12 de mayo de 2018

Proclamad el Evangelio


Evangelio según san Marcos 16, 15-20
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán los demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, tomarán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos. El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban.

Ascensión de Cristo, Perugino

¿Dónde está sentado Cristo? No está sentado en ninguna parte. Quien lo busca en algún lugar, no lo encuentra. Su parte menor se halla por doquier, su parte superior no está en ningún lugar.
La señal de que alguien ha resucitado por completo con Cristo consiste en que busca a Dios por encima del tiempo. Busca a Dios por encima del tiempo quien busca sin tiempo.

Meister Eckhart

La única manera de avanzar en el camino del cristiano es remitirnos a Jesús y Su Palabra. El Mensaje desnudo es el crisol que nos transforma y nos prepara para seguirlo. Porque el Evangelio, la buena nueva de Cristo resucitado, es el Camino (1 Corintios 15, 1-11). Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación, nos encomienda hoy. Evangelio, Buena Noticia, del griego, εὐαγγέλιον, euangelion.

Porque es a nosotros a quienes está hablando. Sí, a ti y a mí, nos dice: id y proclamad la Buena Nueva… Es la misión a la que estamos llamados, ser nuevos apóstoles, testigos de Cristo. 

Antes de la muerte y resurrección del Maestro, los discípulos anunciaban la proximidad del Reino. Después, son testigos de Jesucristo, proclaman el Evangelio, la buena noticia de la redención, con hechos ya consumados, dan testimonio.

En la escena que hoy contemplamos, reciben poderes mucho más elevados de los que recibieron los setenta y dos que fueron enviados con una detallada lista de recomendaciones y preceptos (Lucas 10, 1-9). Ahora reciben poderes y consignas de orden espiritual; es Su muerte y Su resurrección lo que marca la “frontera” divisoria entre una misión y otra. 

Pero antes y después son (y somos) enviados sin apenas recursos materiales, a corazón descubierto, libres de apegos, con la libertad que Él nos otorga y la plena confianza en que no estamos solos ni desamparados, pues tenemos la paz y el amor del Señor. Por eso, sabemos lo importante que es la actitud interior; las obras surgen a partir de esa actitud de entrega y confianza. En realidad, no son nuestras obras, sino las que el Señor preparó para nosotros antes de todos los tiempos. Cuando creemos estar haciendo, lo que estamos es aceptando, asumiendo ese legado atemporal.

Jesús puede transmitir facultades a sus elegidos, porque Él es dueño y Señor de estas potencias y virtudes. Pero esos poderes no son lo esencial ni son duraderos, pues se ejercen en el mundo que pasará. Solo Sus Palabras no pasarán (Mateo 24, 35); por eso, nada del mundo es comparable a cumplir Su Palabra y ser Sus testigos. Todo lo demás es anecdótico, incluso vencer a los demonios.

Las verdaderas señales de estar progresando en el Camino son la pureza de la intención y la sinceridad en la entrega. No pretendemos ser hechiceros, nada más lejos de la esencia del cristiano; el mismo Jesucristo quitaba importancia a los milagros y solo los realizaba para cubrir necesidades. Que Lázaro resucitara es infinitamente menos importante que el verdadero nombre de Lázaro inscrito en el Cielo.

Es bueno conocer cuáles son los riesgos de quedarnos en lo superficial o anecdótico, que puede estancar y confundir, cuando no hacer caer en la soberbia. El gran peligro de cada logro espiritual es que el ego siempre tiende a apropiárselo y a jactarse de ello. Por eso conviene repetirse lo de: “somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lucas 17, 10). El jueves pasado, festividad de San Juan de Ávila, el arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, recordó en su homilía una sencilla oración que deberíamos tener siempre presente: Señor, hazme santo; que los demás no se den cuenta y que yo no me lo crea."

La contundencia del mensaje de Cristo y la constante llamada a la humildad, de la que Él es el mejor ejemplo, son nuestra salvaguarda. Porque, si el ego nos sabotea continuamente, cuando este ego se ha “espiritualizado”, el peligro es mayor aún. Y hay que ponerle en su sitio, para que no olvide que todo nos viene del único Todopoderoso. Que no nos hacemos santos por nuestros propios medios, sino que el Espíritu Santo, cuya venida sobre los apóstoles y sobre nosotros mismos conmemoraremos el próximo domingo, Solemnidad de Pentecostés, es el que nos santifica.

Hemos de dar testimonio de palabra y con nuestra forma de vida, pero sin atribuirnos ningún mérito y sin esperar resultado, como ese siervo que hace lo que tiene que hacer y eso le basta. Es anecdótico que se nos sometan los espíritus, pisotear serpientes y escorpiones o ser inmunes al veneno, si lo comparamos con el regalo inmenso de que nuestros nombres están inscritos en el cielo.

Nos gloriamos en nuestra debilidad, como dice San Pablo (2 Corintios 12, 9-10). Por muy admirables que puedan parecer nuestras obras somos simple canal del poder de Dios y sin Él no somos nada. Nuestro único mérito es la adhesión a la cruz de nuestro Señor (Gálatas 6, 14) y la entrega incondicionada que nos permite ser cauce de la voluntad divina. Si se nos someten los espíritus, es por el poder del nombre de Jesús, ante el que toda rodilla se dobla en el cielo, en la tierra y en el abismo (Filipenses 2, 10).  

Estamos llamados a fundirnos con Él, para que nos ampare y nos transforme, nos libere y proteja, nos fortalezca y defina, al oír cómo nos llama por nuestro nombre. No el que nos pusieron nuestros padres, sino el nombre verdadero, el que nos dio el Padre y hemos olvidado, el que nombra el ser nuevo que somos, a imagen y, por fin, también semejanza (1 Juan 3,2). Porque Él, que inscribió nuestros nombres en el cielo, nos ha de llevar a la dimensión más elevada de nosotros mismos. Esa es la razón de nuestra alegría: podemos entrar en comunión con Jesucristo a cada instante, y gozar de Su presencia en ese eterno presente donde ya somos uno con Él.

Como dice san Pablo en la segunda lectura de hoy (Efesios 1, 17-23), nuestro verdadero cometido es reconocer a Jesucristo como la fuente de todo poder y toda plenitud, para seguirle  sin condiciones. Esa es la fuente de la paz y de la alegría: saber que somos de los Suyos. La verdadera alegría del cristiano es el encuentro con Aquel que hace de nosotros hombres nuevos.

Jesús ascendió para que ascendamos con Él y podemos empezar a ascender ya aquí, ahora, en este buscarle y seguirle sin tiempo que dice Meister Eckhart en la cita de inicio, soltando lastre, aligerándonos, dejando de distraernos, dispersarnos, para mirarle solo a Él, centrarnos solo en Él, poner la atención en Él. Unidos a Jesucristo, ya estamos en el cielo, aunque aún no nos hayamos despojado de los velos, a veces tan tupidos, de la carne. Contemplamos esta maravilla con mirada de asombro en diasdegracia.blogspot.com .


                                                       Laudate Dominum, Taizè

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