12 de mayo de 2012

El mandamiento del Amor



Evangelio de Juan 15, 9-17


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a la plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros”.




            Ama y haz lo que quieras, decía San Agustín, no como rebeldía o provocación, sino porque en el amor a Dios y al prójimo se sostienen toda la ley y los profetas (Mt 22, 40). El amor es más fuerte que el miedo y la muerte, más que las leyes y los dogmas, más fuerte que todo. Las normas, reglamentos, prohibiciones..., son necesarios para los que no han llegado, todavía, al amor y se rigen por la frialdad de la ley, la amenaza y el temor. Los que han dado el gran salto están en la plenitud de la ley (Rom. 13, 10) y viven libres, confiados en Dios, abiertos al mandamiento del amor, que contiene y sostiene todo y a todos.
            Aquellos que han sentido con más intensidad y verdad la presencia amorosa de Dios coinciden en señalar la pureza de ese amor, que va más allá de las reglas, los ritos y las religiones. Es amar, no solo únicamente a Dios, sino amarle por Él solo, excluyendo cualquier recompensa o castigo, sin expectativas. Como dice la mística sufí, Rabi’a al ‘Adawiyya: No temer al infierno, ni codiciar el paraíso, sino solo amar a Dios.
            Precisamente, para los sufíes, la gran herejía es la falta de amor. Y así debería de ser también para los cristianos, porque Jesucristo instituyó el mandamiento del amor y lo situó en la cima de su enseñanza. En ese amor esencial que brota del alma del verdadero discípulo, que se reconoce amado y se reconoce como amor, encontramos el terreno fértil para el entendimiento, la armonía y la unidad.
            Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, le pedirías tú y él te daría agua viva. (Jn 4,10). Cuánto estaba diciendo Jesús a la samaritana con estas palabras… Dios no se conforma con un corazón dividido y condicionado, como solemos amar en el mundo. Cuando Él nos elige como amigos y nos destina para que vayamos y demos fruto y ese fruto dure, espera que le ofrezcamos nuestro corazón entero y de una vez. Quien renuncia a sí mismo y toma la decisión valiente y definitiva, capaz de transformarnos, sale de la “cárcel” donde solemos malvivir, para encontrarse en un paisaje maravilloso e infinito, donde amar y caminar hacia el encuentro con el Amigo, que nos dará la alegría plena.
            No se trata de vivir con la esperanza puesta en las moradas celestiales, sino de experimentar ya esa plenitud de amor e ir haciendo real esa morada aquí, porque –cito a Baalschem–: Si amo a Dios, ¿para qué necesito un mundo venidero? Pero es que, además, por la generosidad de Su gracia, el mundo venidero existe y nos espera, para seguir amando.
¿Por qué no atrevernos a dar el salto, ahora que sabemos que nuestro destino inmortal no está unido a nombres, formas, apariencias del ego? ¿Por qué no amar a todos, ya, asumiendo esta comprensión que trasciende lo limitado y condicionado? ¿Por qué no avivar desde hoy mismo ese fuego sutil que pocos, por apego, tibieza o ignorancia, son capaces de encender, sentir o apreciar? ¿Por qué no abrasarnos ya en la llama de amor viva, capaz de transformarnos?
Pero, ¿dónde está el amor al otro, el prójimo, el hermano, en este fuego de amor divino? En el mismo centro: un solo latido, un único amor. No se puede amar a Dios sin amar a los demás. Del mismo modo que no se puede amar a los hermanos con un verdadero amor, más allá de los afectos sensibles, sin amar la fuente misma del amor, sin haber reconocido esa fuente en nosotros.
Porque cuando uno encuentra a Dios en su corazón, se encuentra también consigo mismo, su auténtico Sí mismo, y con los otros, por y para ellos. Descubre, como Dostoievsky, que el infierno es el tormento de la imposibilidad de amar.
Es cierto que, para rescatar a alguien que se ahoga, antes hay que aprender a nadar, y que, como afirma Edith Stein,  uno puede salvar a los demás en la medida en que se salva a sí mismo, pero, cuando uno se reconoce justificado por el Amor, no quiere, no concibe siquiera salvarse él solo, porque el camino de la salvación, como nos enseñó Jesucristo, de palabra y de obra, es el camino del amor.
Y, si amamos de verdad, desde la certeza del que se sabe amado, porque Él nos amó primero, no podemos ver la salvación como un negocio, y menos individual, sino como un abrazo infinito y eterno, que nos hace entender la oración de Al Bistami, otro contemplativo sufí: ¡Oh Señor!, si has previsto que has de torturar a una de tus criaturas en el infierno, ¡dilata allí mi ser, de modo que no quepa nadie más que yo!
Porque el Amor con que Dios nos ama y nos enseña a amar nunca puede ser limitado, es un abrazo total, incondicionado, hasta el extremo, y aunque aún no seamos capaces de percibirlo, de sentirlo así siempre, nos miramos en Él, somos en Él un solo Amor, el único camino hacia la plenitud de la alegría, hacia la Vida.


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