14 de febrero de 2015

El verdadero milagro


Evangelio de Marcos 1, 40-45
En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”. Sintiendo compasión, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero: queda limpio.” La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”. Pero cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.
 
Curación del leproso, Catedral Vieja de Salamanca. Retablo
                               Curación del leproso, Catedral Vieja de Salamanca

            Hace dos mil años, en Galilea, la lepra no era solo una enfermedad espantosa; significaba además una muerte social, un rechazo total de la persona, una exclusión inmisericorde.
            Frente a esa realidad que se arrastraba desde la antigüedad (primera lectura Levítico 13, 1-2.44-46), contemplamos de nuevo la misericordia de Dios manifestada en su Hijo, la Ley del amor, que trasciende los ritos y normas externos, haciendo posible la sanación real, que es mucho más que una carne limpia, es ver, saber, reconocer la Fuente de toda sanación.
            Es el milagro que te libera de creencias y percepciones falsas, te lleva a lo real, te permite reconocer a Dios en Cristo y te otorga su capacidad de hacer posible lo imposible, de crear y recrear, de hacer con Él nuevas todas las cosas (Ap 21, 5). Porque ya has sido regenerado por la Palabra que vibra en ti, resuena en ti, se pronuncia en ti y te atrae hacia Sí.
            Arrodillarse, reconocer a Jesús, declarar que es Dios, es soltar pasado, programas y creencias para ponerse bajo la única influencia legítima, la del Ser y referenciarse a Él, soltando todo lo que no es.
Ve a presentarte al sacerdote, es lo que le encomienda Jesús, según estipula la ley, para ser readmitido en la sociedad. Porque Él no viene a abolir la ley sino a darle plenitud (Mt 5, 17). Es necesario a veces pasar por alto la ley para llegar a la Ley del amor, que trasciende, completa, perfecciona toda ley.
Este hombre es modelo de humildad y gratitud, como el único leproso de los diez que retrata Lucas (Lc 17, 11-19), el rechazado y excluido samaritano, el único que llega a la verdadera oración que ya no es súplica, sino acción de gracias y alabanza. Como Naamán el Sirio, (2 Reyes 5, 14-17), al ser curado de la lepra por el profeta Eliseo.
No basta con saber realizar impecablemente la oración de petición. Al siguiente nivel, que es la oración de acción de gracias y alabanza, solo llegan los pobres en el espíritu, los humildes, los que se atreven a negarse a sí mismos y por eso pasan del No Soy al Ser. En uno de los pasajes más inquietantes de los Evangelios, la higuera se secó porque no se pudo negar a sí misma (Mateo 21, 19).
Sanados, salvados, restaurados en nuestro Ser verdadero, podemos llegar al nivel superior, que es la oración de comunión, de unidad, de puro amor. Entonces, no solo quedamos limpios, sanados en el cuerpo, sino liberados, íntegros, capaces. Es fruto de la fe verdadera, que es mucho más que creer, es ver. No necesito creer en Dios si conozco, reconozco y vivo a Dios.
 Como el leproso humilde, seguro del poder de Jesús, nos acercamos a Jesús, nos dejamos enamorar por la Palabra que sana y salva, que ama y se da por completo, sin condiciones, porque, la palabra de Dios no está encadenada (2 Tim 2, 8-13).
Ni siquiera sabemos si una vez sanado fue a presentarse al sacerdote, que es lo que exigía la ley, pero eso no importa. Lo que se nos dice es que empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, ebrio de asombro y gratitud. Así debiéramos vivir; ebrios de amor y vida. Porque lo importante no es ser curado en lo físico y luego cumplir los rituales externos con el fin de asegurarse el cielo, como si Dios fuera un negociante que lleva la contabilidad de lo que cumplimos y lo que no. Lo esencial, la mejor parte que no nos será quitada (Lc 10, 42), es la relación íntima con Jesucristo, capaz de sanarnos completamente, de salvarnos y transformarlo todo.
Es la experiencia de amor, que nos mantiene vivos, con el corazón encendido, aunque estemos rodeados de muertos vivientes. Porque el amor, la Ley verdadera y definitiva, no entiende de reglamentos vacíos de contenido, de correcciones externas, de las cosas "como es debido"… El verdadero amor tiene ese matiz de locura que te saca de lo adecuado, lo normal, lo correcto, lo establecido…, valores de este mundo, representación o figura que ya está pasando (1 Cor 7, 25). El amor te eleva, te trasforma y como dice el Salmo 31 que hoy leemos: “te rodea de cantos de liberación.
            Las curaciones milagrosas que obra Jesús nos conectan con lo sensorial, lo sacramental, lo carnal… Seguir a Cristo, ser Cristo, no es espiritualizarse hasta el punto de perder de vista lo material, el cuerpo, sino iluminar la materia. Él ya lo hizo encarnando; encarnemos nosotros para ser Luz del mundo.
Si no confiamos en nosotros para lograrlo, no importa, confiemos en Jesús, nuestro Origen y Destino, declaremos que Él puede liberarnos y sanarnos. Ese es el milagro que hace posible la curación milagrosa. Milagros mayores haréis, nos dijo el Maestro, y el gran Milagro es verle, reconocerle, adorarle (ad-oro, convierto en oro), para que Él nos diga una y otra vez: “Quiero, queda limpio”.
Jesús  nos está mirando, hablando, curando, resucitando a todos y cada uno de nosotros ahora, si queremos verlo y reconocerlo, porque el Evangelio no es una crónica, sino palabra viva, siempre actual, de Aquel que es la Palabra.
 
 
                                                        El Milagro, Marcos Vidal
 

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