14 de julio de 2018

Nos llama y nos envía de dos en dos


Evangelio según san Marcos 6, 7-13 

En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto. Y añadió: «Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa.» Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.


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San Marcos y San Lucas, Navarrete, el Mudo


Justo antes de que Jesucristo ascienda al Padre, otorgará poderes mucho más elevados de los que reciben en el evangelio de hoy los Doce (o los setenta y dos en Lucas 10, 1-9) que fueron enviados con una detallada lista de recomendaciones y preceptos. La misión que Jesús encomienda es aún limitada, con instrucciones concretas, como también vemos en Mateo 10, 5-15. En el momento de la Ascensión, recibirán poderes y consignas de orden espiritual; es Su muerte y Su resurrección lo que marca la “frontera” divisoria entre una misión y otra.

Jesús puede transmitir facultades a sus elegidos, porque Él es dueño y Señor de estas potencias y virtudes. Pero esos poderes no son lo esencial ni son duraderos, pues se ejercen en el mundo que pasará. Solo Sus Palabras no pasarán (Mateo 24, 35); por eso, nada del mundo es comparable a cumplir Su Palabra y ser Sus testigos. Todo lo demás es anecdótico, incluso vencer a los demonios.

Doce es número de perfección y setenta y dos, el número que escoge Lucas para narrar esta escena es seis veces doce. Cuando comenté el envío de los setenta y dos, se me ocurrió que algo le “faltaba” a esa misión para significar totalidad, plenitud, perfección. Le “faltaría”, en el terreno de lo simbólico, una séptima docena, pues siete es también número de perfección. 

Nosotros somos esa "docena": los nuevos doce apóstoles que se renuevan generación tras generación, en una Misión que ya es completa, porque, después de la resurrección de Jesucristo, el envío se universaliza, como vemos en Marcos 16, 15 o Mateo 28, 19. También nosotros somos enviados “de dos en dos”, porque la comunidad es un tesoro. Si vamos de uno en uno, corremos el riesgo de perdernos o desviarnos.

¿Por qué les da un reglamento tan detallado, con tantas normas y precauciones en este momento? Porque no ha tenido lugar Su pasión, muerte y resurrección. Aún no está todo cumplido (Juan 19, 30) ni Jesús ha sido glorificado todavía. Antes de esa glorificación, los discípulos anunciaban la proximidad del Reino. Después, son testigos de Jesucristo, proclaman el Evangelio con hechos ya consumados, dan testimonio. 

Los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. La palabra “autoridad” proviene del verbo latino “augere”, que significa aumentar, hacer crecer, elevar. Jesús habla con autoridad porque hace crecer al que le escucha y nos da autoridad para que hagamos crecer a los que nos escuchan. ¿Cuándo hablo con autoridad? Cuando dejo de ser yo. Entonces es Él Quien habla y actúa en mí.

Seguir a Jesucristo es estar unido a Él para poder hacer todo en Su nombre. Porque todo lo que podemos hacer o decir viene de Él. Destinados a ser hijos por medio de Cristo, dice la segunda lectura (Efesios 1, 3-14). Aquel que viene a juzgar el universo viene, a la vez, a perdonarlo, a recapitular todo para hacer nuevas todas las cosas. La dispersión del mundo nos consume, nos distrae, nos incapacita, mientras que Jesucristo nos da poder, capacidad, altura de miras. 

Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto. Somos enviados sin apenas recursos, a corazón descubierto, libres de apegos, con la libertad que Él nos otorga y la plena confianza en que no estamos solos ni nos ha de faltar la inspiración de Espíritu Santo. Por eso sabemos lo importante que es la actitud interior; las obras surgen a partir de esa actitud de entrega y confianza. 

El verdadero discípulo, como el Maestro, no se asienta ni se acomoda, no se establece ni se congela, no busca en el exterior un bienestar que le adormece. Al contrario, está siempre de pie, el corazón encendido, la cintura ceñida, dispuesto a reemprender el camino una y otra vez, porque el centro de gravedad, el apoyo es Cristo, Vida nuestra.

Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa. Esta escena es como un preludio o un ensayo de la verdadera misión a la que estamos llamados, nuevos apóstoles, testigos de Cristo. Nos liberamos de todo lo que nos pesa, de nuestros condicionamientos y expectativas, y también de ese mirar obsesivamente a los estados de ánimo propios y ajenos y dejarnos afectar por las reacciones de los demás. 

Cumplimos la misión encomendada con un ojo en lo que toca hacer y otro en Él, sin preocuparnos de las opiniones o valoraciones del mundo, porque solo nos importa Aquel que nos autoriza, es decir, nos hace crecer… Lo demás es cháchara, eco, polvo que sacudimos de las sandalias.  

Mirar el mundo y sus reacciones y opiniones, o nuestras propias reacciones y opiniones, mundanas también si nos alejamos de Dios, es vivir con el alma encorvándose hacia la tierra, pero estamos llamados a vivir erguidos, ligeros, libres, casi volando…  diasdegracia.blogspot.com

Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban. El abismo es inmenso entre los que viven tratando de ser fieles a la misión y los que se dejan atrapar por los bienes de este mundo, con sus placeres efímeros. Por eso, no ponemos nuestra confianza en el mundo diabólico de los dormidos, sino en Jesucristo, el que ha recapitulado todo en Sí, como expresa la segunda lectura que es una síntesis de la Historia de la Salvación. Expulsamos, en primer lugar, a los demonios interiores que nos impiden ser fieles, y sanamos todas esas heridas del alma, que paralizan y no nos dejan convertirnos para predicar la conversión, darnos la vuelta para ver que Jesús, el Señor de la misericordia y la verdad, la justicia, y la paz, está aquí, en ti, en mí, y proclamarlo. 


                                                        Salmo 84

7 de julio de 2018

Creer en el hijo de María


Evangelio según san Marcos 6, 1-6

En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?”. Y se escandalizaban a cuenta de él. Les decía: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.

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Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado
Juan 6, 38

Asumiendo el desprecio de sus paisanos, Jesús nos enseña una de las lecciones más importantes de cuantas hemos venido a aprender: la humildad que nos hace considerar la voluntad de Dios como el eje de nuestras vidas. Es la base de la fe que permite reconocer en Jesús, el hijo de María, al Hijo de Dios, de lo que no fueron capaces sus conciudadanos.

Recordar lo que se profetizaba sobre Cristo: “Soy un gusano, no un hombre” (Salmo 21, 7) nos ayuda a entender por qué se abajó hasta el punto de ser despreciado por los más cercanos. No era Él quien necesitaba pasar por esa prueba, sino nosotros, para encontrarlo en lo pequeño, lo escondido, lo interior, lo que no se ve con los ojos, sino, como decía el Principito, con el corazón.

Los verdaderos discípulos no tienen ínfulas ni pretensiones; conocen su miseria y saben que sin Cristo no son nada. Es el camino descendente, del que hablamos a menudo por aquí, o el caminito pequeño de Santa Teresita, la infancia espiritual. Cuanto más pequeños nos sentimos, más grandes nos hace Dios, porque lo espiritual es infinitamente superior a lo visible.  diasdegracia.blogspot.com

Parece que no hacen nada, se dice de los que viven en la divina voluntad. La vida interior de Cristo supera con creces lo que nos transmiten los Evangelios; y Su Pasión fue, es, infinitamente más que unas horas de tortura, escarnio y agonía en la Cruz. 

Como sus contemporáneos, podemos elegir entre despreciar a Jesús o aceptarle como el único Maestro e imitar Su actitud. Seguirle es aprender Su misma sabiduría; conocerle es conocer al Padre y poder comportarnos “de una manera digna del Señor, procurando serle gratos en todo, dando frutos de toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios” (Colosenses 1, 9-10).

Conviene recordar que, tanto en la lengua hebrea como en la aramea, no existe un término particular para expresar la palabra primo y que los términos hermano y hermana tenían un significado muy amplio, que abarcaba varios grados de parentesco. 

Puede chocar que, si estamos hablando de Jesús y creemos que es el Hijo de Dios omnipotente, se diga: no pudo hacer allí ningún milagro. Santo Tomás de Aquino nos explica que ese “no poder” no debe relacionarse con el poder absoluto, sino con lo que es posible hacer de una manera congruente; y no es oportuno hacer milagros entre incrédulos. No cuestiona, por tanto, la omnipotencia de Dios. 

Para mostrar que Jesús procede del Padre y que es igual a Él, y fomentar la fe, a veces hacía los milagros con su poder, y otras veces escogía hacerlos mediante la oración. En la multiplicación de los panes, por ejemplo, mira al cielo; y en otras ocasiones, obra con su poder, como cuando perdonó los pecados, o resucitó a los muertos.

Algunos creyeron en Él, otros Le despreciaron… ¿Cómo no creer, si todo está a la vista para el que sabe mirar? Ciegos y necios seríamos como los de Emaús, si no viéramos las maravillas que Dios hace en nosotros cada día.

Sorprende la falta de fe de los paisanos de Jesús, que “miran sin ver y escuchan sin oír ni entender” (Mateo 13, 13). No creían a Jesús ni a Isaías ni a Ezequiel ni más adelante a Pablo…, ni ahora a nosotros cuando damos testimonio de Él… No ha de importarnos si nos hacen caso o no, como dicen la primera y segunda lectura. Nos basta su gracia, pues todo está en Él, lo demás lo dejamos en Sus manos. La felicidad es mirarle a Él, saber que colma todas nuestras expectativas. Mirarle con esperanza, como dice el Salmo de hoy (Salmo 122), para que Su misericordia nos consuele de tanto desprecio e ingratitud.

Para nosotros el Evangelio de hoy es una advertencia: quienes piensan conocer a Jesús, le cuestionan y se alejan; no creen en Él porque en realidad no Le conocen. Hasta los discípulos aparentemente fieles y convencidos dudaron cuando les dijo que Su Cuerpo es verdadera comida y Su sangre verdadera bebida. Y los apóstoles, sus íntimos, a excepción de Juan, le abandonaron en la hora de la Pasión, escandalizados y asustados, cuando Jesús se dejó conducir sin resistencia por sus enemigos (Lucas 14:27-29). No tenían una fe sólida, no Le conocían...

Todos los profetas se habían topado con el rechazo y el desprecio de sus conciudadanos. Los enviados de Dios encuentran, sobre todo en su patria, la oposición y el repudio. Jeremías se quejaba de este repudio, prefigurando al manso Cordero, que sería Jesús (Jeremías 11, 18-23). Las palabras que hoy dirige a sus paisanos: “A un profeta sólo lo desprecian en su tierra”; y  la escena que hoy contemplamos, nos la transmite Mateo de una forma casi idéntica (Mateo 13, 54-58) y, con mucho más detalle, Lucas (Lucas 4, 16-30). 

Los tres sinópticos coinciden en subrayar así la amargura de la incomprensión y el rechazo a Jesús, que Juan expresará de muchas formas, ya desde el inicio de su Evangelio (“vino a su casa, y los suyos no lo recibieron”), en sus cartas, y de forma misteriosa en el Apocalipsis. Juan nos transmite, con una belleza que está más allá de las palabras, a ritmo del Latido Sagrado que bien conoce el discípulo amado, esa danza que hemos de aprender para sortear las sombras, las tinieblas, las dudas y la confusión, hasta que la llama de la fe crezca y llene todo, ilumine nuestro ojo, nuestro corazón, nuestra vida, hasta la eternidad.



                            Laudate Dominum, Mozart, Barbara Hendricks


 AMOR PERFECTO

El colmo del Amor,
amor hasta el extremo:
amar al que te odia,
al que te ataca,
al que mira indiferente
cómo sangra la herida
que su envidia infligió
en tu piel inocente
o en tu confianza.

Amar al que traiciona,
al que ignora tu voz
implorando su ayuda. 
Amor sin medida
ni condición.


También al que se porta
como enemigo cruel,
sin razón ni motivo,
al que ofende y se burla,
al que te hace caer,
al rencoroso… 

La paradoja santa,
valor que abrasa el odio
y enciende el corazón.
Amor purificado
que dignifica,
y te hace fuerte, libre
para seguir amando hasta el final
como el Maestro.

Amor total, Amor,
fuego divino
inflamando la tierra,
espada de doble filo,
arrancándonos el miedo
con tajo firme,
cirujano preciso,
dolor que se transforma
en amor si le damos
peso de eternidad,
y todo, hasta el pecado,
tiene sentido, feliz la culpa
que mereció tal Redentor. 

Amor que salva
clavado en una Cruz.
De la Cruz a la Luz, 
del dolor al amor,
para la Vida.