23 de diciembre de 2017

El Señor está contigo


Evangelio según San Lucas 1, 26-38

A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres”. Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin. Y María dijo al ángel: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” El ángel le contestó: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios”. Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible. María contestó: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.


The Annunciation, Simone Martini, 1333 O5HR207.jpg
                                              La Anunciación, Simone Martini


Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción.
                                                                                        Gálatas 4, 4-5

Oh tú, alma noble, noble criatura, ¿por qué buscas fuera de ti al que está en ti, todo entero, de la manera más real y manifiesta? Y puesto que tú participas de la naturaleza divina, ¿qué te importan las cosas creadas y qué tienes que hacer con ellas?
                                                                                              San Agustín


El Cuarto Domingo de Adviento coincide este año con la Nochebuena, víspera de la gran Fiesta de la Navidad. A toda la tierra alcanza su pregón, que proclama: el Señor viene a salvarte y liberarte, vino, viene y vendrá. No estás encadenado a tu pasado, tus errores, tus caídas, tantos fracasos, pérdidas y ausencias. Dios nació en Belén, nace en tu corazón si Le aceptas, y todo cambia y se transforma: el pesebre se ilumina, la pobreza es un tesoro, el abandonado es abrazado, el triste, consolado, el herido, sanado…

            Enmanuel, Dios con nosotros… La inmanencia es tan espiritual y profunda como la trascendencia. Dios no está más allá de nosotros, sino con nosotros, asumiendo y elevando nuestra humanidad caída. 

Navidad es darse cuenta de que Dios está en medio de nosotros, defendiéndonos y protegiéndonos, como ya profetizaba Sofonías (3, 14-18a) y Samuel en la primera lectura de hoy. En el Antiguo Testamento, parecía, a veces, que había que luchar contra Dios, así lo hizo Jacob, hasta que Dios se dejó vencer, y le dio la bendición que Jacob reclamaba. Desde que Jesús encarnó, es evidente que Dios es nuestro aliado y ha vencido por nosotros el pecado, la enfermedad y la muerte. Si Dios lucha por nosotros, la victoria es segura y la bendición no hay que pedirla, se nos da por anticipado a través de María, la bendita madre del bendito Niño Dios. Por eso dice Benedicto XVI que el Nuevo Testamento comienza con la Anunciación, que contemplamos hoy. "Alégrate" es entonces la primera palabra de la Buena Nueva.

Navidad es la fiesta de la fe; es creer que ese bebé frágil que nace de una doncella virgen es nuestro Salvador y que, pase lo que pase, todo acabará bien porque él está a nuestro lado.

Navidad es ver nuestra fragilidad, contemplando a ese Niño que asume lo humano para redimirlo. Cuanto más débiles y vulnerables nos sentimos, más anhelamos su Segunda Venida en gloria, para que nos saque de esa fragilidad y nos libere. De ahí el grito con que termina la Biblia: Maranatha, “Ven, Señor, Jesús"; porque deseamos que vuelva. Navidad y Pascua de Resurrección se fundirán en la Jerusalén celeste, la patria a la que regresamos. 

Navidad es alegría verdadera porque, aunque anhelemos su venida definitiva en gloria, sabemos que Él sigue con nosotros, acompañándonos hasta el final. Alégrate, levántate, mira hacia arriba y verás al Salvador que viene. Haz de Jesús el centro de la Navidad y de tu vida, y todo será Buena Noticia para ti. Acoges al Niño y Él te abraza con tu complejidad y tus sombras, transfigurando todo, liberándote de toda atadura. 

Este Adviento me he preparado intentando ver en mí a la vieja Eva arrepentida. He visto sus arrugas, su decrepitud, su miseria y su tristeza de siglos. Lo he mirado todo en mí: su miedo, su angustia y su añoranza del paraíso. Atreviéndome a verlo, con amargura y esperanza a la vez, me he preparado para que, como en aquella leyenda que contemplamos hace tiempo, el Niño del portal y Su madre cojan mi manzana mordida, mis días de olvido, soberbia, sueño, egoísmo y dispersión. Les presento mi vida, tanto desvarío, tanta ceguera, tanto creer que yo podía elegir, proyectar, construir… Se lo muestro todo, y ellos lo ven, se compadecen de la pobre, vieja Eva, hija pródiga que ha sufrido tanto sin motivo, y me devuelven la inocencia, paso de ser anciana marchita a doncella agraciada, eternamente agradecida, para vivir con ellos los verdaderos días de gracia.

Jesús vino, viene si le dejamos sitio, y vendrá al final que ya Es, porque para Dios no hay tiempo. Quisiera esta Navidad vivir las tres venidas a la vez, celebrar Su nacimiento como el más importante de los acontecimientos, dejar que nazca en mi corazón, liberado de lastre y miseria, y recibirle ya en su venida triunfal, esa que algunos esperan histórica, y lo será: el final de la historia, y es a la vez atemporal. Es el secreto de los bienaventurados, que viven ya la eternidad, no la posponen, no la demoran, no la proyectan, porque la promesa está cumplida, la esperanza y lo esperado se unen, como la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan (Salmo 84).

Es en lo cotidiano donde lo trascendente se hace inmanente. Imitemos a María en su sencillez y su inocencia audaz y libre. Mirémonos en ella para sentir la alegría que está más allá de las circunstancias y esa confianza plena que nos hace conscientes de que solos no podemos hacer nada, y por eso nos abrimos a Dios y aceptamos que se haga Su Voluntad. Aprendemos a callar y a escuchar, para que en el silencio del corazón pueda encarnar la Palabra, como vemos en www.diasdegracia.blogspot.com


Ave Maria, Schubert. Por Andrea Bocelli

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