29 de marzo de 2019

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Evangelio según san Lucas 15, 1-3. 11-32

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.”  El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a su campo a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado”.”


Regreso del hijo pródigo
                                                           El hijo pródigo, Murillo

El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Como es el terreno, tales son los terrenos; como es el celestial, tales son los celestiales.
1 Cor 15, 47-48

Las lecturas de hoy nos hacen reflexionar sobre el alimento. ¿De qué me alimento? ¿Cuáles son los apetitos que me mueven? ¿Me conformo con los frutos de la tierra o añoro el maná que alimenta el espíritu, además del cuerpo? ¿Soy consciente de que la Eucaristía es más que el maná, pues transforma al que comulga en Aquel que se ha hecho Pan por amor? ¿Tengo hambre, verdadera hambre de ese Pan? Casi siempre nuestros apetitos son del mundo y para el mundo: seguridad, amores condicionados, reconocimiento, placeres, poder, comodidades… No recordamos el Pan que sacia para siempre.

El hambre del sueño se sacia en el sueño. Pero hay un hambre y una sed que solo  puede saciar el verdadero Alimento, que no crea materia corruptible para el sepulcro, sino Vida eterna.

Dice San Agustín en Las Confesiones: "Lo que yo temo no es la impureza de los manjares, sino la impureza de mis apetitos". Esos apetitos llevaron al hijo pródigo a dilapidar su riqueza y desperdiciar su vida lejos de su padre. Benditos desengaños, los que permiten descubrir lo que no llena el vacío del corazón. Porque solo descubrir a Dios en nuestro interior logra colmar ese vacío, más angustioso que el hambre o la sed del cuerpo.
El Pan verdadero es Jesucristo; solo Él tiene palabras de vida eterna y nos muestra con rostro humano la Misericordia del Padre. Él es el Tercer Hijo de la parábola del Hijo Pródigo, como volvemos a descubrir en www.diasdegracia.blogspot.com. Misericordia, miseri cordis: el Corazón para los pobres, los humildes. Misericordia que llena la tierra, como dicen los salmos. Si la experimentas, puedes ser misericordioso. Recíbela para poder darla, compartirla, vivirla. Que tu meta sea ser otro Cristo, alter Christus, para acoger y repartir la misericordia de Dios. Hoy es el día en el que actúa el Señor en ti, si le dejas, si decides regresar, para ser uno con Él, hijo en el Hijo.

Es hora de emprender definitivamente el camino de vuelta a Casa. No queda mucho tiempo, ya no, tenemos un día de gracia, un instante de consciencia plena, donde somos capaces de anhelar el regreso y decidimos, elegimos con alegría y coherencia, porque vemos que no hay otra opción. O, si las hay, son para el polvo y para el viento, para seguir entre cerdos, mendigando comida de cerdos.

Solo es preciso recordar quiénes somos, soltar lastre, ver la tramoya de este teatro que es el mundo y regresar ,porque el espectáculo termina. La representación que acaba es la del hijo que ha olvidado Quién es su Padre y cuál es su hogar.
Volvemos a Casa con la alegría y la confianza del que sabe que hay Alguien que completa, restaura, perfecciona todo, toma las faltas, las distorsiones e incoherencias del pasado y las transforma en coherencia (co-herencia, herencia común) y propósito lleno de sentido.  

                                                 Can't live a day, Avalon

Paul Sédir (pseudónimo de Yvon Le Loup), cuya trayectoria hasta volver a Jesucristo me recuerda tanto a la mía, me brinda una de las muchas formas de explicar por qué escogimos dejar todo para regresar al único Maestro, al único Camino, al Único. Solo pueden entender plenamente estas reflexiones los que se hayan sentido alguna vez hijos pródigos (todos lo somos, de un modo otro). Los demás, los que no han experimentado el desgarro de la separación, que miren y escuchen, si quieren, a estos pobres trabajadores de la hora undécima (Mt 20, 1-16).
“Entre el lector de las parábolas y Jesús existe una larga distancia, un espacio muy vasto que no es un desierto, sino un mundo, varios mundos, poblados de luces, de sustancias, de fuerzas, de habitantes, y todo eso puede desviar el rayo de luz y deformar el sonido y la palabra divina. (…) De todas formas, hay que saber también que, en cuanto el oyente hace lo que hace falta, Jesús suprime la distancia, la disminuye incluso, en la medida en la que nos inclinamos bajo su dulce ley. Las vistas intuitivas están muy bien, pero ¿hasta dónde llegan? No es trabajo pequeño hacer que nuestras intuiciones se vuelvan tan puras, tan espirituales, tan vigorosas, que vayan a dar con la verdad allí donde esta se encuentra, es decir, en el centro de nosotros mismos, allí donde brilla la chispa del Verbo. Si los románticos, si los monistas, si nuestros jóvenes surrealistas hubieran comprendido que existe lo Creado y lo Increado, no hubieran hecho del hombre un dios omnisciente. No se imaginaban que el súmmum del arte o del pensamiento sea ponerse en estado receptivo, esperar y anotar las imágenes que pasan. Sin duda el verdadero místico se sitúa delante de Dios en estado receptivo, pero antes trabaja constantemente para hacer que todos sus órganos físicos y psíquicos sean capaces de recibir a Dios. El adepto oriental sigue esta disciplina según un sistema de conocimiento tradicional, y en ello se equivoca, puesto que todo sistema de conocimiento es provisional. Mientras que el servidor de Cristo, que olvida su propio perfeccionamiento para pensar únicamente en obedecer en el trabajo, ese, al dejar a su Maestro actuar en su lugar, no se equivoca en nada y llega al objetivo.
(…) La gente está inquieta o dormida. Ven mal o no ven. No han aceptado la palabra divina que el Verbo les murmura, no la quieren. Quiero decir que por el momento tienen miedo de ella, se resisten contra ella, más tarde la aceptarán, pero después de cuántas batallas. Sin embargo, podrían ser felices inmediatamente. Pero la materia, el mundo, y la razón les fascinan. Ya ves, somos una elipse. El adepto busca convertirse en un círculo, quiere que los dos focos sean uno solo, pero Cristo enseña que, por el contrario, es necesario abrir la elipse, proyectando uno de sus focos hasta el infinito.”

23 de marzo de 2019

Conversión. Todavía hay luz


Evangelio según san Lucas 13, 1-9

En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilatos con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.” Y les dijo esta parábola: “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”. Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas.”




Caminad mientras tenéis luz, para que no os os sorprendan las tinieblas, pues el que camina en tinieblas no sabe por dónde va. Mientras hay luz, creed en la luz, para ser hijos de la luz.
                                                                                            Juan 12, 35-36


            Tres años sin dar fruto. El tres es número de la totalidad; es decir, la higuera no da fruto en absoluto, y aun así, el viñador pide un año más. Lo normal, pobres higueras maltrechas y estériles, es que fuéramos taladas; las leyes naturales son implacables, lo saben los científicos. Pero he aquí que el amor de Dios, expresado en Su Hijo, supera toda ley, toda ciencia, toda lógica. Es un amor infinitamente paciente y misericordioso. 

            Para un Dios que es misericordia y perdón, no hay plazos ni amenazas. La buena nueva que inaugura Cristo transforma el Dios Juez en Dios Padre, y un padre tiene paciencia con sus hijos.
Con este Padre no hacen falta regateos ni compensaciones, porque "olvida nuestro olvido" de forma absoluta, como es Él, ante un corazón contrito y humillado (Sal 51, 19). Es la entrega y la humildad, confiarnos a Su cuidado, reconociendo nuestra propio desvalimiento, lo que nos concede el año de gracia.

            Hay una justicia divina que está por encima de los juicios y consideraciones humanos. La justicia exterior, de premios, castigos y justificaciones, es propia de hipócritas, si no va unida a la justicia interior, libre y compasiva. Dice San Pedro: Sobre todo, tened entre vosotros un ferviente amor, porque el amor cubre una multitud de pecados (1 Pe, 4, 8).

En Jesucristo la paciencia es conmovedora, es decir, mueve a, motiva, despierta, desencadena, en el más profundo sentido de la palabra: libera de la esclavitud a la que nosotros mismos nos sometemos, pues el Egipto opresor está dentro de nosotros, y la tierra prometida que mana leche y miel, también (Ex 3, 17).

El amor de Jesucristo vence no solo a la dictadura de la ley, sino incluso a la lógica y al sentido común. La evidencia es que no hay fruto, y el árbol que no da fruto debe ser talado, pero Él pide una "prórroga" y se compromete a cuidarlo aún más, abonándolo y cavando alrededor. Él trabaja en el árbol, en la higuera que somos, porque aunque durmamos o nos olvidemos, Él no nos olvida (Is 49,15). Cuando nos abandonamos a Él con humildad y confianza, Cristo, que es Palabra Viviente, nos va transformando.

¿Qué tenemos que cambiar en nuestro interior para que los cuidados que el Viñador nos prodiga sean fructíferos? ¿Cuántas oportunidades, cuántos años de paciente espera nos serán concedidos? El Amor no mide ni cuenta. Si hemos escogido permanecer unidos a Jesucristo, tarde o temprano, daremos fruto. Él mismo se ha hecho fruto para darse por nosotros y sigue cuidándonos, abonándonos, cavando alrededor, confiando en que un día dejaremos de ser estériles, cuando recordemos que somos sarmientos que unidos a la Vid nos alimentamos de su misma savia, y separados de ella nos secamos y morimos (Jn 15, 6-8).

Solo podemos responder con amor y disponibilidad a tanto amor y dedicación. Ya no vivimos pendientes del premio o del castigo, porque cuando se ama no se comercia ni se trafica ni se regatea, todo es un derramarse gratuito. Ya estamos reconciliados con Dios, que no es un juez implacable; Jesucristo nos unió a Él en calidad de hijos. Queda reconciliarnos con nosotros mismos, entre nosotros, y cada uno consigo mismo. Ahí radica, nunca mejor dicho, la raíz que hace estéril; en esa división interior que se refleja en el exterior. Quien, a pesar de las incansables llamadas al amor, sigue oprimido por su faraón interior, el egoísmo, está siendo gobernado por la muerte y sus secuaces, y morirá sin haber dado fruto. Porque vivir para el ego y sus miserables parcelitas de seguridad y comodidades es morir (Mc 8, 35).

            Y es que en el Evangelio de Lucas hay una paradoja aparente. Si el Viñador es infinitamente misericordioso y paciente, ¿por qué Jesús, antes de relatar la parábola, dice que si no nos convertimos moriremos? Porque estamos dotados de libre albedrío y por mucho que Él haga por favorecer el cambio en nosotros, hace falta que lo aceptemos. Un gesto de aceptación, apenas media vuelta, lo que permite dejar de mirar paisajes estériles, para mirarle a Él, la fuente de la Vida. Conversión, en griego metanoia, significa volverse, darse la vuelta. Es un movimiento interior de transformación de mente y corazón, que cambia los significados y el sentido de la vida.

Metanoia, teshuvá en hebreo, conversión, arrepentimiento… Todas estas palabras señalan a ese gesto o cambio de mente y de corazón que permite mirar de un modo nuevo, no ya a la manera egoísta del mundo, sino a la manera generosa, abierta y disponible de Jesús. www.diasdegracia.blogspot.com Y es que el Dios Padre que vemos en Jesús no es un contable ni un chantajista; la conversión es una necesidad, porque Él puede hacer todo por nosotros, ya lo ha hecho, a excepción de una cosa: no puede escoger por nosotros. 

            Cuando Jesús alerta: si no os convertís, todos pereceréis, no está amenazando, sino aludiendo a ese cambio necesario de mente, corazón y actitud, el movimiento interior imprescindible que permite la muerte del ego. Es morir a lo falso, para volver a nacer de agua y de Espíritu (Jn 3, 5). Solo se puede experimentar la conversión cuando se está dispuesto a dar ese paso decisivo, cuando uno se atreve, en lo más recóndito de su ser a rechazar para siempre lo que sobra en su vida, para recrearla en la dimensión de los hijos de Dios.

La palabra arrepentimiento suscita a veces cierta repulsa, pero su significado verdadero, volverse, cambiar de mente, no tiene nada que ver con el remordimiento: volver a morder (se). El arrepentimiento consciente es el fuego purificador donde el ser humano se acrisola y se transforma. No podemos esperar a ser perfectos para amar lo bueno, lo bello, lo verdadero. De ese amor a lo perfecto, desde nuestra evidente imperfección, nace el arrepentimiento consciente, sincero, transformador y liberador.

En la Oración del Corazón: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten misericordia de mí, pecador, la constatación del propio pecado y el reconocimiento de la gracia de Jesucristo, se unen para que el primero sea transmutado en virtud de la segunda.

Una de mis palabras favoritas en castellano es todavía, por su connotación de  esperanza, cuando tiendes a ver el vaso medio lleno y no medio vacío. Igualmente bella es aún, con su resonancia mántrica. Todavía estamos a tiempo, aún podemos dar fruto. Caminemos, trabajemos, demos fruto mientras hay luz (Jn 12, 35).


OLVIDO
                                                                                                  No se comienza por aprender,
                                                                           sino por recordar.
                                                                                                                                Ismail Hakki 
Cómo anhelas la Luz,
pez boqueando,
a punto de morir
fuera del agua.
La Luz es tu placenta,
el medio necesario,
cálida vaina
que te protege
de tus penumbras,
de la sombra que eres
cuando olvidas tu herencia
y tu destino.
O cuando, separado
racimo de la vid,
te vas secando, exánime,
y antes de ser nada,
te miras en la nada
y no ves nada.



METANOIA
                                                                                                                    Jesús le dice: "María". Ella se vuelve y le dice“¡Rabboni!”, que significa “¡Maestro!”
                                                                                                                                       Juan 20, 16

No sé de cuántas formas
habré escrito mi nombre...,
y todas ilegibles,
incomprensibles todas,
falsificaciones
de un original
más sencillo y fiel,
más claro y esencial.
Solo él me nombra
y me hace libre
si al oírlo me vuelvo,
reconozco Su voz,
recupero mi voz
y Le respondo.

La misericordia de Dios, es el amor que obra con dulzura y plenitud de gracia, con compasión superabundante. La mirada dulce de la piedad y del amor jamás se aparta de nosotros; la misericordia nunca se acaba. He visto lo que es propio de la misericordia y he visto lo que es propio de la gracia: son dos maneras de actuar de un solo amor. La misericordia es un atributo de la compasión, y proviene de la ternura maternal; la gracia es un atributo de gloria, y proviene del poder real del Señor en el mismo amor. La misericordia actúa para protegernos, sostenernos, vivificarnos, y curarnos: en todo esto es ternura de amor. La gracia obra para elevar y recompensar, infinitamente más allá de lo que merecen nuestro deseo y nuestro trabajo.
                                                                                         Juliana de Norwich




           Antonio Machado esperaba que un milagro de la primavera hiciera revivir su corazón, marchito de tristeza, cansancio y ausencias, para seguir caminando hacia la Luz y hacia la Vida. Confiamos en Jesucristo, nuestro Viñador paciente, eterna Primavera esplendorosa para el que cree en Él, y acepta el milagro discreto y decisivo de Su Presencia en cada corazón. 

16 de marzo de 2019

Luz de eternidad


Evangelio según San Lucas 9, 28b-36

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto del monte, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de resplandor. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y espabilándose vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: “Maestro, ¡qué hermoso es estar aquí! Haremos tres chozas: una para tí, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: “Este es mi Hijo, el Elegido; escuchadle”. Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

                                                 La Transfiguración, Icono bizantino

                            Oh Verbo, Luz inmutable, Luz del Padre sin nacimiento:
                             con tu Luz, que apareció hoy en el Monte Tabor,
                             hemos visto al Padre Luz y al Espíritu Luz
                             que iluminan toda la creación.                                                            
                                                                    Exapostelario (Liturgia ortodoxa)

Hoy se manifiesta lo que los ojos de la carne no pueden ver: un cuerpo terrestre irradiando esplendor divino, un cuerpo mortal rebosante de la gloria de la divinidad. Las cosas humanas pasan a ser las de Dios, y las divinas a ser humanas.
                                                                                                 San Juan Damasceno

Tras la fulgurante teofanía, Pedro, Juan y Santiago bajan del monte y vuelven a la normalidad aparente guardando silencio sobre lo vivido. Secretum meum mihi, "mi secreto es para mí", decía el profeta Isaías y María "guardaba estas cosas en su corazón". Mantener a resguardo los dones y revelaciones recibidos es prueba de humildad, de reverencia ante el Misterio, de actitud contemplativa que permite a la divinidad seguir revelándose e ir transformándonos para recibir y comprender dones mayores

Decidimos bajar de la montaña, en lugar de instalarnos en un vislumbre de lo verdadero, por muy hermosa y trascendental que haya resultado la experiencia. Renunciamos a montar una tienda en cada uno de los paisajes agradables y seguros que vamos encontrando en el Camino hacia Dios. Escogemos ser valientes y proseguir la marcha, bajar del monte, en ese camino descendente de renuncia y desprendimiento que es el seguimiento de Jesús, para, como Él, culminar la tarea antes de volver a la casa del Padre, el hogar verdadero, no una tienda en un campamento acogedor y luminoso. Pero no somos los mismos que antes de subir al Tabor, porque las manifestaciones de Dios recibidas con asombro y disponibilidad nos van asimilando a Él. www.diasdegracia.blogspot.com 

Decidimos bajar, en lugar de instalarnos, conformarnos o acomodarnos, por muy bien que se esté, porque hay una misión que cumplir y ya no nos motiva el "estar" sino el Ser. Descendemos del Tabor, conservando en el corazón la memoria fiel de lo que allí hemos visto y experimentado: el alba de la resurrección, la gloria de Cristo, que anticipa nuestra propia gloria.

            Dice el místico sufí Abû–l–hasan al–harrâlî: “Concentrarse al principio del desarrollo espiritual en las cosas de este mundo es un extravío, y hacerlo en las del Otro Mundo es una buena orientación. Pero concentrarse al final del desarrollo espiritual en las cosas de este mundo es una perfección, y hacerlo en las del Otro Mundo es síntoma de ceguera.”

            Cuando hemos visto la luz del Tabor y la hemos reconocido como nuestra propia luz, como el sueño que Dios soñó para nosotros antes de todos los tiempos, bajamos de la montaña, porque hemos comprendido que la fase “descendente” es la culminación de la perfección. Nuevos cielos, nueva tierra: la materia iluminada por la gloria del Espíritu.

Nos asomamos una vez más al misterio del cuerpo glorioso, la carne transfigurada que Jesucristo, Luz del mundo, inaugura. Es la aparente paradoja del cristiano: consciente de su cuerpo mortal, y, a la vez, convencido de la trascendencia. El cuerpo es elevado a una dignidad jamás pensada, un destino de Gloria eterna. Jesucristo lo ha glorificado, al encarnar como uno de nosotros.

Así lo explica San Pablo: “Se siembra un cuerpo corruptible, resucita incorruptible; se siembra un cuerpo sin gloria, resucita glorioso; se siembra un cuerpo débil, resucita lleno de fortaleza; se siembra un cuerpo animal, resucita espiritual” (1 Co 15, 42-44). 

                                              La Transfiguración de Jesús, Rubens

El Tabor prefigura la Resurrección. Jesucristo ha glorificado el cuerpo, ha iluminado la materia a través de Su Encarnación-Cruz-Resurrección. Ha tomado el sufrimiento, lo efímero, la caducidad de la carne, consustanciales a nuestra condición; ha tomado todo lo que nos separaba de Él y lo ha transformado.

 Hoy volvemos a decidir, optamos de nuevo por la Única Opción, que es la vida en Él. Y no queremos montar tiendas en cada experiencia hermosa, segura, confortable…, transitoria al fin, porque recordamos nuestra vocación inicial y la aceptamos con alegría. Entonces, todo lo que vemos como desgaste y entropía irá cayendo como piel muerta, para dejar que salga a la luz ese cuerpo luminoso, transfigurado, que ya somos.

            En el libro El misterio del sacrificio, dice Sédir: “La existencia presente no es más que un entrenamiento para la vida eterna. Hoy debemos luchar, acabar con nuestro egoísmo. Debemos hacer de nuestros cuerpos y de todas nuestras facultades una imagen lo más parecida posible a la que será en nuestra transfiguración futura. Porque somos teóforos: portadores de Dios, iluminados desde adentro con la Luz que ya transfigura el cuerpo como anticipo de la Resurrección.

              “¿Quién quiere vivir para siempre cuando el amor va a morir?”, canta Queen. No quiero ser inmortal, sino volver a Casa, hija pródiga, resucitada. El inmortal no muere, y yo sí quiero morir, porque el que no muere, no da fruto, el que no muere, no resucita, el que no muere, no vive para siempre con el Señor de la Vida y del Amor. 

HIMNO Nº 15 AL AMOR DIVINO

Nos despertamos en el cuerpo de Cristo
cuando Cristo despierta en nuestros cuerpos.
Bajo la mirada y veo que mi pobre mano es Cristo;
él entra en mi pie y es infinitamente yo mismo.
Muevo la mano, y esta, por milagro,
se convierte en Cristo,
deviene todo él.
Muevo el pie y, de repente,
él aparece en el destello de un relámpago.
¿Te parecen blasfemas mis palabras?
En tal caso, ábrele el corazón,
y recibe a quien de par en par
a ti se está abriendo.
Pues si lo amamos de verdad,
nos despertamos dentro de su cuerpo,
donde todo nuestro cuerpo,
hasta la parte más oculta,
se realiza en alegría como Cristo,
y este nos hace por completo reales.
Y todo lo que está herido, todo
lo que nos parece sombrío, áspero, vergonzoso,
lisiado, feo, irreparablemente dañado,
es transformado en él.
Y en él, reconocido como íntegro, como adorable,
como radiante en su luz,
nos despertamos amados,
hasta el último rincón de nuestro cuerpo.

                                                                                   Simeón el Nuevo Teólogo