15 de octubre de 2016

Orar siempre


Evangelio de Lucas 18, 1-8

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: “Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario». Por algún tiempo se negó; pero después se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara».” Y el Señor añadió: “Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”.



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                                        La Creación (detalle), Miguel Ángel


                           Yo te invoco, oh Dios, porque tú me respondes.

            Salmo 17,6
  

            Pedid y se os dará; buscad y hallaréis, llamad, y se os abrirá.

             Lc 11, 9


Después de enseñar el Padrenuestro a sus discípulos, Jesús subraya la necesidad de perseverar en la oración, con otra parábola muy semejante a la que leemos hoy, la del amigo inoportuno (Lc 11, 5-13).

La actitud del juez hacia la viuda es la contrapuesta a las entrañas de misericordia del Padre. Con estas dos parábolas, Jesús nos muestra cómo funcionamos en el mundo, para que comprendamos que el Reino no tiene nada que ver con nuestros afanes mezquinos y egoístas.

Los Evangelios nos ofrecen muchos ejemplos personales de esa insistencia necesaria, como la cananea, modelo de fe, perseverancia y humildad. (Mt, 15, 28); o como el centurión, claro y directo en su petición y en la expresión de fe que la sostiene (Lc 7, 1-10).

El sentido más profundo de esa constancia no es que Dios sea reticente o indiferente. El sentido tiene que ver contigo y conmigo. Si tenemos en cuenta solo a Dios, las súplicas que Le dirigimos no tendrían ninguna razón de ser porque Él sabe lo que necesitamos mejor que nosotros mismos (Mt 6, 8), y porque no podemos sobornarlo, manipularlo o transformar Su voluntad.

Si soy capaz de confiar a Dios todo lo que me inquieta o anhelo, lo estoy ya transformando en mí, porque orando me elevo y sublimo lo que pido, siento, espero, lo pongo en comunicación con lo Verdadero, donde germina la respuesta ante la mirada misericordiosa del Padre, que es todo lo contrario del juez de la parábola.

La oración perseverante no es útil o necesaria para Dios, pero sí para el ser humano. Es ponernos bajo Su voluntad y entregar la nuestra, tan pobre e inútil. Añadir: “no se haga mi voluntad, sino la Tuya” (Lc 22, 42), como nos enseña Jesús, legitima cualquier petición sincera, confiada y humilde.

La insistencia en la oración no se refiere, por tanto, a repetir una y mil veces las peticiones, como si Dios fuera sordo o indiferente a nuestras necesidades, sino a la necesidad de orar siempre, vivir en estado de oración, esto es, de comunión continua con Dios. Esa es la meta, vivir en oración, vigilantes, con la mano en alto, como vemos que hace Moisés en la primera lectura (Éx 17, 8-13). Con la oración continua, acabas convirtiéndote en lo que oras, como en el precioso relato de El Peregrino ruso.

Cuando se llega a la unión total, si es necesaria una oración de petición (por uno mismo, como hemos visto, no por Dios), bastaría decirlo una vez, porque se está en la Palabra.
           Entonces, si basta pedirlo una vez con absoluta confianza, sinceridad y pureza, ¿para qué insistir? Porque llevamos tesoros en vasijas de barro y, aunque a veces consigamos esa plenitud que solo puede dar la unión con Dios, volvemos a caer.
Nos lastran el mundo y sus reclamos y tantas sombras interiores que aún no hemos logrado iluminar permanentemente. De ahí la importancia de ser fieles y constantes, orar siempre, hacer de la vida oración, intentando permanecer en ese estado de Comunión.

            Este vivir velando no es igual para todos. Dependiendo del nivel de ser y de conciencia, así será la oración y así será lo recibido, como veíamos el domingo pasado.
            El que ha alcanzado la purificación y lucidez necesarias para caminar junto al Maestro y es consciente de esa comunión, ¿qué va a pedir? Todo lo considera pérdida o basura, con tal de ganar a Cristo (Filp 3, 3-8).
            Porque lo mejor, lo que da el Padre, lo que hay que pedir es el Espíritu Santo (Lc 11, 11-13).  Todo ruego ha de vincularse a este bien supremo. Primero el Reino, que es Él, su amor infinito que nos llena, nos transforma y nos salva. Primero el Reino y lo demás siempre vendrá por añadidura, porque todo lo bueno y necesario viene de Su amor.

Toda forma de plegaria es, entonces, válida si está adaptada a cada uno y al momento que atraviesa. Hay formas y niveles de oración que no son todavía adecuados para muchos.
            Existe un nivel superior de oración, que Jesucristo no podía enseñar a todos con las parábolas, que enseñó a los apóstoles, y que Juan, recostado en su pecho, comprendió como ninguno (Jn 16, 23-27). Solo desde ese amor integrado se puede realmente pedir en Su Nombre, porque se vive en Él, y Él mora en el corazón del verdadero discípulo.
Los que viven en esta oración de comunión, de amor perfecto, no conciben otra petición que el fiat, hágase en mí Tu voluntad y si, como el mismo Jesús, a veces piden por aquellos que aman (Jn 17, 9, 24), es en el marco de esta sumisión voluntaria y gozosa a la voluntad del Padre.

Por eso la oración sincera siempre es atendida. Que las peticiones son escuchadas queda bien subrayado en los evangelios (Mt 21, 21, Lc 17, 6, Mc 11, 24, Mc 9, 23, Jn 15, 7).
            ¿Cómo pedir para recibir? ¿Cómo llamar para que nos abran? ¿Cómo buscar para hallar? (Lc 11, 9) ¿Con qué actitud? ¿Desde dónde? ¿En qué estado?
            Sosiégate y sabe que Yo soy Dios (Salmo 46, 11). Cuando logras que el significado de esta frase se haga vida en tu interior, permites que Él se exprese en ti y en tu vida, que actúe a través de ti.
            Sin embargo, cuando tratamos de manipular o utilizar a Dios, no estamos hablando con Él, sino con uno de esos ídolos que nos alejan de Su gracia.

Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno (Dt 6, 4). Es el hombre el que tiene que prestar atención, vigilar y escuchar, mantenerse siempre atento y receptivo, consciente de Dios, evitando las dispersiones, los cantos de sirena del Adversario, que está siempre dispuesto a confundirnos y distraernos de lo esencial.
            Por eso es necesario orar siempre, perseverar en la oración, no para que Dios capte nuestro mensaje y nos dé "acuse de recibo" de nuestra solicitud, sino para que nos mantengamos en guardia frente a lo que nos aparta de Él, verticales, con la mirada y el corazón hacia la meta, que es la Unión definitiva.

Porque toda oración de petición sincera acaba desembocando en la única petición necesaria: que se haga en mí Su voluntad, que yo sea capaz de permitirle hacer Su obra en mí, sin interferencias, sin deseos mundanos, sin reservas ni búsquedas que no sean la única búsqueda legítima, como diría Tauler, la búsqueda pura y simple de Dios.



Salmo 120 (121), Sorin Goleanu


                  ¿Qué derecho tenemos nosotras a ser escuchadas? Nuestro deseo de paz es, sin duda, auténtico y sincero. Pero, ¿nace de un corazón totalmente purificado? ¿Hemos rezado verdaderamente “en el nombre de Jesús”, es decir, no solo con el nombre de Jesús en la boca, sino en el espíritu y en el sentir de Jesús, buscando la gloria del Padre y no la propia? El día en que Dios tenga poder ilimitado sobre nuestro corazón, tendremos también nosotras poder ilimitado sobre el suyo.
                                                                                              Edith Stein


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