16 de abril de 2016

Nadie nos arrebatará de Su mano


Evangelio de Juan 10, 27-30


En aquel tiempo, dijo Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno.

Resultado de imagen de el buen pastor catacumba domitila
El Buen Pastor, Catacumbas de Priscila

                                    
Alma noble, noble criatura, ¿por qué buscas fuera de ti lo que está en ti todo entero y del modo más verdadero y manifiesto? 

                                                                                   San Agustín


Que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos
y tú en mí, para que sean completamente uno.

Juan, 17, 22-23


El cristianismo es una Persona, un hombre que también es Dios y quiere que nos unamos a Él. En Jesús hallamos la perfecta expresión de esa unidad a la que estamos llamados, ya que, al hacernos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, podemos participar de la unión divina.

Él quiere integrarnos en esa unidad, hacernos uno con Él. Cuando se vislumbra la inmensidad de este Misterio, no tiene sentido perderse en argumentos que nos hagan sentirnos más Dios y menos criaturas. ¿Quién querría dejar de ser hijo o hija amados de tal Padre, por defender un no-dualismo que no pasa de ser una idea, una abstracción, si no ha sido realmente vivido y encarnado?

Por nuestra incorporación a Cristo y nuestra participación en el Misterio Pascual, alcanzamos nuestra verdadera esencia e identidad en Aquel que se ha hecho uno de nosotros para que nosotros seamos uno con Él y con el Padre. Porque la vocación definitiva del hombre es la unidad con el Único.

Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios, dice San Atanasio. Él ya nos atrajo hacia Sí, por eso nuestro destino es ascender, como Él ascendió.

De ahí la flaqueza de que se gloría S. Pablo (2 Cor 12, 10); Aunque sin Jesucristo no podemos nada, con Él lo podemos todo. Através de Él, vamos llegando a niveles más sutiles de comunión con Dios, trascendiendo formas, nombres e impresiones sensoriales.

Jesús es nuestro guía hacia la más íntima fusión con la propia esencia de la divinidad. De Su mano, sin perder Su presencia serena y protectora; junto a Él, enamorado de cada alma individual, hacia la Unidad. Con Él no nos disolvemos ni desaparecemos, no perdemos la individualidad que Él ama y con la que Le amamos; solo abandonamos el hombre y la mujer viejos, incapaces de amar, que ya no somos, para ser de verdad y amar de verdad. No se trata de un apego a la propia individualidad, que sería más fruto del ego que del amor, sino, precisamente, de la voluntad de seguir amando de Aquel que salió de Sí para encontrarse con nosotros.

Por eso podemos escuchar a Jesús hablar de “Su mano” y de “la mano” del Padre (Jn 10, 27-30), sin que nos parezca una contradicción con esa meta de Unidad inefable a la que nos dirigimos. Alguno puede pensar, tal vez con cierta condescendencia, que eso quiere decir que aún nos aferramos a los niveles de comprensión inferiores, que necesitan dar forma humana al Padre para asimilarlo a nuestros parámetros mentales. Sí y no. Sí y más, mucho más. Porque en Jesucristo cabe todo, vertical e infinito, lo limitado y lo ilimitado, lo material y lo espiritual, lo denso y lo sutil, la multiplicidad y la unidad, lo personal y lo transpersonal, todo, ascendido y trascendido, glorificado en Él y con Él.

Creer en Él nos da la vida eterna, nos libera de ciclos y de leyes. Porque el Verbo se hizo carne, se hizo debilidad, vulnerabilidad, para ser uno de nosotros y poder elevarnos con Él. Dios se abaja para elevarnos, por amor. Ya no somos solo carne, destino mortal, porque Él ha glorificado la carne, ha hecho del ser humano algo más que el cuerpo frágil y el alma adormecida, consecuencia de la caída. Él nos ha elevado, nos ha transformado y nos ha otorgado la dignidad de los Hijos de Dios. 

Desde entonces es fácil aceptar la multiplicidad, como una de las dos caras de la única moneda. Si, como dice Frithjof Schuon, la venida de Cristo es el Absoluto hecho relatividad a fin de que lo relativo se haga Absoluto, bendita relatividad, bendita multiplicidad, contemplada desde la esencia integral y unificada que nuestra condición restaurada de Hijos nos otorga. Porque seguir al Buen Pastor, reconocer con Pedro que bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos, nos permite recuperar la inocencia primordial, esa dimensión sin espacio ni coordenadas en la que todas las cosas y todos los seres mueren y renacen en la Unidad, en un presente eterno, un único latido que trasciende las formas y los nombres ante el único Nombre, que siempre está viniendo.

De la mano de Jesucristo, estamos llamados a ser Uno con el Único Ser divino, sin dejar de ser individuos. Ola y mar, gota y océano, Vid y sarmiento, Luz de Luz y luz individualizada (de in-diviso). Estaremos, estamos, en Dios, sin dejar de ser nosotros.

Jesús, que está a la derecha del Padre, está también en el corazón del hombre, porque ha querido acompañarnos hasta el fin de los tiempos. Dios habita en nosotros para ser Uno con cada hombre, con cada mujer, en un abrazo universal que no excluye a nadie. Ya no se trata de pertenecer o no al pueblo escogido, ni siquiera se trata de ser "buenos", sino de vivir esta Presencia interior inefable, conscientes de cómo nos va transformando, hasta que nos incorporemos –qué preciosa palabra, in-corpore-mos– totalmente en Él.

Él se encarnó por nosotros, pero ya antes era y, después de subir al Padre, siguió siendo. Nos llama a nosotros a esa vida de plenitud luminosa que integra las otras, las de las formas, los nombres y la temporalidad. Pero si nos quedamos en lo temporal, bloqueados en ello, no llegaremos a lo más sutil, lo más sublime, lo absolutamente perfecto.

“Yo y mi Padre somos uno”; es todo lo que hemos de comprender y también lo que hemos de experimentar en esta “gran tribulación” donde nos vamos acrisolando. Para poder decir, sentir, vivir que el Padre es uno con nosotros, permanecemos unidos a Jesucristo a través de los sacramentos (no concibo unión más grande en este mundo, que la que nos ofrece continuamente la Eucaristía), la oración y la lectura constante de Su Palabra. En el Evangelio escuchamos, real y actualmente, a Jesucristo. Ya no es la idea que uno pueda tener de Dios, sino Palabra viviente y eficaz que transforma y eleva.

Quien acude conscientemente a los sacramentos, ora como Él nos enseñó y lee el Evangelio recibe la gracia que permite cumplir Su Palabra, y es capaz de encontrar y reconocer al Señor en todos y cada uno de los hermanos, porque el mismo Jesús vive en su corazón, lo llena y rebosa.



                                        Quién te separará de Mí, Hermana Glenda

No hay comentarios:

Publicar un comentario