablar de las palabras de Jesús es preciso conservar sus palabras o su eco. Yo no tengo sus palabras ni su eco. Os pido que me perdonéis por empezar una historia que no puedo acabar. Pero el final aún no ha llegado a mis labios. Es todavía una canción de amor en el viento.
                                                                                      Khalil Gibran

11 de mayo de 2019

Nadie nos arrebatará de Su mano.


Evangelio según san  Juan 10, 27-30 

En aquel tiempo, dijo Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno.

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El Buen Pastor, Catacumbas de Priscila

Alma noble, noble criatura, ¿por qué buscas fuera de ti lo que está en ti todo entero y del modo más verdadero y manifiesto? 
                                                           
                                                              San Agustín

Que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos
y tú en mí, para que sean completamente uno.

Juan, 17, 22-23

El cristianismo es una Persona, un hombre que también es Dios y quiere que nos unamos a Él. En Jesús hallamos la perfecta expresión de esa unidad a la que estamos llamados, ya que, al hacernos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, podemos participar de la unión divina.

Él quiere integrarnos en esa unidad, hacernos uno con Él. Cuando se vislumbra la inmensidad de este Misterio, no tiene sentido perderse en argumentos que nos hagan sentirnos más Dios y menos criaturas. Por nuestra incorporación a Cristo y nuestra participación en el Misterio Pascual, alcanzamos nuestra verdadera esencia e identidad en Aquel que se ha hecho uno de nosotros para que nosotros seamos uno con Él y con el Padre. Porque la vocación definitiva del hombre es la unidad con el Único.

Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios, dice San Atanasio. Él ya nos atrajo hacia Sí, por eso nuestro destino es ascender, como Él ascendió. De ahí la flaqueza de que se gloría S. Pablo (2 Cor 12, 10); Aunque sin Jesucristo no podemos nada, con Él lo podemos todo. Através de Él, vamos llegando a niveles más sutiles de comunión con Dios, trascendiendo formas, nombres e impresiones sensoriales.

Jesús es nuestro guía hacia la más íntima fusión con la propia esencia de la divinidad. De Su mano, sin perder Su presencia serena y protectora, hacia la Unidad. Con Él no nos disolvemos ni desaparecemos, no perdemos la individualidad que Él ama y con la que Le amamos; solo abandonamos el hombre y la mujer viejos, incapaces de amar, que ya no somos, para ser de verdad y amar de verdad. No se trata de un apego a la propia individualidad, que sería más fruto del ego que del amor, sino, precisamente, de la voluntad de seguir amando de Aquel que salió de Sí para encontrarse con nosotros.

Por eso podemos escuchar a Jesús hablar de “Su mano” y de “la mano” del Padre (Jn 10, 27-30), sin que nos parezca una contradicción con esa meta de Unidad inefable a la que nos dirigimos. Alguno puede pensar, tal vez con cierta condescendencia, que eso quiere decir que aún nos aferramos a los niveles de comprensión inferiores, que necesitan dar forma humana al Padre para asimilarlo a nuestros parámetros mentales. Sí y no. Sí y más, mucho más. Porque en Jesucristo cabe todo, vertical e infinito, lo limitado y lo ilimitado, lo material y lo espiritual, lo denso y lo sutil, la multiplicidad y la unidad, lo personal y lo transpersonal, todo, ascendido y trascendido, glorificado en Él y con Él, Dios infinito.

Creer en Él nos da la vida eterna, nos libera de ciclos y de leyes. Porque el Verbo se hizo carne, se hizo debilidad, vulnerabilidad, para ser uno de nosotros y poder elevarnos con Él. Dios se abaja para elevarnos, por amor. Ya no somos solo carne, destino mortal, porque Él ha glorificado la carne, ha hecho del ser humano algo más que el cuerpo frágil y el alma adormecida, consecuencia de la caída. Él nos ha elevado, nos ha transformado y nos ha otorgado la dignidad de los Hijos de Dios. 

Desde entonces es fácil aceptar la multiplicidad, como una de las dos caras de la única moneda. Si, como dice Frithjof Schuon, la venida de Cristo es el Absoluto hecho relatividad a fin de que lo relativo se haga Absoluto, bendita relatividad, bendita multiplicidad, contemplada desde la esencia integral y unificada que nuestra condición restaurada de Hijos nos otorga. Porque seguir al Buen Pastor, reconocer con Pedro que bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos, nos permite recuperar la inocencia primordial, esa dimensión sin espacio ni coordenadas en la que todas las cosas y todos los seres mueren y renacen en la Unidad, en un presente eterno, un único latido que trasciende las formas y los nombres ante el único Nombre, que siempre está viniendo.

De la mano de Jesucristo, estamos llamados a ser Uno con el Único Ser divino. Ola y mar, gota y océano, Vid y sarmiento, Luz de Luz y luz individualizada (de in-diviso). Estaremos, estamos, en Dios, sin dejar de ser nosotros.

Jesús, que está a la derecha del Padre, está también en el corazón del hombre, porque ha querido acompañarnos hasta el fin de los tiempos. Dios habita en nosotros para ser Uno con cada hombre, con cada mujer, en un abrazo universal que no excluye a nadie. Ya no se trata de pertenecer o no al pueblo escogido, ni siquiera se trata de ser "buenos", sino de vivir esta Presencia interior inefable, conscientes de cómo nos va transformando, hasta que nos incorporemos totalmente a Él.

Él se encarnó por nosotros, pero ya antes era y, después de subir al Padre, siguió siendo. Nos llama a nosotros a esa vida de plenitud luminosa que integra las otras, las de las formas, los nombres y la temporalidad. Pero si nos quedamos en lo temporal, bloqueados en ello, no llegaremos a lo más sutil, lo más sublime, lo absolutamente perfecto.

“Yo y mi Padre somos uno”; es todo lo que hemos de comprender y también lo que hemos de experimentar en esta “gran tribulación” donde nos vamos acrisolando. Para poder decir, sentir, vivir que el Padre es uno con nosotros, permanecemos unidos a Jesucristo a través de los sacramentos, de la fusión con Su Voluntad, que nos permite alcanzar la Vida Divina a la que estamos llamados, y la lectura constante de Su Palabra. Ya no es la idea que uno pueda tener de Dios, sino Palabra viviente y eficaz que transforma y eleva.

Quien vive íntimamente unido a Jesús, renunciando a la voluntad humana limitada y confundida para dejar que sea la Vonuntad Divina la que viva y obre en él, descubre que el Reino está en su corazón y que se puede resucitar antes de morir para vivir ya aquí Vida de Cielo. 

                                        Quién te separará de Mí, Hermana Glenda