31 de mayo de 2014

Ascensión


Evangelio de Mateo 28, 16-20

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.  Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.



                             La Ascensión, Juicio Final y Pentecostés, Fra Angelico
                                        
Gozamos ya de la resurrección como seres de la nueva creación, habiendo pisoteado con y por Cristo la muerte y el pecado. 

                                                                         Matta el Meskin


Con la Ascensión, Jesucristo cumple el ciclo de ida y vuelta al Padre. La cortina de la carne ya no le aprisiona; ha vencido las limitaciones de la materia.
Él ha prometido no dejarnos solos y enviarnos el Espíritu. Falta nos hace para caminar sin verle ni escucharle con los ojos y los oídos del cuerpo. Es la fe la que nos da la certeza de que sigue a nuestro lado, invisible aunque realmente presente.

          ¿Cómo no creer que se ha quedado con nosotros para siempre, sacramentalmente y en nuestros corazones, Aquel que por amor se convirtió en el “gusano” de Dios (Isaías 41, 14; Salmo 22, 7), y bajó a los infiernos para liberarnos del pecado y abrirnos las puertas de la eternidad?   
          “Eclipse de Dios”, preciosa metáfora de Benedicto XVI; así son nuestras vidas casi siempre. Y así debió de ser, infinitamente más profundo y desgarrador, el eclipse de Dios que vivió Jesús, para que con el nuevo sol llegara la luz a todos los confines del universo.

Él ya nos atrajo hacia Sí cuando fue elevado sobre la tierra (Jn 12, 32), por eso nuestro destino es ascender. Para seguirlo en la ascensión, tenemos que recorrer primero el camino de humildad que Él recorrió durante su vida terrenal. 
Cristo nos atrae hacia Sí, no ya desde la ascensión, sino desde el mismo momento en que esta comienza, que es en la cruz. 
            La ascensión a la que Él nos llama es el triunfo de la libertad. Por eso, para elevarnos hacia Él, tenemos que desprendernos del lastre, de todo lo que encadena y tira hacia abajo: las pasiones, los apegos, el egoísmo…, ir acostumbrándonos a ese Reino de lo sutil donde todo es perfecto en su transparencia, en su vertical ligereza, en ese anhelo de seguir ascendiendo hacia planos cada vez más sublimes de conciencia, de comunión con Cristo.

La plenitud de la gloria no acompañó a Jesús antes de la Pasión, pues su condición humana le mantuvo en un cierto alejamiento temporal del Padre, aunque nunca dejó de ser Uno con Él, gracias a su naturaleza divina. ¿Cómo, entonces, podríamos nosotros, pobres criaturas limitadas, ser ya pura luz, puro Ser, pura gloria, como algunos pretenden?

Cabodevilla nos ayuda a adentrarnos en estos Misterios: “Cristo llegó a ser centro del mundo solo después de haber terminado su sacrificio, “pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo.” (Col 1, 20). Ahora bien, este sacrificio suyo lo llevó a cabo en carne humana mortal. Mientras no lo hubo consumado, hallábase abatido por debajo de los ángeles (Heb. 2,7), capaz de ser consolado por ellos (Lc 22, 43); solo después de resucitar “fue constituido mayor que los ángeles.” (Heb. 1, 4)”

            Porque por nosotros mismos no podemos elevarnos. Jesucristo, que en el momento de su muerte portaba en su carne a la humanidad entera, al ascender se lleva como “trofeo” la carne humana glorificada.

Eso es lo que ganó para nosotros con su Muerte–Resurrección–Ascensión. Así lo resume San Ambrosio: “Bajó Dios, subió hombre”. Y San Zenón: “Bajó purus del cielo, entra en el cielo carnatus.” Se lleva el cuerpo, la carne humana que recibió de María, más que transfigurada e incorruptible, plenamente glorificada. Y llevándose su cuerpo, prefigura la elevación de los nuestros, llamados a la incorruptibilidad.

El pasaje que hoy contemplamos de Mateo es mucho más sobrio al mencionar la ascensión que el relato de Hechos de los Apóstoles 1, 1-11, que también leemos hoy y que es una escenificación que elabora Lucas para que entendamos. También en su Evangelio, Lucas 24, 46-53, como en otras muchas escenas del Nuevo Testamento, se incluyen símbolos y alegorías, formas de expresar o de intentar explicar lo inexplicable. Lo esencial no es la forma en la que sucedió la Ascensión, el regreso de Jesucristo al Padre, sino su realidad ontológica.

Y es que Jesús, que nunca perteneció a este mundo, después de resucitar está libre de los condicionamientos de la carne y ya no vive en las coordenadas espacio-temporales que conocemos. Si con la encarnación descendió, humillándose, con la resurrección asciende, es glorificado.

San Bernardo señala tres niveles en el descendimiento: la encarnación, la cruz y la muerte; y tres en el regreso al Padre: resurrección, ascensión y asentamiento a la derecha del Padre (Mc 16, 19). Nuevo símbolo, pues el Padre no tiene derecha ni izquierda.

En su vida terrena Jesús era verdadero Dios, además de verdadero hombre, pero el velo de la carne con sus limitaciones le mantenía en cierto modo alejado de su verdadera gloria. Y en su glorificación definitiva, Jesucristo nos otorga el don supremo, nos abre las puertas a nuestra propia glorificación, pues, ascendiendo como verdadero Dios y verdadero hombre, ensalza la naturaleza humana y hace posible la promesa de nuestra inmortalidad.

El Hijo se une al Padre y, a la vez, maravilla del Misterio, se queda con nosotros como prometió. Hace de nuestros corazones su morada, si queremos hospedar a tan adorable Huésped. No se va, se queda con nosotros, presencia invisible, en la Eucaristía y en nuestro interior.

Está en el Padre, está en la Eucaristía, está en mi corazón… Es ahora cuando el verbo “estar” sobra o, mejor dicho, se queda corto. ¡Es en el Padre, y en la Eucaristía, y en mi corazón!  Ya no tenemos que mirar alelados el cielo por el que lo hemos visto alejarse o nos han dicho que se ha alejado. Hagamos caso a los ángeles y reanudemos el camino con alegría, porque Él no se ha ido, no se ha alejado, sigue siendo plenamente, en el Padre, en la Eucaristía, en ti, en mí.

Puede ser difícil vivir estas verdades si no se comprende, y se interioriza, que hay dos formas de existencia.
La del mundo, del que, por Cristo, ya no somos, que es la que nos resulta familiar. Está condicionada por el espacio, con sus tres dimensiones, limitadas y concretas, y el tiempo, con su discurrir inexorable, ante el que nos sentimos indefensos, vencidos de antemano. Me refiero al tiempo cronológico, pues hay muchas otras dimensiones del tiempo que no nos encarcelan –al contrario– y de las que hablaremos otro día.
La segunda forma de existencia, el nuevo mundo al que estamos llamados, en el que ya somos, aunque no nos demos cuenta, es la verdadera realidad, la dimensión eterna que nos corresponde, a la que Cristo asciende, ya en plenitud, sin por ello dejarnos. Porque es una realidad que se trenza con la otra, la de lo aparente, lo material, y lo sublima, espíritu y materia, trascendencia e inmanencia, Unidad, al fin.

Unidos a Él, ya estamos en el cielo, en la gloria, en el siglo venidero, aunque aún no nos hayamos despojado de los velos, a veces tan tupidos, de la carne. Contemplamos esta Maravilla con mirada de poeta y corazón de niño en diasdegracia.blogspot.com .
El viejo hombre y el viejo mundo han pasado; la nueva creación nos reclama. Vivamos ya la nueva vida de resucitados; hombres nuevos, capaces de ser testigos de Jesucristo y de llevar a cabo la misión que Él mismo nos ha encomendado: guardar, enseñar, compartir Su Palabra. Porque Aquel que tiene pleno poder en el cielo y en la tierra está con nosotros y Es en nosotros, todos los días hasta el fin del mundo.





24 de mayo de 2014

Una misma Vida


Evangelio de Juan 14, 15-21 

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis, y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él”.


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¿Por qué he de preocuparme? No es asunto mío pensar en mí. Asunto mío es pensar en Dios. Es cosa de Dios pensar en mí.
                             
                                                                                                          Simone Weil
 

              Durante la semana, releo una y otra vez este precioso pasaje del Evangelio, que expresa el Misterio de la Santísima Trinidad. Pienso en él, reflexiono sobre él, y no logro alcanzarlo con la mente racional, ni siquiera intuirlo. Vuelvo a contemplarlo, ya con el corazón, intento concebir ese prodigioso intercambio de amor, y empiezo a vislumbrar el destino trinitario de cada ser humano. No lo entiendo, pero lo siento, lo experimento con el anhelo del corazón.
 
              Ya no pienso en este Misterio inefable; ya no lo pienso, tampoco lo siento..., porque por un momento lo vivo, y sé que la Trinidad Es en mí. El Padre, en mí; el Hijo, en mí; el Espíritu Santo, en mí. Porque para Dios no hay nada imposible y Él quiere morar en cada ser humano. Más difícil resulta convencer a la mente de que puedo estar completamente en cada uno de ellos: en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo. En cada Uno toda yo, entera, sin reservas…                           
 
              Creo que no hay que tener aprensión a reflexionar sobre estos Misterios sin ser teólogos, si se renuncia a clasificarlos y entenderlos con la razón. A los que hemos tenido una formación quizá demasiado intelectual, nos atrae hacerlo.
              Me aburren los debates políticos, casi nunca entiendo un chiste a la primera, suelo sentirme fuera de lugar en conversaciones “normales”, del mundo y sus afanes… Y en cambio, me gusta reflexionar, saborear, empaparme y dejarme llevar por conceptos llenos de sugerencias como perichoresis, hipóstasis, circumincessio, menein… Son conceptos y son más, mucho más, infinitamente más, pues designan realidades trascendentes e inmanentes a la vez, que transforman y liberan, y tendremos ocasión de recordar, y revivir, los próximos domingos.
 
            La clave es que la mente no estorbe, que reconozca sus límites y acepte de antemano que no va a llegar a rozar, ni por asomo, la esencia del Misterio. Gracias a Dios, no es una mente retorcida, suele ser un instrumento bastante limpio y simple, capaz de verlo todo por primera vez, con la inocencia y la capacidad de asombro de los niños. Y eso impulsa y eleva, porque hay que hacerse como niños para poder vislumbrar esa inmensidad de amor amándose, recreando el universo sin cesar.
 
           ¿Podría Dios querer ser solo Dios, solo Luz, solo Ser, sin formas ni figuras, sin nombres, sin individuos, un Mar sin olas? Claro, cómo no iba a poder, si Él lo puede todo… Lo que importa y nos llena de alegría es que no es esa Su Voluntad. Es Luz, es Ser y Es en todos y cada uno de nosotros, hoy y para siempre; lo sabemos por las promesas del Hijo, en quien está el Padre de un modo completo. Lo ha expresado de tantas formas:
 
En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. (Jn 14, 2)
 
No volveré a beber el fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios. (Mc 14, 25)
 
No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos. (Lc 20, 38)
 
El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y el que vive y cree en mí no morirá para siempre (Jn 11, 25-26)
 
Venid vosotros, benditos de mi Padre… (Mt 25, 35)
  
Hoy estarás conmigo en el Paraíso. (Lc, 23, 43)
 
           Reconocer a Dios en Su Hijo es la sublimación y el perfeccionamiento del recuerdo de Sí, al que aluden tantas tradiciones, que lleva implícito el olvido de sí. Con Jesucristo, algo nuevo ha surgido; ya no nos sirven los viejos parámetros; todo es radicalmente nuevo y todo se ordena en torno a Él.
            Por eso los verdaderos discípulos han de hacer de Jesús el centro, la base y el objetivo de sus vidas, el Compañero fiel en un camino en el que ya no estamos solos.           
              Uniéndonos a Cristo, somos Uno con Él y con todo. Estando en Él, que es la consciencia atemporal, podemos vivir atentos, despiertos, reales. Porque somos Uno en Su Cuerpo Místico, Él se encarga de vivificarnos, completarnos, recrearnos, para que la obra de Su redención llegue a plenitud y seamos perfectos como Él, como el Padre, en unión del Amor del Espíritu Santo.
             Es el amor verdadero, incondicional y definitivo. Amor que es Unidad, que es Verdad y Vida y por eso nos hace ser libres, nos hace Ser.
 
            Creer en Él, aceptar sus mandamientos y guardarlos, es lo único que se nos pide. Lo voy comprendiendo en un nivel más profundo. Parece sencillo, y lo es, pero, a la vez, es tarea delicada, para “hilar fino” y crecer en fidelidad. No es fácil decidir creer en Él contra viento y marea en estos tiempos, y menos ser consecuente con esa decisión, porque a veces el mundo, el demonio y la carne se disfrazan de enseñanzas sutiles o amores efímeros que quieren durar y no pueden.        
 
             Apostemos fuerte, vayamos “a por todas”, recordando que nos jugamos la Vida eterna. Vivamos desde ahora unidos a este Amor infinito, sabiendo que, incluso cuando atraviesas la noche oscura de la desolación o cuando Le olvidas, Él nunca se olvida de ti y sigue a tu lado, esperando que vuelvas a prestarle atención y ames como Él nos ha amado, totalmente, sin condiciones ni medida.
 
             Esta es nuestra vocación, para tantos como nosotros tardía y felizmente descubierta: recorrer lo que resta de camino conscientes de su presencia, que es fuente de amor, a nuestro lado y dentro, muy dentro de todos y de cada uno (intimior intimo meo et superior summo meo).
 
            Con palabras de San Agustín, volvamos a meditarlo, agradecerlo, hacernos conscientes de tal don, consagrarnos y comprometernos, con una decisión alegre y definitiva que nos mantenga unidos para siempre al amor del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo:
¡Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva! Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera te andaba buscando. Me lanzaba todo deforme entre la hermosura que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste, y más tarde me gritaste, hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste, y con tu tacto me encendiste en tu paz.
 
 
 
 
 

              Si nos detenemos, si nos paramos (los argentinos usan el verbo "pararse" para decir "ponerse de pie"), si nos levantamos, verticales, disponibles, quietos y callados, atentos, vacíos y libres, la Luz que es Cristo en nosotros se nos revelará, llenándonos de Su Amor.
 
PAUSA
 
Tardé tanto en convencerme
de que correr y  morir son lo mismo…
Alguna tregua breve,
y vuelta a la tortura de la noria,
donde luces y sombras se suceden
y se mezclan aturdidas.
 
Tardé siglos en darme cuenta
de mi prolongada, absurda muerte
y un instante sólo en detenerme,
el instante preciso para ver
que vivo y reconocer
mi peso, mi paso, mi volumen,
el misterio que alienta
en mi cuerpo y lo trasciende
difuminando sus bordes,
uniendo mi vida a la Vida.
 
Un instante sólo en detenerme,
reconocer que Soy
y Ser.
  

17 de mayo de 2014

"Quien me ha visto a mí ha visto al Padre."


Evangelio de Juan 14, 1-12 

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”. Tomás le dice: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” Jesús le responde: “Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. Felipe le dice: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús le replica: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores. Porque yo me voy al Padre”.


               Juan reclinando su cabeza en el pecho de Jesús, Icono ortodoxo


El camino del cristiano lo encontró Aquel que es “el camino” y es una felicidad encontrarlo. El cristiano no se pierde en los rodeos y es salvado felizmente para la gloria.
Soren Kierkegaard


La perfección se llama Jesucristo; el camino de la perfección es Jesucristo; la fuerza para seguir este camino es Jesucristo. Singular unidad, innombrable multiplicidad, sueño inconcebible, realidad indestructible. He aquí el objetivo del Universo, he ahí el propósito de mi existencia.
Paul Sédir


    Jesucristo es Camino Verdad y Vida. Por eso, sus discípulos han de aspirar a convertirse en morada Suya, interiorizando, haciendo propias Su enseñanza y Su destino.
El cristianismo es una Persona, un hombre que también es Dios y quiere que nos unamos a Él. En Jesús hallamos la perfecta expresión de esa unidad a la que estamos llamados, ya que, al hacernos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, podemos participar de la unión divina.

Por nuestra incorporación a Cristo, alcanzamos nuestra verdadera esencia e identidad en Aquel que se ha hecho uno de nosotros para que nosotros seamos uno con Él y con el Padre. Porque la vocación original y definitiva del hombre es la unidad con el Único.

Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios, dice San Atanasio. Él ya nos atrajo hacia Sí, por eso nuestro destino es ascender, como Él ascendió.
De ahí la flaqueza de que se gloría S. Pablo (2 Cor 12, 10). Aunque sin Jesucristo no podemos nada, con Él lo podemos todo. A través de Él, vamos llegando a niveles más sutiles de comunión con Dios, trascendiendo formas, nombres e impresiones sensoriales.

Jesús es nuestro guía hacia la más íntima fusión con la propia esencia de la divinidad. De Su mano, sin perder Su presencia serena y protectora; junto a Él, enamorado de cada alma individual, hacia la Unidad.

Qué diferente el cristianismo de esas religiones en las que la meta es la disolución en lo Absoluto. Hubo un tiempo en que anhelé ese destino: disolverme, acabar, fundirme en el Todo, dejar de ser… Hasta que me enamoré definitivamente de Jesucristo y descubrí que con Él no nos disolvemos ni desaparecemos, no perdemos la individualidad que Él ama y con la que Le amamos; solo abandonamos el hombre y la mujer viejos, incapaces de amar, que ya no somos, para ser de verdad y amar de verdad.

Con Él y por Él puedo llegar al centro mismo del Ser, sin disolverme, sin perdernos el uno al otro ni desaparecer. No se trata de un apego a la propia individualidad, que sería más fruto del ego que del amor, sino, precisamente, de la voluntad de seguir amando de Aquel que salió de Sí para encontrarse conmigo, y contigo.

Por eso podemos escuchar a Jesús hablar de “Su mano” y de “la mano” del Padre (Jn 10, 27-30), sin que nos parezca una contradicción con esa meta de Unidad inefable a la que nos dirigimos. Alguno puede pensar, tal vez con cierta condescendencia, que eso quiere decir que aún nos aferramos a los niveles de comprensión inferiores, que necesitan dar forma humana al Padre para asimilarlo a nuestros parámetros mentales. Sí y no. Sí y más, mucho más. Porque en Jesucristo cabe todo, vertical e infinito, lo limitado y lo ilimitado, lo material y lo espiritual, lo denso y lo sutil, la multiplicidad y la unidad, lo personal y lo transpersonal, todo, ascendido y trascendido, glorificado en Él y con Él.
El verdadero no-dualismo, el que no cae en un dualismo más limitador, no rechaza ni pretende superar nada, porque integra todo, es todo. Los niveles más elementales de comprensión quedan así incluidos en los más elevados niveles de conciencia. El Niño Jesús del pesebre es compatible con el Verbo increado; realidad histórica y, a la vez, símbolo y realidad metafísica.

Solo en este conocimiento esencial que nos brinda el corazón, pasando por encima de la mente y sus límites, podemos asumir los Misterios, inalcanzables por el intelecto, como el de la Santísima Trinidad: tres Personas y un solo Dios.

De la mano de Jesucristo, estamos llamados a ser Uno con el Único Ser divino, sin dejar de ser individuos. Ola y mar, gota y océano, Vid y sarmiento, Luz de Luz y luz individualizada (de in-diviso). Estaremos, estamos, en Dios, sin dejar de ser nosotros.

Jesús, que está a la derecha del Padre, está también en el corazón del hombre, porque ha querido acompañarnos hasta el fin de los tiempos. Dios habita en nosotros para ser Uno con cada hombre, con cada mujer, en un abrazo universal que no excluye a nadie. Ya no se trata de pertenecer o no al pueblo escogido, ni siquiera se trata de ser "buenos", sino de vivir esta Presencia interior inefable, conscientes de cómo nos va transformando, hasta que nos incorporemos –qué preciosa palabra, in-corpore-mos– totalmente en Él. 

Él se encarnó por nosotros, pero ya antes era y, después de subir al Padre, siguió siendo. Nos llama a nosotros a esa vida de plenitud luminosa que integra las otras, las de las formas, los nombres y la temporalidad. Pero si nos quedamos en lo temporal, bloqueados en ello, no llegaremos a lo más sutil, lo más sublime, lo absolutamente perfecto.

“Yo y mi Padre somos uno” (Jn 10, 30); es todo lo que hemos de comprender y también lo que hemos de experimentar en esta “gran tribulación” donde nos vamos acrisolando. Para poder decir, sentir, vivir que el Padre es uno con nosotros, tenemos antes que soltar todo lo que no somos, y esto no suele resultar tan fácil como puede parecer. A veces cuesta sangre, sudor y lágrimas; esas lágrimas que Él enjugará, cuando alcancemos las fuentes de agua viva a las que nos guía (Ap. 7, 9, 17).