13 de junio de 2015

El Reino, la única opción


Evangelio de Marcos 4, 26-34

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Dijo también: “¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”. Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía en parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
 

 


Con parábolas, para que le entiendan todos, y con su vida, Jesús anuncia el Reino de Dios, insistiendo en que no es un Reino lejano e inalcanzable, sino que está dentro de nosotros (Lucas 17,21), dentro y cerca (Marcos 1,15), y se actualiza en Él y en cada uno de los que acogen la Buena Nueva (Mateo 20,28).

Y ¿cómo es ese Reino tan cercano, tan íntimo? ¿Por qué no lo vemos? Porque está en un instante y mientras seguimos en el devenir temporal, solo podemos vislumbrarlo en ese instante sagrado en que velando, vigilando, abiertos al Misterio, conectamos con nuestra Esencia Original, Jesucristo, el Verbo increado.

Para los que siguen la Lógica convergente, que aparece a menudo en estos blogs, el Reino consiste en los Universos Originales anteriores a la creación, anteriores al Paraíso Original, que sería un nivel inferior en la Octava Cósmica. El Maestro hablaba de ello en parábolas porque es muy difícil expresar con palabras unos misterios tan inalcanzables para la mente limitada, atada a Cronos y al dualismo (dentro, fuera; anterior, posterior; superior, inferior…).

Jesús nos trae la nueva lógica y nos guía, nos eleva hasta Él para que comprendamos sin conceptos ni argumentaciones, como un latido, como un abrazo de amor verdadero, como una respiración. Nos hace vivir el Reino en el presente atemporal, que es plenitud y es coherencia y es potencia infinita.

Somos dichosos porque creemos sin ver, confiamos en Aquel que anuncia el Reino porque es el Reino y quiere que seamos Uno con Él, eternamente, que es más que siempre.

De este modo se asoma Enrique Martínez Lozano al misterio de lo inefable: “En la expresión “reino de Dios” volvemos a encontrar las “dos caras” de lo Real: la Plenitud que ya es, desplegándose o expresándose en la historia manifiesta; el Vacío y la forma; el Ser y los entes; el Misterio inmanifestado y las manifestaciones concretas… Y todo ello, sin ningún tipo de dualismo, sino en el Abrazo integrado de la No-dualidad en el que se reconocen, a la vez, las diferencias en las formas y la identidad o unidad compartida”.

Se nos está planteando como nunca, en planos que trascienden lo puramente intelectual, que solo hay una opción: el ojo de aguja, el camino estrecho. Por eso decido volver, con confianza y con alegría. “Desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor”, nos propone San Pablo en la segunda lectura de hoy (Corintios 5, 6-10). Es volver, regresar, y es hacerlo ya, aunque sigamos aparentemente aquí. De pie, la cintura ceñida, porque es la Pascua, el paso del Señor.
 
La gente sigue trabajando, afanándose, ilusionándose con los brillos artificiales de neón, en vidas virtuales, estériles, aparentemente ricas y felices, sin ver que es un sueño del que despertarán sentados sobre una calabaza. “Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del Hombre.” (Mateo 24, 37-44)

Desterrados del mundo, del que no somos, del cuerpo mortal, aunque siga sirviéndonos como vehículo, como instrumento,  regresamos a Casa con la alegría y la confianza del que sabe que hay Alguien que completa, restaura, perfecciona todo, toma las faltas, las distorsiones e incoherencias del pasado y las transforma en coherencia y propósito puro, claro, lleno de sentido. 
 
Y para el Camino de Retorno no hay nada que hacer, ningún sitio al que llegar, ningún bien que merecer. Como el que echó la simiente, solo cabe esperar, confiar… Es el morir a uno mismo y nacer al Sí mismo, de que hablan todas las tradiciones, que hace posible el santo abandono y, con él, ese despertar sencillo, directo y gozoso que nos descubre que la única tarea verdaderamente importante en este mundo es dejarnos mirar, amar y transformar por Él.

  

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