9 de junio de 2018

De la culpa, a la gracia


Evangelio según San Marcos 3, 20-35 

En aquel tiempo volvió Jesús a casa y se juntó tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales. Unos letrados de Jerusalén decían: “Tiene dentro a Belcebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios”. El los invitó a acercarse y les hablaba en parábolas: “¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino en guerra civil, no puede subsistir; una familia dividida, no puede subsistir. Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa. Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre”. Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo. Llegaron su madre y sus hermanos, y desde fuera lo mandaron llamar. La gente que tenía sentada alrededor le dijo: “Mira, tu madre y tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan”. Él les preguntó: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” Y mirando a los que estaban sentados alrededor, dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”.


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Raphael Sanzio


¡Ah, cuánto mejor es vivir en aridez y tentaciones con la voluntad de Dios, que en contemplación sin ella!

                                                                                                      San Juan de Ávila

El hombre es una criatura que ha recibido la orden de convertirse en Dios. 
                                                              San Basilio

El pasaje del Evangelio que hoy narra Marcos acaba con unas palabras que resumen el camino del cristiano. “El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”. Es una idea que hemos leído y meditado a menudo, pero quizá más en la versión de Lucas (Lc 11, 28) o de Mateo (Mt 7,24). 

En Lucas, Jesús responde al piropo espontáneo de aquella mujer “dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron”, con un piropo mucho más profundo hacia su madre, la que mejor escuchó la Palabra de Dios y la cumplió, que algunos no entendieron y lo tomaron como un desaire. Mateo va a lo concreto, con el símil del hombre sensato que construye su casa sobre roca, para hacernos ver cómo la escucha de la palabra y su puesta en práctica edifica una morada eterna.  

Marcos, el Evangelista más escueto y directo, no menciona la escucha de la palabra, va "al grano", como tantas otras veces, y sintetiza ese “modo de ser” cristiano, de los de Cristo, su familia espiritual, en cumplir la voluntad de Dios. 

Hay quien está obsesionado con recordar las palabras literales de Jesús. Sacerdotes que insisten en la necesidad de leer y releer y meditar el Evangelio para que la fe se haga más sólida y nos lleve a un conocimiento más profundo de Jesús. Eso está muy bien, en el Evangelio está sintetizado el mensaje de la Salvación, y leerlo a menudo nos guía y nos va transformando. Pero el verdadero Evangelio, la Buena Noticia es el propio Jesucristo, que es infinitamente más que palabras, enseñanzas, parábolas y sentencias recogidas por los evangelistas. Es la Palabra, que está más allá de las lenguas y de los libros, incluso los libros sagrados; el Verbo eterno que pronunció el Padre en la Creación.

Ser dichoso por escuchar Su palabra y cumplirla es llegar a una identificación tal con Jesucristo que seamos una sola vida en Él. El discípulo amado lo entendió mejor que nadie. Juan, después de María, recostado en el pecho del Maestro, supo que cumplir Su palabra es vivir Su vida interior, es latir en Su latido y para eso no hace falta conocer las palabras concretas, sino conocer Su voz y Su eco, el mensaje tan inmenso que no cabe en los libros y nos lleva al “todo está cumplido”; Vida eterna para el que vive Su vida.

Una sola palabra bastaría: Fiat. El “hágase" de la Creación, Fiat, el “hágase en mí” de María, Fiat, el “no se haga mi voluntad, sino la Tuya” de Getsemaní. La palabra que Adán y Eva no quisieron pronunciar, la que debemos pronunciar, la Palabra que basta para sanarme… Escuchar a Jesús dentro: y ya no son palabra; vivir en Él, y es el Verbo sin palabras. Porque las palabras que cumplir son las literales, pero también, sobre todo, las más profundas, esos niveles de comprensión que van hacia dentro y a lo alto, hasta el Fiat triple y eterno.

Vayamos a lo que hay detrás de las palabras que pronuncia la Palabra y, desde ahí, vayamos a los silencios sonoros y, más allá, a la Palabra primordial del Verbo, ese Fiat original que nace del Amor. 

Por eso Marcos, el evangelista directo que va al "grano", que se expresa a veces más por lo que calla que por lo que dice, en la conclusión del pasaje de hoy no menciona lo de escuchar la palabra. Cumplirla es haberla escuchado. Más aún, cumplirla es haberte transformado en la Palabra, haberte unificado en el Verbo. 

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La Cruz, el Árbol de la Vida

Para llegar a esa meta hay que aceptar primero la Redención que Cristo nos trae. Él vino a liberarnos de la carga que Adán y Eva dejaron a la familia humana. No puedes ser perdonado si no crees que puedes ser perdonado. Si te sabes perdonado, puedes dejar de luchar contra ti mismo y con todos los demonios que te habitan, insidiosos, mentirosos, ávidos de conflictos. Para sentirte merecedor de perdón has de unificarte y qué mejor manera que fundiéndote con el Sagrado Corazón de Jesús, que ayer celebrábamos, del que brota agua y sangre, gracia y vida.

El nuevo Adán vence donde el viejo Adán cayó. Jesucristo es el Hombre Nuevo, que nos señala el camino de transformación. Lo que propone Satanás son siempre atajos para no pasar por la cruz. Vencer supone no tomarlos y seguir por el camino estrecho que conduce a la Vida, para experimentar el segundo nacimiento que Nicodemo no entendía. Nace así una nueva criatura, el antiguo “Adán”, la antigua "Eva" mortales que somos se convierte en otro Cristo, resucitado y eterno. Venceremos en Él y por Él a través de la humildad y la confianza, la pobreza de espíritu, el vaciarnos de nosotros mismos, para volver al Paraíso, la esencia original, pura y unificada. 

Los ricos de espíritu no pueden reconocer la supremacía divina sobre lo creado y, escogiendo la separación, el dualismo de lo contingente, el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, caen en la eterna tentación de Adán y Eva, alejándose del Conocimiento unificado, la Sabiduría de Dios, que lleva a la Verdad y la Vida, la Unidad primigenia. diasdegracia.blogspot.com

Luzbel, el ángel más bello, dominado por la soberbia, quiso ser, Adán y Eva quisieron ser. Todas las guerras, los conflictos interiores y exteriores proceden del deseo soberbio y egoísta de ser, olvidando que no se puede ser sin morir a uno mismo. Jesús nos enseña a escoger el Bien absoluto que consiste en unir la propia voluntad a la de Dios. 

Volviendo al inicio de este post, ya no se trata solo de cumplir o hacer la voluntad de Dios, para lo que es necesario haber escuchado la palabra. Se trata de ser la voluntad de Dios, y eso solo es posible fundiéndose con la Palabra.

                                                     De profundis clamavi, Salmo 129

Cuando el Omnipotente hubo creado al hombre a su semejanza, animándole con un soplo de vida, hizo alianza con él. Adán y Dios conversaban en la soledad, pero la alianza quedó rota de hecho como resultado de la desobediencia, porque el Ser eterno no podía proseguir comunicándose con la muerte, ni la espiritualidad tener algo en común con la materia, pues entre dos cosas de propiedades diferentes no puede establecerse punto alguno de contacto sino en virtud de un medio. El primer esfuerzo que el amor divino llevó a cabo para acercarse a nosotros fue la vocación de Abrahán y el establecimiento de los sacrificios, figuras que anunciaban al mundo el advenimiento del Mesías. El Salvador, al rehabilitarnos en nuestros fines, debía devolvernos nuestros privilegios; y el más precioso de estos era, sin duda, el de comunicar con el Creador. Pero esta comunicación no podía ya ser inmediata como en el Paraíso terrenal; en primer lugar, porque nuestro origen subsistió mancillado; y en segundo, porque nuestro cuerpo, ya esclavo de la muerte, es demasiado débil para comunicarse directamente con Dios sin morir. Era preciso, pues, un intermediario, y este fue su Hijo, que se dio al hombre en la Eucaristía, haciéndose, digámoslo así, el camino sublime por cuyo medio nos reunimos de nuevo con el Creador de nuestra alma.
Si el Hijo hubiera permanecido en su esencia primitiva, es evidente que habría existido en la tierra la misma separación entre Dios y el hombre, porque no puede haber unión entre una realidad eterna y el sueño de nuestra vida. Pero el Verbo se dignó hacerse semejante a nosotros al descender al seno de una mujer. Por una parte, se enlaza con su Padre en virtud de su espiritualidad, y por la otra se une con la carne, en razón de su forma humana; de esta manera se constituye el lazo buscado entre el hijo culpable y el padre misericordioso. Ocultándose bajo la especie de pan, se hace un objeto sensible para los ojos del cuerpo, mientras permanece un objeto intelectual para los del alma. Si ha escogido el pan para velarse es porque el trigo es un emblema noble y puro del alimento divino.
Si esta elevada y misteriosa teología, de la que nos limitamos a trazar algunos rasgos, arredra a nuestros lectores, obsérvese cuán luminosa es esta metafísica, comparada con la de Pitágoras, Platón, Timeo, Aristóteles, Carnéades y Epicuro, pues no se halla en ella ninguna de esas abstracciones de ideas, para las cuales es forzoso crearse un lenguaje ininteligible al común de los hombres.
Resumiendo, la Comunión enseña la moral, porque es preciso hallarse puro para acercarse a ella; es la ofrenda de los dones de la tierra al Creador, y trae a la memoria la sublime y tierna historia del Hijo del hombre. Unida al recuerdo de la Pascua y de la Primera Alianza, la Comunión va a perderse en la noche de los tiempos; se enlaza con las primeras nociones relativas al hombre religioso y político, y expresa la antigua igualdad del género humano; finalmente, perpetúa la memoria de nuestra primera caída, y la de nuestra rehabilitación y unión con Dios.

                                                                                              Chateaubriand
                                                                                     El Genio del Cristianismo

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