20 de enero de 2018

Pescadores de hombres


Evangelio según San Marcos 1, 14-20
Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios: Convertíos y creed la Buena Noticia”. Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago. Jesús les dijo: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él.


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Vocación de Pedro y Andrés, Duccio di Buoninsegna


La escena a la que hoy nos asomamos del Evangelio es inmediatamente posterior a las tentaciones del desierto. Jesús, acrisolada su alma por los cuarenta días de ayuno y oración en el desierto, tras haber vencido al Adversario, deja Nazaret, su infancia y su juventud, para empezar su misión junto al Mar de Galilea. Inicia su actividad pública con estas palabras: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios: Convertíos y creed la Buena Noticia”. Es continuador del mensaje de Juan el Bautista, predicando la conversión. Pero Jesús lo hará de un modo nuevo: no ya por miedo o amenaza, sino por anuncio y promesa, para el Reino que se acerca. 

No sabemos cuánto tardaron los primeros apóstoles en decir sí a la llamada. Ya conocían a Jesús, lo leímos el domingo pasado narrado por Juan. Primero lo conocieron Andrés y el propio Juan, discípulos del Bautista. Él les preguntó: “¿Qué buscáis?” Ellos respondieron: “Maestro, ¿dónde vives?” Y Él les dijo: “Venid y veréis”. Qué diálogo tan profundo en su aparente sencillez, qué riqueza de significados para el alma del discípulo. No se puede decir más con menos palabras.

Luego vino esa larga e íntima conversación que el Evangelio de Juan esboza, conciso y sutil. Después, como en una danza de alegre generosidad, fue aumentando el grupo de los escogidos para seguir a Jesús. Andrés y Juan (siempre discreto cuando habla de sí mismo, como vimos el domingo pasado) se lo dijeron a sus respectivos hermanos mayores: Simón y Santiago (Juan 1, 40-42). Luego vino el cándido Felipe (Juan 1, 43), Natanael (Juan 1,47) y, más tarde, los demás.

Podemos suponer que ya habían tenido tiempo para madurar la decisión. Por eso, cuando Jesús los invita a seguirlo y compartir su misión, no preguntan nada, dejan todo y lo siguen, porque la semilla ya estaba creciendo en su corazón desde el primer encuentro.

Si los apóstoles se fiaron de aquel rabbí, cómo no fiarnos de Quien nos ha dado la mayor prueba de amor con su muerte y, con su resurrección, nos ha logrado la vida eterna. Creemos sin ver, es cierto, y somos dichosos por ello, pero tenemos las pruebas que aquellos primeros discípulos no tuvieron: que Él es el Hijo de Dios, vencedor de la muerte.

La vocación de estos cuatro apóstoles es un ejemplo de disponibilidad, porque la decisión de aceptar la vocación supone una entrega y un seguimiento incondicionales. ¿Qué hacían Pedro, Andrés, Santiago y Juan cuando Jesús pasó junto a ellos y los llamó? Trabajaban en su oficio, atentos, porque si estuvieran dispersos, distraídos, en proyecciones vanas e ilusorias, como andamos casi siempre, no se habrían dado cuenta de Quién les llamaba y para qué. Eso es velar, hacer lo que hay que hacer, atender la necesidad del momento, serenos, atentos, a la espera de la llamada. Pero qué poco estamos hoy a lo que hemos de estar; tantas veces en el pasado muerto o el futuro ilusorio, en lo irreal, sin atender al presente, al afán de cada día…

Ellos eran ya capaces de soltar las redes materiales, todo lo que separa y aísla, y cambiarlo por la entrega y el servicio. Y también están preparados para dejar la barca, soltar todo lo que ata, para entregarse sin reservas y ser verdaderos discípulos. Tienen el corazón dispuesto para la compasión y la paciencia, tan necesaria para un seguidor de Aquel que no tiene donde reposar la cabeza. Por eso Él les hablará a ellos en privado, de un modo especial, diferente al que emplea cuando enseña en público, porque han dejado los valores materiales en favor de los espirituales.

La metáfora de la pesca aparece a menudo en el Evangelio (Mateo 4, 18-22; Marcos 1, 16-20) y también en el Antiguo Testamento (Ezequiel 47, 10; Habacuc 1, 14-15). El símbolo del pez, usado por los primeros cristianos para reconocerse, contiene la esencia de la Revelación. Las letras de la palabra pez en griego, Ichthys son las letras iniciales de la frase: "Jesús, el Cristo, Hijo de Dios, Salvador". 

Pescadores, hombres sencillos y humildes, escogidos para seguir a Jesús, el Cristo, el Mesías, y ayudarle a extender la buena nueva. Dejan todo por Él y su mensaje. Como dice Giovanni Papini, “el pescador es el hombre que sabe esperar, el hombre paciente que no tiene prisa, que echa su red y confía en Dios.” Humildad y paciencia, generosidad, pobreza de espíritu y confianza, virtudes que hoy escasean y debemos adquirir para ser fieles a la vocación aceptada. 

Para escuchar la llamada de Jesús hay que estar atento. Si nos dispersamos o distraemos, el mismo Jesús puede pasar a nuestro lado hoy y no lo veremos. Porque Él continúa llamándonos, a cada uno por nuestro nombre; nos está diciendo: “sígueme”, con una llamada personal y directa. Es Él quien nos busca, nos encuentra y nos llama, aunque pueda parecer lo contrario, que somos nosotros los buscadores.

Para pronunciar un “Sí” rotundo e incondicional y mantenerlo con coherencia a pesar de los obstáculos que siempre encontraremos, es necesario transformarse por dentro, hasta ser capaces pensar, sentir, vivir de forma diferente. Esa es la conversión a la que Jesús nos llama hoy, la Metanoia: del griego, volverse, dar la vuelta, movimiento interior de transformación de mente y corazón; cambio de los significados y sentidos de la vida. En hebreo, Teshuvá: conversión, arrepentimiento; ese gesto o cambio interior que permite mirar de un modo nuevo, no ya a la manera egoísta del mundo, sino a la manera generosa, abierta y libre de Jesús. Cuando se está dispuesto a dar ese paso decisivo, cuando uno se atreve a cambiar y rechazar para siempre lo que le esclaviza, empieza a estar preparado para ser discípulo.
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Jesucristo sigue esperando nuestra respuesta: que aceptemos entregarnos sin reservas y ser de los Suyos. Pero a veces no reparamos en que, para dar algo, hay que tenerlo, para darnos, hemos de ser dueños de nosotros mismos. Entonces, ¿hay que realizar un largo y considerable trabajo interior antes de emprender el camino del discípulo? Sí y no. Hay que ser consciente, en primer lugar, de todo lo que nos esclaviza: pasiones, apegos, inercias, miedos… y estar dispuesto a soltarlo. Normalmente no se logra de un día para otro, pero la intención ya nos predispone, porque Dios mira el corazón y procura todo lo que le falta al hombre de buena voluntad.

“Te basta mi gracia, pues la fuerza se realiza en la debilidad" (2 Cor 12, 9), decía el Señor a San Pablo cada vez que su voluntad flaqueaba, y nos lo dice a cada uno de nosotros, todos acosados por espinas diferentes, más o menos insidiosas. Por eso, también como Pablo, nos gloriamos en nuestra debilidad, y no permitimos que nuestras carencias y mediocridades nos frenen. Nos ponemos en camino como si ya fuéramos libres y capaces de todo, dando por descontado que Él es la fuente de nuestra libertad y nuestra fortaleza.


                                    Quien pierda su vida por mí, Hermana Glenda

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