24 de mayo de 2014

Una misma Vida


Evangelio de Juan 14, 15-21 

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis, y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él”.


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¿Por qué he de preocuparme? No es asunto mío pensar en mí. Asunto mío es pensar en Dios. Es cosa de Dios pensar en mí.
                             
                                                                                                          Simone Weil
 

              Durante la semana, releo una y otra vez este precioso pasaje del Evangelio, que expresa el Misterio de la Santísima Trinidad. Pienso en él, reflexiono sobre él, y no logro alcanzarlo con la mente racional, ni siquiera intuirlo. Vuelvo a contemplarlo, ya con el corazón, intento concebir ese prodigioso intercambio de amor, y empiezo a vislumbrar el destino trinitario de cada ser humano. No lo entiendo, pero lo siento, lo experimento con el anhelo del corazón.
 
              Ya no pienso en este Misterio inefable; ya no lo pienso, tampoco lo siento..., porque por un momento lo vivo, y sé que la Trinidad Es en mí. El Padre, en mí; el Hijo, en mí; el Espíritu Santo, en mí. Porque para Dios no hay nada imposible y Él quiere morar en cada ser humano. Más difícil resulta convencer a la mente de que puedo estar completamente en cada uno de ellos: en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo. En cada Uno toda yo, entera, sin reservas…                           
 
              Creo que no hay que tener aprensión a reflexionar sobre estos Misterios sin ser teólogos, si se renuncia a clasificarlos y entenderlos con la razón. A los que hemos tenido una formación quizá demasiado intelectual, nos atrae hacerlo.
              Me aburren los debates políticos, casi nunca entiendo un chiste a la primera, suelo sentirme fuera de lugar en conversaciones “normales”, del mundo y sus afanes… Y en cambio, me gusta reflexionar, saborear, empaparme y dejarme llevar por conceptos llenos de sugerencias como perichoresis, hipóstasis, circumincessio, menein… Son conceptos y son más, mucho más, infinitamente más, pues designan realidades trascendentes e inmanentes a la vez, que transforman y liberan, y tendremos ocasión de recordar, y revivir, los próximos domingos.
 
            La clave es que la mente no estorbe, que reconozca sus límites y acepte de antemano que no va a llegar a rozar, ni por asomo, la esencia del Misterio. Gracias a Dios, no es una mente retorcida, suele ser un instrumento bastante limpio y simple, capaz de verlo todo por primera vez, con la inocencia y la capacidad de asombro de los niños. Y eso impulsa y eleva, porque hay que hacerse como niños para poder vislumbrar esa inmensidad de amor amándose, recreando el universo sin cesar.
 
           ¿Podría Dios querer ser solo Dios, solo Luz, solo Ser, sin formas ni figuras, sin nombres, sin individuos, un Mar sin olas? Claro, cómo no iba a poder, si Él lo puede todo… Lo que importa y nos llena de alegría es que no es esa Su Voluntad. Es Luz, es Ser y Es en todos y cada uno de nosotros, hoy y para siempre; lo sabemos por las promesas del Hijo, en quien está el Padre de un modo completo. Lo ha expresado de tantas formas:
 
En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. (Jn 14, 2)
 
No volveré a beber el fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios. (Mc 14, 25)
 
No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos. (Lc 20, 38)
 
El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y el que vive y cree en mí no morirá para siempre (Jn 11, 25-26)
 
Venid vosotros, benditos de mi Padre… (Mt 25, 35)
  
Hoy estarás conmigo en el Paraíso. (Lc, 23, 43)
 
           Reconocer a Dios en Su Hijo es la sublimación y el perfeccionamiento del recuerdo de Sí, al que aluden tantas tradiciones, que lleva implícito el olvido de sí. Con Jesucristo, algo nuevo ha surgido; ya no nos sirven los viejos parámetros; todo es radicalmente nuevo y todo se ordena en torno a Él.
            Por eso los verdaderos discípulos han de hacer de Jesús el centro, la base y el objetivo de sus vidas, el Compañero fiel en un camino en el que ya no estamos solos.           
              Uniéndonos a Cristo, somos Uno con Él y con todo. Estando en Él, que es la consciencia atemporal, podemos vivir atentos, despiertos, reales. Porque somos Uno en Su Cuerpo Místico, Él se encarga de vivificarnos, completarnos, recrearnos, para que la obra de Su redención llegue a plenitud y seamos perfectos como Él, como el Padre, en unión del Amor del Espíritu Santo.
             Es el amor verdadero, incondicional y definitivo. Amor que es Unidad, que es Verdad y Vida y por eso nos hace ser libres, nos hace Ser.
 
            Creer en Él, aceptar sus mandamientos y guardarlos, es lo único que se nos pide. Lo voy comprendiendo en un nivel más profundo. Parece sencillo, y lo es, pero, a la vez, es tarea delicada, para “hilar fino” y crecer en fidelidad. No es fácil decidir creer en Él contra viento y marea en estos tiempos, y menos ser consecuente con esa decisión, porque a veces el mundo, el demonio y la carne se disfrazan de enseñanzas sutiles o amores efímeros que quieren durar y no pueden.        
 
             Apostemos fuerte, vayamos “a por todas”, recordando que nos jugamos la Vida eterna. Vivamos desde ahora unidos a este Amor infinito, sabiendo que, incluso cuando atraviesas la noche oscura de la desolación o cuando Le olvidas, Él nunca se olvida de ti y sigue a tu lado, esperando que vuelvas a prestarle atención y ames como Él nos ha amado, totalmente, sin condiciones ni medida.
 
             Esta es nuestra vocación, para tantos como nosotros tardía y felizmente descubierta: recorrer lo que resta de camino conscientes de su presencia, que es fuente de amor, a nuestro lado y dentro, muy dentro de todos y de cada uno (intimior intimo meo et superior summo meo).
 
            Con palabras de San Agustín, volvamos a meditarlo, agradecerlo, hacernos conscientes de tal don, consagrarnos y comprometernos, con una decisión alegre y definitiva que nos mantenga unidos para siempre al amor del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo:
¡Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva! Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera te andaba buscando. Me lanzaba todo deforme entre la hermosura que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste, y más tarde me gritaste, hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste, y con tu tacto me encendiste en tu paz.
 
 
 
 
 

              Si nos detenemos, si nos paramos (los argentinos usan el verbo "pararse" para decir "ponerse de pie"), si nos levantamos, verticales, disponibles, quietos y callados, atentos, vacíos y libres, la Luz que es Cristo en nosotros se nos revelará, llenándonos de Su Amor.
 
PAUSA
 
Tardé tanto en convencerme
de que correr y  morir son lo mismo…
Alguna tregua breve,
y vuelta a la tortura de la noria,
donde luces y sombras se suceden
y se mezclan aturdidas.
 
Tardé siglos en darme cuenta
de mi prolongada, absurda muerte
y un instante sólo en detenerme,
el instante preciso para ver
que vivo y reconocer
mi peso, mi paso, mi volumen,
el misterio que alienta
en mi cuerpo y lo trasciende
difuminando sus bordes,
uniendo mi vida a la Vida.
 
Un instante sólo en detenerme,
reconocer que Soy
y Ser.
  

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