17 de marzo de 2018

Para esta hora he venido


Evangelio según San Juan 12, 20-33

En aquel tiempo entre los que habían venido a celebrar la Fiesta había algunos gentiles; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: “Señor, quisiéramos ver a Jesús”. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: “Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.


El expolio de Cristo, El Greco


                                     La gloria de Dios es que el ser humano viva en plenitud.

                                                                                                          San Ireneo

¡Ah, cuánto mejor es vivir en aridez y tentaciones con la voluntad de Dios, que en contemplación sin ella!

                                                             San Juan de Ávila


Buscar, encontrar, ver, no ver, vida y muerte, luz y tinieblas, juicio y salvación, conceptos claves en el Evangelio de Juan, el más profundo, el más cercano al latido del Maestro. Fue el discípulo amado el que apoyó su cabeza en el costado de Jesús la noche del amor supremo y Le conoció, otro concepto esencial de su Evangelio, que resuena también en la primera lectura de hoy (Jeremías 31, 31-34).

Seguimos avanzando hacia la meta de la cuaresma: la Pascua del Señor que nos abre las puertas de la eternidad. El precio de la entrada a esa Vida verdadera lo pagó Él por nosotros, fue Su sangre. La dio toda, lo dio todo, Se dio Todo… Y nosotros también hemos de dar todo lo que creemos tener: nuestros bienes materiales y espirituales, nuestros miedos, nuestros deseos, nuestros rencores y culpas, nuestras expectativas y anhelos, nuestras miserias, nuestras bondades…

Porque solo Él es Bueno, solo Él es Santo, renunciamos también a los propios méritos, tan ilusorios. Hay personas que han ejercitado tanto sus virtudes que muchos los toman como ejemplo. A ese “virtuosismo” personal, a ese ser de los buenos, a las obras hechas para justificarnos, también hay que renunciar cuando nos lo apropiamos, atribuyéndonos su bondad y sus frutos.

Un corazón puro, pedimos con el Miserere, el Salmo 50 que hoy cantamos. Un corazón puro, capaz de salir del egoísmo y vivir la alegría de saber que la Salvación siempre viene del Señor, que Él dio su vida por nosotros para que nosotros la demos por los demás.

Se trata de morir a uno mismo para poder renacer o nacer de nuevo, recordábamos el domingo pasado. Y ese segundo nacimiento pasa siempre por mirarse en el Señor, que nos renueva y nos prepara para seguirle en el servicio y la entrega..

Si pretendemos seguir viviendo como hombres y mujeres viejos, exteriores, que se conforman con mejorar poco a poco, con ser cada vez más “buenos”, pero no se atreven a dejarlo todo y renacer, no podremos seguir al primer Hombre Nuevo el que, elevado sobre la tierra, quiere atraer a todos hacia Sí.

El amor verdadero, que está más allá del sentimiento y la emoción, permite engendrar, gestar y dar a luz a ese nuevo ser, hombre y mujer interiores, renacidos y libres, que siguen en el mundo pero no son del mundo, porque han sido elevados por Aquel que venció al mundo y glorificándose nos glorifica. Porque Él es fiel a la alianza y muere para que tengamos vida en Él. Vivió nuestra vida humana para que vivamos Su vida divina. Si en Cristo destrozado -Eccehomo, dijo Pilatos- me veo a mí y lo que debería haber padecido yo, en mí he de ver a Cristo.

Esa es la tarea que hemos de hacer: reconocer que él nos amó hasta el extremo y ser consecuentes: entregarlo todo, darnos por entero, como grano de trigo que muere para dar fruto, más allá de la mente y sus dictados y mentiras, más allá de la existencia de aquí abajo, que solo conduce a vidas que se agotan en sí mismas. Aquellos griegos buscaban a Jesús, como nosotros lo hemos buscado hasta ser encontrados por Él. Buscaban la Verdad, la plenitud, la dicha sin fin que viene de un Dios que se hace hombre para hacernos Dios.

Cómo no estremecernos cuando sentimos el latido de Su ley en interior, conexión bendita, Amor que se vive, que se reproduce, que se comunica, alianza firmada con sangre, Corazón Sagrado que se intercambia con corazón contrito que reconoce su miseria.

Todo eso resuena en la primera lectura de hoy, que anuncia una alianza nueva basada en el amor que nace del conocimiento. Conocemos a Dios cuando vemos cómo perdona y olvida. El perdón de Dios es un perdón que renueva al ser humano, como canta el salmo. No es como el perdón de los hombres, condicionado y frágil, donde se filtra el rencor. El perdón de Dios es recto y perfecto, total. Avanzamos en la Cuaresma confiados porque contamos con el perdón total de Dios, que entregó a su único hijo como prueba de ese amor, ese perdón para quien lo acepta.

En la segunda lectura (Hebreos 5, 7-9) se nos dice que las oraciones y súplicas de Jesús al que podía salvarlo de la muerte fueron escuchadas. Y sin embargo murió, porque Él, que vivía en la Voluntad del Padre, no oraba por su salvación, sino por la nuestra. Aceptó su misión, su hora, siendo Uno con el Padre, y nosotros aceptamos la nuestra para ser Uno con nuestro Salvador. En Getsemaní y en tantos ratos de oración en la vida de Jesús, Dios reza a Dios, oración perfecta, cumplimiento.

Y aun así, Su alma está agitada porque carga con el pecado, el olvido y la ceguera de todos los hombres, de todas las épocas. La lucha que deberíamos librar con el príncipe de este mundo, el que nos hizo caer y pretende mantenernos sometidos, la libró Él. Su agitación, como su sed en la cruz, proceden de nosotros, de nuestra voluntad egoísta y torcida. El Señor se agita, tiembla, llora y suplica para que aceptemos su amor redentor. Para esa hora vino; para vencer al mal y la muerte en nuestro lugar.

¿Cuál es mi hora? ¿Para qué hora he venido? ¿Qué es una hora? La hora de Dios no es la ocasión que buscan los seres humanos para aprovechar, controlar, justificar, imponer su propia voluntad, incluso con “buena intención”. Pretendemos ser santos con una santidad a nuestra medida, como queremos nosotros, no como quiere Dios. Todo gira en torno al propio yo. Creemos servir a Dios, pero solo lo hacemos si se acomoda con lo que nos brinda seguridad y sentido, ilusorios, vanos, tan endebles que se desvanecen al primer soplo de viento. Nuestra verdadera hora es la Suya, hora de temor y temblor, de muerte y sacrificio, de amor y servicio, de entrega total. Él se puso en nuestro lugar para que nosotros nos pongamos en el Suyo. Jesús vivió nuestra vida y nuestra muerte para que vivamos Su vida y Su gloria.

El sufrimiento espiritual de Cristo es infinitamente mayor que el físico. El momento cumbre de la Redención es Getsemaní pero toda su vida desde la Encarnación fue un in crescendo hacia esa "hora" de generosidad y amor supremos en que cargó con todas nuestras miserias, las de cada uno de los seres humanos que ha habido y habrá. Eccehomo, recordábamos arriba las palabras de Pilato, he ahí el hombre. En Jesús destrozado, humillado, estamos todos. La meta es que en cada uno de nosotros esté un Día el Cristo glorioso.

San Agustín expresa magistralmente ese maravilloso intercambio que hace que hayamos vencido en Cristo, porque él fue tentado en nosotros y que hayamos resucitado en Cristo, porque él ha muerto por nosotros:

“En él puedes ver tus esfuerzos y tu recompensa; tus esfuerzos en la pasión, y tu recompensa en la resurrección. He ahí cómo se hizo él nuestra esperanza. Tenemos dos vidas: una la que ahora vivimos, y la otra la que esperamos. La que ahora estamos viviendo, nos es conocida; la que esperamos la desconocemos. Soporta con paciencia la que ahora vives, y conseguirás la que todavía no tienes. ¿Cómo la soportas? Si no te dejas vencer por el tentador. Con sus fatigas, sus tentaciones, sus sufrimientos y su muerte, te dio Cristo a conocer la vida que ahora vives; con su resurrección te manifestó la vida futura. Nosotros, los humanos, sólo conocíamos que el hombre nace y que muere; la resurrección del hombre y la vida eterna la desconocíamos; él tomó lo que tú conocías, y te mostró lo que ignorabas. Por eso se ha hecho nuestra esperanza en las tribulaciones, en las tentaciones. Mira lo que dice el Apóstol: Más aún, hasta nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia, la paciencia la virtud probada, y la virtud probada la esperanza; pero la esperanza no defrauda, porque la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Luego se ha hecho nuestra esperanza quien nos dio el Espíritu Santo; y ahora caminamos hacia la esperanza; no caminaríamos, si no tuviéramos esperanza. ¿Qué dice el mismo Apóstol? Lo que uno está viendo ¿cómo lo va a esperar? Pero si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con paciencia. Dice también: Estamos salvados en esperanza.”

¿Nos atrevemos a morir con Él para poder resucitar a la nueva vida? No van a torturarnos ni a clavarnos a una cruz de madera, pero sí a una cruz invisible, interior, cada uno la suya o las suyas. Cada vez que renunciamos a nuestra voluntad limitada y egoísta nos dejamos crucificar con Él para resucitar con Él.

No hay vuelta atrás. Crucifico mi voluntad para vivir la vida de Cristo con su voluntad divina. Fui un desastre, cultivé poco y mal las virtudes. Pero el Señor acepta mi sí ahora y toda mi vida pasada es prueba superada en Él, que vivió mi vida por mí. Él vino a asumirla y a vivirla. Yo se la entrego y me dispongo a vivir la Suya y acaso un día podré decir: si por esto he venido, para esta hora.

En  www.diasdegracia.blogspot.com contemplamos otro pasaje del Evangelio de Juan que la liturgia propone como alternativa para este V Domingo de Cuaresma.


                                           Miserere mei Deus, Gregorio Allegri

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