29 de diciembre de 2018

Jesús, perdido y hallado


Evangelio según san Lucas (2,41-52)

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados». Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron lo que les dijo. Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.


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Jesús entre los doctores, Giovanni Paolo Panini


Aquel “conservaba todas las Palabras en su corazón” significa que las vivía. María era totalmente la Palabra, solo la Palabra. 
                                                                      Chiara Lubich

Si el Niño Jesús que nació en Belén ha nacido en mí, el Niño de doce años que se pierde y es encontrado en el Templo he de hallarlo también en mí. Él quiere que sea Su templo y que pueda decir: Vivo, pero no yo, es Cristo que vive en mí. Viviendo Su vida en mí, veo a Jesús en todo y veo el sufrimiento que conduce a la Gloria. 

Y comprendo por qué buscaba la Cruz como signo, símbolo y bandera desde que tengo uso de razón. Buscaba, ahora lo sé, mi imagen verdadera. Toda mi tristeza procedía de este no encontrarme; y al fin me he encontrado en el cuerpo, la sangre y la divinidad del Crucificado que muere y resucita para rehacer mi vida. 

Me he encontrado en el que traspasaron, el que se ve en los crucifijos y el que no se ve, pero continúa traspasado en el Sagrario como Pan de Vida. En el espejo ya no quiero ver mi rostro, sino el Suyo. En la Eucaristía aprendo a ser la Hostia viva que Él quiere: Jesús en mí salvando, rehaciendo todo y resucitando por amor. 

Mi crisis de identidad era el Niño perdido. Y ahora que lo he hallado, lo cuido y atiendo, porque María me ha pedido que sea también Su madre y que Le tenga siempre tan cerca, tan dentro como ella. Él conoce nuestras necesidades, pero yo se las presento; Le digo: mira, Señor, y Él mira a través de mí y vuelvo a ver, pero ya con sus ojos, vuelvo a mirar, pero es Él quien mira en mí. 

Soy el Niño perdido y hallado. Soy quien le busca y soy el encontrado. ¿Dónde estabas, hijo, padre, hermano, esposo? ¿Dónde estabas, Jesús? Con mi Padre, en las cosas de mi Padre, respondes con amor. Ahí te busco y te encuentro, en las cosas de nuestro Padre, que mora en el alma que vive en Su voluntad, fundida en Su querer. Ahí me busco a mí también, en mi alma que es Tuya, en ti, Señor, ¿dónde quieres que esté, que sea, que viva por toda la eternidad?

Del padre al Padre, de los lazos de la carne a los del espíritu, como vemos en diasdegracia.blogspot.com.Y aprendo a ver, a escuchar con otros sentidos, a comprender con otra lógica. Y sé que solo es vida verdadera la vida en Cristo. Lo demás: sombra, mentira, sueño, cancioncitas inútiles y discordantes que hemos de recoger para rehacerlas con Jesús y ofrecérselas al Padre, convertidas en canto de alabanza. 

María Santísima, madre de Jesús y madre nuestra, nos transmite en Reina del Cielo, libro dictado por ella misma a Luisa Piccarreta, cómo vivió aquellos tres días en que perdió a su Hijo y lo encontró en el Templo. Tres días, como los que estuvo en el sepulcro, como los que aguarda a que Le encontremos dentro de cada uno, nuestro amado, nuestro Dios, Verbo eterno capaz de todo para que aceptemos su amor.

“Cual no fue mi asombro e inquietud que sentí cuando llegados al punto donde nos debíamos reunir y no lo vi a su lado. Sin saber lo que había sucedido, sentimos tal espanto y tal dolor que nos quedamos mudos los dos. Quebrantados por el dolor regresamos apresuradamente, preguntando con ansia a cuantos encontrábamos: “¡Ah! díganos si habéis visto a Jesús, nuestro Hijo, porque no podemos vivir sin Él” Y llorando lo describíamos: “Él es todo amable, sus bellos ojos azules resplandecen de luz y hablan al corazón; su mirada golpea, rapta, encadena; su frente es majestuosa, su rostro es bello, de una belleza encantadora; su voz dulcísima desciende hasta el corazón y endulza todas las amarguras; sus cabellos rizados, y como de oro finísimo lo hacen hermoso, gracioso; todo es majestad, dignidad, santidad en Él; Él es el más bello entre los hijos de los hombres.” Sin embargo, a pesar de nuestra búsqueda ninguno nos supo decir nada, el dolor que Yo sentía se recrudecía en modo tal, que me hacía llorar amargamente y abría a cada instante en mi alma heridas profundas, las cuales me provocaban verdaderos espasmos de muerte. 
Hija querida, si Jesús era mi Hijo, Él era también mi Dios, por eso mi dolor fue todo en el orden divino, se puede decir, tan potente e inmenso, de superar todos los otros posibles dolores juntos. Si el Fiat que Yo poseía no me hubiera sostenido continuamente con su fuerza divina, Yo habría muerto de espanto. 
Viendo que ninguno nos sabía dar noticias, ansiosa interrogaba a los ángeles que me rodeaban: “Díganme, ¿dónde está mi querido Jesús? ¿Adónde debo dirigir mis pasos para poderlo encontrar? ¡Ah! díganle que no puedo más, tráiganmelo sobre vuestras alas a mis brazos. ¡Ángeles míos, tengan piedad de mis lágrimas, socórranme, tráiganme a Jesús.” 
En tanto, habiendo resultado vana toda búsqueda, regresamos a Jerusalén, después de tres días de amarguísimos suspiros, de lágrimas, de ansias y de temores, entramos al templo, Yo era toda ojos y buscaba por todos lados, cuando de repente, finalmente, con gozo descubrí a mi Hijo que estaba en medio de los doctores de la ley, Él hablaba con tal sabiduría y majestad, que cuantos lo escuchaban permanecían raptados y sorprendidos; al sólo verlo sentí que me regresaba la vida y rápido comprendí la oculta razón de su extravío.”

                                       No puedo vivir sin ti, Hermana Glenda

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