17 de marzo de 2012

Volver a la Luz



Evangelio de Juan 3, 14-21 

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.  Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.  El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.



            En el camino espiritual, hemos de estar siempre dispuestos a “repensarnos” y ponernos en cuestión a nosotros mismos y las creencias y prejuicios que nos condicionan y nos alejan de la Luz. Si nos resistimos a morir a las tinieblas del ego, no podemos nacer por segunda vez.
Pero, si uno se observa y se cuestiona, va aprendiendo que, para nacer de agua y espíritu, como dijo Jesús a Nicodemo, ha de aprender las cualidades del agua y del espíritu: transparencia, libertad, flexibilidad, ductilidad... Ante la tormenta –y casi todo es tormenta en este destierro– es más fuerte el junco humilde, que se inclina, que el orgulloso, rígido roble.
En los niveles que la comprensión del ser humano puede alcanzar en este mundo, la verdad es paradójica. Antes de llegar donde ni ojo vio ni oído oyó, nos movemos en lo limitado. El lenguaje mismo es puro límite. Las categorías mentales son incapaces de alcanzar lo inefable, lo absoluto. Por eso Jesucristo, con los métodos paradójicos de raíz oriental, nos guía hacia la Verdad, que es Él mismo. Las paradojas y contradicciones son aparentes, una simple ayuda, porque la Verdad es una, eterna, inamovible.
Así vamos aprendiendo (Él nos enseña) a ser flexibles y firmes, inocentes y astutos, duros como el diamante y blandos como el agua, como el aire, como el espíritu. Es la Verdad la que nos ilumina y nos hace libres, y cuando somos libres no hay contradicción. Para que el divino alfarero nos transforme y nos modele a su imagen y semejanza, hemos de ser dóciles. Si seguimos siendo rígidos nos quebraríamos al primer roce.
No se trata de ser cambiante, veleta o inseguro, los valores y los principios esenciales son necesarios, pero siempre hacia la Luz, nunca en referencia al mundo y sus vanidades o a nosotros mismos y las nuestras. El auténtico y bienaventurado pobre de espíritu ha de estar dispuesto a renunciar a sí mismo, a vencerse y doblegarse, a morir a sí mismo, a las tinieblas de lo que no somos, para poder decir como San Pablo: "vivo, pero no soy yo, sino Cristo que vive en mí".

            Con esa voluntad de renunciar a lo falso y lo temporal, a todo lo que se resiste a abandonar las tinieblas del olvido, la inconsciencia y la ignorancia, somos capaces de alcanzar niveles de comprensión que nos van ensanchando el horizonte, haciéndonos cada vez más libres. Y las contradicciones o distancias aparentes se esfuman ante la Luz de la Verdad, como desaparece la bruma cuando el sol la ilumina. De ahí que Bede Griffiths, el benedictino que sintió la llamada de la India y comprendió que Dios es el mismo para el cristiano, para el budista, para el hindú…, pudiera decir con alegría transparente, al final de su larga vida: “Cuando exclamo “Señor Jesucristo, Hijo de Dios”, pienso en Jesús como el Verbo de Dios, que abarca el cielo y la tierra y se revela a toda la humanidad en modos distintos y con distintos nombres y formas. Yo considero que su Palabra ilumina a todos los que vienen a este mundo, y aunque es posible que no se reconozca así, está presente en todo ser humano en las profundidades de sus almas. Más allá de palabras y pensamientos, más allá de señales y símbolos, este Verbo habla en secreto en todos los corazones en todo tiempo y lugar. Creo que el Verbo se encarnó en Jesús de Nazaret y que en él podemos encontrar una forma personal del Verbo a quien rezar y en quien confiar.”

            Y William Johnston celebra y apoya esta comprensión: “Desde el principio de los tiempos el Verbo ha estado iluminando a todos los que nacen en el mundo. Podemos rezar íntimamente al Jesús que anduvo por el mar de Galilea y que murió en la cruz, al mismo tiempo que creemos por la fe que el mismo Jesús, cósmico y glorificado, se le revela a todos los hombres y mujeres que han existido o existirán. Ésta es la grandeza de la unión mística con Cristo, el Verbo encarnado.
            Mediante la unión con Jesús, que es el Hijo, nos unimos al Padre en una experiencia trinitaria que habrá de alcanzar el clímax en el eschaton; “entonces conoceréis que yo estoy en mi Padre, y que vosotros estáis en mí, y yo en vosotros” (Jn 14, 20).”


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                                                                              Hallé el Amor por encima de la idolatría y la religión.
                                               Hallé el Amor más allá de la duda y de la realidad.

                                                                                                                                             Ibn ‘Arabi

Sigue acercándose
mi poesía al silencio.
¿Qué meta he de alcanzar
en este viaje inverso?

Penélope no soy,
ni quiero serlo;
destejer es el duende
laborioso y tenaz
de los días perdidos.

¿Quedarme aquí,
en esta gris colina 
de oraciones cobardes,
y evitar que las águilas
me empujen al vacío?

O acaso más vértigo, atreverme
a asomarme al infinito
de la Palabra que no he de decir,
pues ya fue dicha
y resuena en el alma
que confía y espera.

No voy a resignarme
a cimas falsas,
cuando intuyo esa cumbre
que sueñan los poetas
y ninguno ha alcanzado.

Entender con la mente
y el corazón de todos los hombres
o de un solo hombre,
del Hombre,
que al principio era el Verbo,
y al final siempre el Verbo.

Somos el negativo
de una figura eterna,
anhelando esa luz que nos devuelva
el perfil esencial,
bajo un cielo fiel que nos bendiga,
nos haga aparecer.

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