31 de octubre de 2022

Comunión de los Santos

 

Evangelio según san Mateo 5, 1-12a

En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos. Y él se puso a hablar enseñándoles: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán “los hijos de Dios”. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”.


                                           Políptico del Cordero Místico, Hermanos Van Eyck 

   Sólo tenemos una vida, hemos de ser santos.

                         San Maximiliano María Kolbe.

De acuerdo, Maximiliano, hombre generoso y valiente. Ser santo es imitar y seguir a Jesús desde la gran tribulación, este mundo de división, lucha, conflicto, separación, muerte y entropía que ya pasa. A Su presencia nos dirigimos, como el grupo que aparece en la primera lectura de hoy (Apocalipsis 7, 2-4.9-14), unidos, en este viaje de vuelta al Origen del que venimos. Con las vestiduras lavadas y blanqueadas en la Sangre del Cordero, habiendo renunciado al hombre viejo y habiendo optado por la Vida que somos en Cristo.

Las vestiduras blancas son la individualidad que conservaremos, después de que Él haya borrado de ellas toda mancha de egoísmo y falsedad. El agua y la Sangre que brotan del Corazón de la Divina Misericordia nos lavan hasta lograr un blanco deslumbrante (Marcos 9, 3). Es también el nombre que encontraremos en la piedrecita blanca que se nos dará (Apocalipsis 2, 17), nuestro nombre verdadero, el que hemos venido a reencontrar, para abandonar esta matrix de mentiras y sueño.

Aún no se ha manifestado lo que seremos, porque aún  no somos conscientes de dónde venimos y adónde vamos, ni de la chispa divina que late dentro. Porque todo el que tiene esperanza en él, se purifica a sí mismo, como él es puro (1 Juan 3, 1-3). diasdegracia.blogspot.com

Al Origen regresamos, y no podemos perdernos, porque tenemos las Bienaventuranzas, que nos recuerda el Evangelio de hoy, una verdadera guía para el cristiano, un canto al amor, la confianza y la unidad. Bienaventuranzas, sabiduría y fidelidad, camino de regreso para valientes, tras las huellas del Cordero-Pastor. 

En la lógica del mundo, divergente, separadora, que valida el conflicto y la pérdida, el 1 de noviembre parece sombrío. Por eso nos hemos inventado un Halloween de t-error que subraya la distorsión, el miedo al miedo… En la lógica de Jesús, la lógica del amor y la unidad, es la Fiesta de las fiestas, la celebración de la unidad y de la alegría, la conmemoración de la Meta, del destino en el que ya somos, la Comunión de los Santos, la Unidad.

Ser santo es ser lo que eres realmente, más allá de los disfraces que te has ido poniendo a lo largo de tu vida. Recuerda el proyecto de Dios para ti y acógelo de nuevo con alegría y verdad, aquí y ahora, sin huidas ni excusas, sin imaginar ni ensoñar… Vuelve a ser lo que eras, serás, eres, pues para Dios no hay tiempo (1 Pedro 3, 8), recuérdate y verás cómo la angustia, la impaciencia, la dispersión de toda una vida en un sueño equivocado se convierte en combustible para el viaje de vuelta a Casa, donde nos esperan todos los santos, la Santa Compañía que convirtieron en algo espantoso, otro error de la distorsión, otro “te amo” convertido en “temo”, ese Halloween desquiciado que es una parodia, porque todos regresamos, libres y serenos.

Holy win, y no Halloween, los santos que somos por el Bautismo regresamos victoriosos al encuentro del Cordero cuya Sangre nos limpia y nos transforma. Comunión de los Santos, Vida verdadera que estalla en alborozo, dicha eterna. Un solo anhelo vertical nos une, una muerte para la Vida, un regreso de todos a la Casa del Padre, sin vuelta atrás.



                  95. Diálogos Divinos. La muerte desde la Divina Voluntad


Algunos aforismos sobre la muerte como Dies Natalis (día del nacimiento):

Lo difícil no es aceptar que un día vamos a morir. Lo realmente difícil es atreverse a morir cada vez que sea necesario.

Aprende a ver la muerte como comienzo, trampolín desde el que zambullirnos en la eternidad.

La muerte es un verdadero rito de iniciación para el que todos debemos prepararnos.

Si un hombre lograra pensar de verdad, sin estrategias de huida, en su propia muerte, sería capaz de despertar y emprender el camino que conduce hacia la libertad.

La muerte es la entrada en una vida más real, una vida que no se agota, sino que mana incesante y transparente.

Imagina que mueres ahora. ¿Sientes paz y aceptación? Si no es así, trata de descubrir qué debes cambiar para que cuando llegue el momento puedas afrontarlo con paz.

Las personas conscientes miran su vida sin dejar de mirar también a su muerte. Eso les da una perspectiva completa y todo cobra su verdadera dimensión.

Pensar en la muerte no es vivir menos, no es ir claudicando o rindiéndose, no es renunciar a la vida; al contrario, es vivir con coherencia y valentía.

Soltar, abandonar, disolver, deshacer, desatar... ¡Liberar! Y el tiempo que nos quede, que sea un paseo luminoso.

Ser consciente de nuestra mortalidad es una actitud lúcida y liberadora, un reloj de arena que lleva entre sus granos muchas piedras preciosas, diminutas e inmensas.

Gran tesoro es ser conscientes de que estamos muriéndonos desde que nacemos. Vivamos velando, despiertos, para no olvidarlo y así reconocer esa otra cara de la moneda: nuestra dimensión eterna.

Hemos sido esclavos del sueño y la ilusión demasiado tiempo; es hora de volver a lo Real, donde somos eternos y libres.

29 de octubre de 2022

La verdadera estatura


Evangelio según san Lucas 19, 1-10

En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: “Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. El bajó en seguida, y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: “Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador”. Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: “Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”. Jesús le contestó: “Hoy ha sido la salvación de esta casa; también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.

                                  Conversión de Zaqueo, Bernardo Strozzi

            Se entra desnudo en la vida. Se entrará desnudo en el reino de los cielos, pues si desnudo se nace, desnudo se renace. Solo quien se ha despojado de riquezas, de ambiciones, de poderes, de falsas ilusiones, de odios y revanchas, podrá seguir esa nueva palabra creadora que le introducirá en el Reino. Pues es cierto que Jesús no viene a empobrecer al hombre, pero sí a sustituir una riqueza pasajera por la gran riqueza de Dios.                                                                          
                                                                                          J. L. Martín Descalzo

Jesús está a punto de entrar en Jerusalén y afrontar su destino. Acaba de devolver la vista a Bartimeo, por eso la gente se arremolina para ver al autor del milagro. Atraviesa la ciudad, Jericó, que significa luna; y en la Sagradas Escrituras, la luna es el símbolo de la carne, destinada a desaparecer. Para eso ha venido, para caminar por nuestra miseria y nuestra esclavitud. El que atravesaron nos atraviesa, para inundarnos de luz. El que se hizo carne por amor, atraviesa la carne, la materia, para elevarla consigo y trascenderla.

Zaqueo no solo es publicano, recaudador de impuestos, sino jefe de estos implacables, despiadados traidores a su pueblo. El colmo del pecado: no solo ladrones, sino, además, colaboracionistas. Los recaudadores de impuestos eran realmente crueles, además de "vender" a sus propios compatriotas a los romanos, torturaban a los que escapaban sin pagar los cuantiosos tributos. No eran unos pecadores sin más, sino pecadores recalcitrantes, odiados por sus crímenes.

Muerto durante años, con el lastre de tantos y tan graves pecados, Zaqueo, gran pecador, fue capaz de hacer lo que el joven rico no pudo. En un instante, soltó su apego al dinero y al poder, y pudo convertirse. Se vació de sí mismo, para llenarse del mensaje de Jesús, de ahí su contento y su infinita generosidad. Porque lo que Jesucristo condena es la riqueza de espíritu. Y Zaqueo ha pasado por alto los prejuicios, el qué dirán, ha vuelto a ser como un niño, como nos pide una y otra vez el Maestro

El jefe de publicanos, de baja estatura, se crece por dentro cuando siente la mirada del Señor. Se deja enamorar y adquiere una dignidad que jamás había soñado, su verdadera altura, su talla espiritual. Entonces, poniendo al descubierto su esencia, inocente y espontánea, audaz y limpia, se apresura, baja, emprende el camino descendente (no condescendiente) que es el camino del discípulo de Jesús, y Lo recibe en su casa, muy contento. 

Condescendemos con tantas cosas y personas... Descender con Jesús y hacia Jesús es otra cosa. Es un abajamiento por amor, que eleva y dignifica. Por eso, Zaqueo no se conforma con hospedarlo alegremente, y agasajarlo ese día. Experimenta una conversión radical, profunda y definitiva, que demuestra con obras, desde ese encuentro decisivo, en adelante. 

Nuevo chasco para los fariseos. ¿Tanto se lo merecen? Muchos son irreprochables, fieles seguidores de la doctrina y los reglamentos… No matan ni roban, no explotan a nadie, cumplen los preceptos… Pero son los más fieles servidores del príncipe de este mundo, que es el príncipe de la mentira. Por eso, Jesús nos repite una y otra vez que los pecadores, los publicanos y las prostitutas están más cerca del Reino que los hipócritas y soberbios.

La ley decía que el ladrón debía de restituir lo robado más un quinto más. Zaqueo que, siendo mirado por Jesús, ha aprendido a mirar, ver y sentir como Él, decide restituir cuatro veces más, después de dar la mitad de sus bienes a los pobres. El que es capaz de pecar mucho, es capaz de amar mucho. No es nada tibio este bajito, que sabe que ha encontrado el verdadero tesoro. Necesita corresponder como sea al amor que está recibiendo, y es consciente de que no basta con compensar, con reparar justamente. Hace falta un gesto tan radical como el que Jesús ha tenido escogiéndole y llevando la salvación a su casa.

Qué diferente la respuesta de Zaqueo, de la del justo, irreprochable joven rico (Mt 19, 16-30; Lc 18, 18-30; Mc 10, 17-30). Los dos son ricos, y Zaqueo, además, un pecador empedernido, pero tan valiente y limpio de corazón como para mirar su miseria y convertirse en un pobre de espíritu. El rico cumplidor se escuda en su trayectoria, impecable, sí, libre de pecado evidente, pero tibia, cobarde, mediocre.


          De El Evangelio según San Mateo ( 1963), 
        de Pier Paolo Pasolini

Con su actitud confiada y humilde, sin defensas, excusas o palabras vanas, Zaqueo alcanza la verdadera riqueza, los tesoros imperecederos, la salvación, el tesoro del amor, que es la fuente de la alegría que no nos quitarán.

Ver la propia miseria es un valioso  regalo que nos hace humildes y disponibles. Nos saca del amor propio, nos desbloquea y nos prepara para la conversión. Porque Jesucristo ha venido a buscar lo perdido. Los “perdidos” tal vez han purgado ya con sufrimiento todos sus errores, esos pecados que los "justos" tal vez habrían cometido si no fueran cobardes. Como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, que parece envidiar las andanzas que vivió el segundo hermano antes de caer en la pobreza. 

Zaqueo reconoce su pequeñez, pero es Jesús quien desencadena su conversión, acercándose a él, mirándole, pronunciando su nombre. No hay conversión sin humildad; el jefe de publicanos ha sido avaro e injusto, egoísta e inseguro, pero se deja transformar, alcanza su verdadera estatura espiritual y emprende una nueva vida. Se da cuenta de que el Maestro tiene todo lo que ha buscado siempre, y también todo lo que ha echado de menos en sí mismo. Por eso no duda, tan evidentes son la fuerza y la convicción de ese rabbí. Es el primer hombre auténtico que conoce. No es el colmo de la dulzura ni el colmo de la solemnidad; es el colmo de Sí mismo, en su humanidad perfecta. 

Eso ha de ser Jesús para ti y para mí: Aquel que te muestra la versión más perfecta de ti mismo, esa a la que tal vez nunca llegues, pero anhelas con todo tu corazón porque sabes que es la única dirección hacia la que ya puedes caminar. Entonces, Él pondrá lo que falte, completará la Obra en cada uno. Vivamos esa alegría liberadora de Zaqueo, desapegándonos de lo que tanto nos ha esclavizado y nos ha cegado. Él solo quería ver a ese famoso rabbí; solo verle, nada más y nada menos. 

¿Queremos ver a Jesús? ¿Hacemos todo lo posible, incluso lo que para muchos tibios o prejuiciosos puede resultar ridículo, con tal de verle? ¿Qué multitudes nos impiden ver a Jesús? Suelen ser, sobre todo, "multitudes" interiores... O puede que sea una sola persona, a la que te apegas, o un proyecto, un prejuicio, una actitud que te cierra y te ciega. Escogió a Zaqueo  porque este se había ya escogido a sí mismo, tratando de verle. Si hacemos todo lo posible por ver al Señor, Él se invitará a nuestra casa, nuestro corazón, y hará morada en él. 

¿Por qué yo? ¿Por qué no otro? Seguro que se preguntó Zaqueo muchas veces, después de aquel encuentro. Es una pregunta parecida a la que hace Judas Tadeo (cuya memoria, con su compañero Simón, celebrábamos ayer) en la Cena (Jn 14, 22). Y la respuesta a la pregunta de Zaqueo sería la misma que la respuesta a San Judas: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23).

Porque Zaqueo ya amaba a Jesús solo por buscarle, por hacer todo lo necesario con tal de verle, por ponerse con esfuerzo y sin prejuicios en Su camino para que el Maestro pueda encontrarle, para que tenga lugar ese cruce de miradas capaz de transformar un alma y una vida. Y en ese encuentro trascendental, el publicano, de esencia limpia y libre, no necesita largos sermones o catequesis, ni ir asimilando poco a poco la enseñanza. Su sed es tal, que se la bebe de un trago, la recibe y la hace suya en un instante que vale por toda una vida. 

Cómo no estar contento y expresarlo ante tal don… Jesús quiere que su alegría esté en nosotros y llegue a su plenitud (Jn 15, 11). Una alegría instantánea si acogemos el mensaje con inocencia, una alegría capaz de disipar toda tristeza (Jn 16, 20), una alegría tan auténtica y profunda que nadie nos la quitará (Jn 16 22). El que conoce esta alegría atemporal deja de apegarse a las seguridades, placeres, privilegios de este mundo. Ha cambiado de tal modo su actitud, su escala de valores, su visión de sí mismo y de la vida que no necesita atrincherarse frente al sufrimiento o la penuria porque es ya habitante del Reino de la Alegría y se dispone a vivir como tal.  

Seamos como este "bajito", sin amor propio ni prejuicios, que corre a subirse al árbol por ver a Jesús, y también se apresura a bajarse, para obedecer a Jesús. Sin miedo al qué dirán, sin excusas ni recelos, seamos Zaqueo, dejemos que el Maestro pronuncie nuestro nombre, alegrémonos como niños, porque Él quiere encontrarnos hoy, mirarnos hoy, hospedarse en nuestra casa hoy, transformar nuestras vidas por completo, hoydiasdegracia.blogspot.com

22 de octubre de 2022

La oración del corazón

 

Evangelio según san Lucas 18, 9-14

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola. “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.”

"El Señor es excelso y dirige su mirada a los humildes, pero a los orgullosos los conoce desde lejos" (Sal. 138, 6)

La prolijidad en la oración a menudo llena el espíritu de imágenes y lo disipa, mientras que a menudo una sola palabra tiene por efecto recogerlo.
               San Juan Clímaco

Las oraciones deberían ser como fuentes espontáneas que brotan de nuestro amor y de nuestro desamparo.
                                                                                                                     Paul Sedir

Desde hace siglos, en la oración de los cristianos ortodoxos, es frecuente la plegaria de Jesús, también llamada oración del corazón, que se basa en la parábola que hoy leemos y dice: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador. Se une en ella la petición de gracia y perdón a la conciencia de sí como pecador.

El obispo Teófano decía que la fuerza de esta plegaria no reside en sus palabras, que, además, tienen muchas variantes, sino en la constatación de nuestro estado caído frente a Dios en Su estado de perfección.

El fariseo se ha quedado apegado en su falsa autoimagen, como vemos en el blog hermano, diasdegracia.blogspot.com. El republicano, en cambio, es consciente de su condición, de sus limitaciones, pecados y miserias,  y esa consciencia y su entrega confiada de sí mismo, pobre y necesitado, a Dios, logra transformarlo, justificarlo, santificarlo.

No basta con mirar hacia arriba para ser elevados. Hace falta la humildad de mirar a lo más bajo de uno mismo (humildad, de humus, tierra), hay que descender a los infiernos con Cristo, para con Él, recoger todo, reasumir todo, si queremos, por El, resucitar. Felix culpa, decimos entonces con San Agustín, feliz culpa que nos ha merecido tal Salvador. Porque, si bien es cierto que somos nada, miseria, limitación, por Cristo, con Él y en Él, como repite la liturgia, somos todo, hijos y coherederos del Reino. Es el Milagro de Amor.

El gesto de Dimas, el buen ladrón, capaz de robar el cielo al mismo Dios con una sola plegaria lo tiene el publicano que vemos hoy. Un solo gesto, una sola oración de entrega total y confianza plena, para la que hay que prepararse mucho, pero en un sentido contrario a lo que el mundo entiende por preparación. Prepararse, formarse para un gesto, una actitud… Formación muy exigente pero no para acumular conocimientos o práctica, sino para desnudarse, soltar, dejar ir, llegar a ser verdaderos pobres de espíritu frente a los soberbios y prepotentes…

La vida por sí sola ya nos da esa enseñanza, nos va quitando todo… Pero podemos aprenderlo de una sola vez si somos humildes y valientes. Mira tu miseria con valor, sin miedo a espantarte de ti mismo, sin paños calientes, sin mirar de reojo. Mira tu tiniebla y podrás ver la luz con que Él te mira. Entonces volverás a ser hijo de la luz, por Su infinita misericordia. Maravíllate y reconoce de Quién te viene tanta gracia. No te apropies de nada, no te atribuyas nada… No lo necesitas porque, por Él ya lo tienes todo…  Dice Isaac de Nínive: ¿Qué es entonces la oración espiritual? Es el símbolo de nuestra condición futura.

Acuérdate de mí, cuando llegues a tu Reino, dijo Dimas, y podemos decir siempre… Pero, añadamos…: Tú ya estás en tu Reino, y el Reino en mí… Acuérdate…, recuérdame que te recuerde y recuerde que tú completas todo, integras todo, lo elevas y transformas todo…

Invocando Su nombre y Su misericordia (miseri /cordis), para que Él lleve nuestra miseria a Su Corazón y la disuelva, vamos llegando a niveles más sutiles de verdadera Comunión. Así lo expresa William Johnston: “Les sucede algo similar a quienes recitan la “oración de Jesús”. Puede que empiecen rezándole al Jesús de Nazaret histórico, que anduvo sobre las aguas del Mar de Galilea; pero a menudo que trascurre el tiempo, dejan atrás las imágenes, pues su vista está ahora fija en el Verbo que nos ilumina a todos, en el Hijo que está de pie a la diestra del Padre, en la Segunda persona de la Santísima Trinidad. A través de la unión con el Hijo, se ven divinizados. Haciéndose “partícipes de la naturaleza divina” se dirigen al Padre en el Espíritu. Su oración se vuelve, pues, trinitaria.”
                                                 
                                  Jesús, tú mi alfarero, Hermana Glenda

La verdadera religión no es más que un intercambio entre el espíritu del hombre y el espíritu divino. Si el templo de Dios es el cuerpo cósmico del Verbo, el corazón de Jesucristo es el altar de dicho templo. Cualquier obra buena, cualquier petición o cualquier agradecimiento va del corazón del hombre al de Jesucristo y allí es aceptado por el Padre porque Dios no admite nada que no haya pasado antes por el corazón de Su Hijo para ser allí purificado, sublimado por los tiernos cuidados de nuestro eterno Amigo.
Todo lo que el hombre pueda obtener de lo más bello y de lo más limpio, lo minimiza en cuanto lo toca. Todo aquello que a nosotros nos gusta llamar como nuestros méritos, debe pasar por las manos del gran Alquimista para que lo transmute en la preciosa Quintaesencia, para que puedan resistir al Espíritu Santo, si no, serían reducidos a cenizas. Esto es lo que se llama santificar una cosa, transformarla, trasplantarla de lo natural a lo sobrenatural, de lo local a lo universal, del tiempo a la eternidad, de la muerte a la vida. Y el único que lo puede hacer es el Alquimista que bajo a la Tierra y se hizo hombre para liberarnos: Jesucristo.
De tal modo que el discípulo se repetirá sin cesar que él no es nada, que todo aquello que haga bien no es él sino Cristo quien lo hace en él y por él, porque desea su pobre corazón enfermo más de lo que nosotros podamos desear el más bello de los tesoros. Que es de Cristo del que puede esperar todo, todo en inteligencia, todo en amor, todo en fuerza y que gracias a la maravillosa locura que es el amor, ese pobre hombre, de aspiraciones tan pequeñas, tan miserable en sus idolatría, tan versátil en sus voluntades, este pobre esbozo de hombre puede ser recibido por el Verbo pudiendo convertirse en una parte de su esplendor, en un rayo de ese sol.
                                                                                                                 Paul Sedir

15 de octubre de 2022

Orar siempre


Evangelio según san Lucas 18, 1-8

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: “Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario». Por algún tiempo se negó; pero después se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara».” Y el Señor añadió: “Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”.

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La Creación (detalle), Miguel Ángel

    Pedid y se os dará; buscad y hallaréis, llamad, y se os abrirá.

             Lucas 11, 9

Después de enseñar el Padrenuestro a sus discípulos, Jesús subraya la necesidad de perseverar en la oración, con otra parábola muy semejante a la que leemos hoy, la del amigo inoportuno (Lc 11, 5-13). En la parábola que leemos hoy, la actitud del juez hacia la viuda es la contrapuesta a las entrañas de misericordia del Padre. Con estas dos parábolas, Jesús nos muestra cómo funcionamos en el mundo, para que comprendamos que el Reino no tiene nada que ver con nuestros afanes mezquinos y egoístas.

Los Evangelios nos ofrecen muchos ejemplos personales de esa insistencia necesaria, como la cananea, modelo de fe, perseverancia y humildad. (Mt, 15, 28); o como el centurión, claro y directo en su petición y en la expresión de fe que la sostiene (Lc 7, 1-10). El sentido más profundo de esa constancia no es que Dios sea reticente o indiferente. El sentido tiene que ver contigo y conmigo. Si tenemos en cuenta solo a Dios, las súplicas que Le dirigimos no tendrían ninguna razón de ser porque Él sabe lo que necesitamos mejor que nosotros mismos (Mt 6, 8), y porque no podemos sobornarlo, manipularlo o transformar Su voluntad.

Si soy capaz de confiar a Dios todo lo que me inquieta o anhelo, lo estoy ya transformando en mí, porque lo que pido, siento, espero, lo pongo en comunicación con lo Verdadero, donde germina la respuesta ante la mirada misericordiosa del Padre, que es todo lo contrario del juez de la parábola.

La oración perseverante no es útil o necesaria para Dios, pero sí para el ser humano. Es ponernos bajo Su voluntad y entregar la nuestra, tan pobre e inútil. Añadir: “no se haga mi voluntad, sino la Tuya” (Lc 22, 42), como nos enseña Jesús, legitima cualquier petición sincera, confiada y humilde.

La insistencia en la oración no se refiere, por tanto, a repetir una y mil veces las peticiones, como si Dios fuera sordo o indiferente a nuestras necesidades, sino a la necesidad de orar siempre, vivir en estado de oración, esto es, de comunión continua con Dios. Esa es la meta, vivir en oración, vigilantes, con la mano en alto, como vemos que hace Moisés en la primera lectura (Éx 17, 8-13). Con la oración continua, acabas convirtiéndote en lo que oras, como en el precioso relato de El Peregrino ruso.

Cuando se llega a la unión total, si es necesaria una oración de petición (por uno mismo, como hemos visto, no por Dios), bastaría decirlo una vez, porque se está en la Palabra. Entonces, si basta pedirlo una vez con absoluta confianza, sinceridad y pureza, ¿para qué insistir? Porque llevamos tesoros en vasijas de barro y, aunque a veces consigamos esa plenitud que solo puede dar la unión con Dios, volvemos a caer. Nos lastran el mundo y sus reclamos y tantas sombras interiores que aún no hemos logrado iluminar permanentemente. De ahí la importancia de ser fieles y constantes, orar siempre, hacer de la vida oración, intentando permanecer en ese estado de Comunión.

       El que es consciente de esa Comunión, ¿qué va a pedir? Todo lo considera pérdida o basura, con tal de ganar a Cristo (Filp 3, 3-8). Porque lo mejor, lo que da el Padre, lo que hay que pedir es el Espíritu Santo (Lc 11, 11-13).  Todo ruego ha de vincularse a este bien supremo. Primero el Reino, que es Él viviendo en nosotros y lo demás siempre vendrá por añadidura, porque todo lo bueno y necesario viene de Su amor.

Existe un nivel superior de oración, que Jesucristo no podía enseñar a todos con las parábolas, que enseñó a los apóstoles, y que Juan, recostado en su pecho, comprendió como ninguno (Jn 16, 23-27). Solo desde ese amor integrado se puede realmente pedir en Su Nombre, porque se vive en Él, y Él mora en el corazón del verdadero discípulo. Los que viven en esta oración de comunión, de amor perfecto, no conciben otra petición que el fiat, hágase en mí Tu voluntad y si, como el mismo Jesús, a veces piden por aquellos que aman (Jn 17, 9, 24), es en el marco de esta sumisión voluntaria y gozosa a la voluntad del Padre.

Que las peticiones son escuchadas queda bien subrayado en los evangelios (Mt 21, 21, Lc 17, 6, Mc 11, 24, Mc 9, 23, Jn 15, 7). ¿Cómo pedir para recibir? ¿Cómo llamar para que nos abran? ¿Cómo buscar para hallar? (Lc 11, 9) ¿Con qué actitud? ¿Desde dónde? ¿En qué estado? Sosiégate y sabe que Yo soy Dios (Salmo 46, 11). Cuando logras que el significado de esta frase se haga vida en tu interior, permites que Él se exprese en ti y en tu vida, que actúe a través de ti diasdegracia.blogspot.com . Sin embargo, cuando tratamos de manipular o utilizar a Dios, no estamos hablando con Él, sino con uno de esos ídolos que nos alejan de Su gracia.

Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno (Dt 6, 4). Es el hombre el que tiene que prestar atención, vigilar y escuchar, mantenerse siempre atento y receptivo, consciente de Dios, evitando las dispersiones, los cantos de sirena del Adversario, que está siempre dispuesto a confundirnos y distraernos de lo esencial. Por eso es necesario orar siempre, perseverar en la oración, no para que Dios capte nuestro mensaje y nos dé "acuse de recibo" de nuestra solicitud, sino para que nos mantengamos en guardia frente a lo que nos aparta de Él, verticales, con la mirada y el corazón hacia la meta, que es la Unión definitiva.

Porque toda oración de petición sincera acaba desembocando en la única petición necesaria: que se haga en mí Su voluntad, que yo sea capaz de permitirle hacer Su obra en mí, sin interferencias, sin deseos mundanos, sin reservas ni búsquedas que no sean la única búsqueda legítima, como diría Tauler, la búsqueda pura y simple de Dios. Que mi vida sea Su Divina Voluntad obrante, para poder decir con San Pablo: es Cristo, que vive en mí. Y más aún, poder decir: "soy otro Cristo, porque el Amor infinito de Dios así lo quiere, y yo digo Fiat".

        28 Diálogos Divinos, "La Oración"

¿Qué derecho tenemos nosotras a ser escuchadas? Nuestro deseo de paz es, sin duda, auténtico y sincero. Pero, ¿nace de un corazón totalmente purificado? ¿Hemos rezado verdaderamente “en el nombre de Jesús”, es decir, no solo con el nombre de Jesús en la boca, sino en el espíritu y en el sentir de Jesús, buscando la gloria del Padre y no la propia? El día en que Dios tenga poder ilimitado sobre nuestro corazón, tendremos también nosotras poder ilimitado sobre el suyo.
                                                                                              Edith Stein

8 de octubre de 2022

Volver al corazón. Se salva el que recuerda

Evangelio según san Lucas 17, 11-19

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?” Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.


            Jesús cura a un leproso, Icono bizantino, Duomo de Monreale, Sicilia

Uno puede frecuentar a los leprosos sin coger la lepra o a los apestados sin contagiarse, pero ¿se puede frecuentar a los mediocres y a los muertos sin morir?
                                                                                               Louis Cattiaux

            Dios mío, si Te he adorado por miedo al Infierno, quémame en su fuego. Si es por deseo del Paraíso, prohíbemelo. Pero si Te he adorado solo por Ti, entonces no me prohíbas ver Tu rostro.
Rabi’a al’Adawiyya

La curación de los leprosos tiene lugar mientras Jesús y los apóstoles van camino de Jerusalén; hacia su destino de cruz, sacrificio y salvación. Entre Samaría y Galilea, territorio de nadie, territorio de todos, nuestro territorio, porque Jesucristo ya está en todo lugar y en todo tiempo. 

Son diez leprosos, no uno como en Mateo (Mt 8, 1-4), en Marcos (Mc 1, 40-45), o también en otro pasaje de Lucas (Lc 5, 12-16), sino diez: la totalidad de lo caído, lo perdido, lo abocado a la corrupción y a la muerte, lo impuro, lo sucio, lo rechazado. Se paran a lo lejos y piden compasión a gritos. Los diez cumplen la ley, manteniéndose a distancia, y adoptan una actitud de petición, de súplica, de oración.

Id a presentaros a los sacerdotes, es lo que les encomienda Jesús, según estipula la ley para ser readmitidos en la sociedad. Porque Él no viene a abolir la ley sino a darle plenitud (Mt 5, 17). Es necesario a veces pasar por alto la ley para llegar a la Ley del amor, que trasciende, completa, perfecciona toda ley. 

Mientras están en camino, cumpliendo la ley, su fe y la palabra de Jesús los sana, los limpia corporalmente. Pero solo uno siente un profundo agradecimiento y necesita expresarlo. Precisamente el no judío, el rechazado, el aparentemente infiel, es modelo de fidelidad y gratitud. Como Naamán el Sirio, de la primera lectura (2 Reyes 5, 14-17), al ser curado de la lepra por el profeta Eliseo.

Los diez supieron realizar impecablemente la oración de petición. Al siguiente nivel, que es la oración de acción de gracias y alabanza, solo llega el samaritano. E intuyo que, una vez salvado por Jesús en cuerpo, alma y espíritu, será capaz de llegar al nivel superior, que es la oración de comunión, de unidad, de puro amor. Por eso, no solo quedó limpio, sanado en el cuerpo, sino también elevado (levántate), libre (vete) y salvado por su fe verdadera, cualitativamente muy superior a la fe interesada de los nueve judíos que no volvieron. 

Estos son soberbios y desagradecidos, como el hijo mayor de la parábola del Hijo pródigo. Los nueve se rigen por la ley, fría e implacable. El décimo se deja enamorar por la Palabra que sana y salva, que se compadece y se da por completo, sin condiciones, porque, como dice San Pablo en la segunda lectura (2 Tim 2, 8-13), la palabra de Dios no está encadenada. Ni siquiera sabemos si luego fue hasta los sacerdotes, que es lo que exigía la ley, pero eso no importa. Lo esencial es que se volvió a medio camino, porque lo importante era el reencuentro con el Salvador, al que ha reconocido. ¿Lo reconocemos?

                                              Los diez leprosos, Autor desconocido

 Lo importante no es ser curado en lo físico, recibir bienes en el mundo y luego cumplir los rituales externos, con el fin de asegurarse el cielo, como si Dios fuera un negociante que lleva la contabilidad de lo que cumplimos y lo que no. Lo esencial, la mejor parte que no nos será quitada (Lc 10, 42), es esa relación íntima con Jesucristo, a Quien reconocemos como el Hijo de Dios, capaz de sanarnos completamente, de salvarnos y de transformarlo todo.  Es la experiencia de amor, que nos mantiene vivos, con el corazón encendido, aunque estemos rodeados de muertos vivientes. 

El mismo Jesús les ha pedido que vayan a dar testimonio a los sacerdotes. En teoría, los nueve están cumpliendo su deber, están haciendo lo que "tienen que" hacer, impecablemente. Pero es que el amor, la Ley verdadera y definitiva, no entiende de reglamentos vacíos de contenido, de correcciones externas, de "las cosas como es debido"… El verdadero amor tiene ese matiz de locura que te saca de lo adecuado, lo normal, lo correcto, lo establecido…, valores de este mundo, representación o figura que ya está pasando (1 Cor 7, 25).

La Ley del amor siempre es desbordante, no calcula ni mide, no negocia, y te conecta con lo que está más allá de la figura, del símbolo. Te lleva a lo real, te sitúa en el mismo nivel del Amado, digno al fin de Él, y te confiere su capacidad de hacer posible lo imposible, de crear y recrear, de hacer, con Él y en Él, nuevas todas las cosas (Ap 21, 5), porque ya has sido regenerado por la Palabra que vibra en ti, resuena en ti, se pronuncia en ti y te atrae hacia Sí.

El samaritano no tiene que cumplir con la ley de los judíos. Al sentirse libre de los “corsés” externos, puede brotar en él la gratitud y la necesidad de cumplir la Ley verdadera, la que completa y perfecciona la ley. Él no tiene el corazón cerrado por el cumplimiento, tantas veces pura inercia.

Lo esencial, la única cosa importante, es volver siempre hacia Cristo, cada día, cada momento; porque su acción salvadora hacia nosotros es incesante, y así han de ser nuestra gratitud y nuestro reconocimiento, inagotables; pues la nueva creación se realiza desde aquel Sacrificio único, una y otra vez hacia el infinito. 

Volver es recordar (de "cordis", volver al corazón) y escoger la mejor parte, lo duradero, la Palabra de vida eterna, que no solo sana el cuerpo, sino que salva a todo el ser. Volver es vivir con alegría las renuncias a lo efímero, y, con esa actitud, dejar todo, el resto, la añadidura. Volver es hacerse discípulo y entregar la vida para ganar el alma. Volver es orar y ad-orar, en ese tercer nivel de oración al que pocos llegan, el de la Comunión, la fusión en Aquel que nos sana ahora, siempre ahora...

Es el reencuentro en la libertad. El primer encuentro del pasaje de hoy no era libre, estaba condicionado por la necesidad, era interesado. Por eso, los nueve solo recuperan la salud del cuerpo, mientras que el samaritano, que ha sabido ir más allá del interés y ha entrado en la dinámica de la gratuidad recíproca que lleva a la unidad, es, además, sanado en su alma y su espíritu, salvado por su fe, libremente, creativamente expresada en agradecimiento y alabanza. Bendita incorrección, bendito discernimiento el que le hace posponer la ley por la Ley del amor.

No basta tener fe para ser salvado, o no basta cualquier fe, pues los diez demostraron tenerla, pero solo uno tenía esa calidad de fe que abre el corazón y permite reconocer de dónde, de Quién procede la sanación. Los nueve, incapaces de reconocerlo, sanaron el cuerpo, lo que se quemará (1 Corintios 3, 13-15), solo se curaron temporalmente, no para la eternidad. Otra mirada sobre este pasaje en diasdegracia.blogspot.com .

El samaritano agradecido es, además, una metáfora de todos nosotros. Cuántas vidas pudriéndose pueden limpiarse y liberarse, solo por entrar en contacto con la Vida que es Cristo. Cuánta marca, mancha e impureza nos ha de ir limpiando aún, una vez entregados a Él. Pero también tenemos que vernos reflejados en los nueve desagradecidos, de fe superficial, porque a menudo seguimos llenos de personajes tibios, egoístas, interesados, capaces de querer reducir el Misterio, lo Sagrado, a un intercambio, un negocio, el gran negocio, como decía San Ignacio de Loyola.

Así es como hemos de leer las Sagradas Escrituras. Buscándonos, viéndonos en todos y cada uno de los personajes, incluso en los más detestables, hasta que integrando la propia sombra, terrible a veces, logremos reconocernos en los personajes más dignos, valientes, generosos, y, un día, en la Persona de Jesucristo, vida nuestra.  

Antiguo y Nuevo Testamento, no son novela, discurso ni ensayo, son Palabra de Dios y, como Dios está más allá del tiempo, su Palabra también, y el que la lee entra en una dimensión capaz de trascender el tiempo y el espacio. Es como ajustar una lente o un binóculo: a veces basta un pequeño gesto o movimiento, otras veces, hace falta un gran esfuerzo interior. Asomarse a la Palabra, ponerse en situación de leerla, es ya todo un trabajo interior. Como dice San Ignacio de Antioquia: “Me acerco al Evangelio como a la carne de Cristo”.

Me acerco a la Fuente de toda energía e inspiración, me acerco al alimento, me acerco a cuanto de digno, real y duradero hay en el mundo y en mí. Porque sin Él todo estaría condenado, sería enfermedad, podredumbre, lepra, muerte en potencia. Solo con Él es posible vivir, sanos y libres, y vivir para siempre.

     
                                                        Me basta con saber que estás aquí