Evangelio según san Juan 10, 27-30
En aquel
tiempo, dijo Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me
siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las
arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie
puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno.
Alma noble, noble criatura, ¿por qué buscas
fuera de ti lo que está en ti todo entero y del modo más verdadero y
manifiesto?
San Agustín
Que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos
y tú en mí, para que sean completamente uno.
Juan, 17, 22-23
El
cristianismo es una Persona, un hombre que también es Dios y quiere que nos
unamos a Él. En Jesús hallamos la perfecta expresión de esa unidad a la que
estamos llamados, ya que, al hacernos miembros del Cuerpo Místico de Cristo,
podemos participar de la unión divina.
Él
quiere integrarnos en esa unidad, hacernos uno con Él. Cuando se vislumbra la
inmensidad de este Misterio, no tiene sentido perderse en argumentos que nos
hagan sentirnos más Dios y menos criaturas. Por
nuestra incorporación a Cristo y nuestra participación en el Misterio Pascual,
alcanzamos nuestra verdadera esencia e identidad en Aquel que se ha hecho uno
de nosotros para que nosotros seamos uno con Él y con el Padre. Porque la
vocación definitiva del hombre es la unidad con el Único.
Dios
se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios, dice San Atanasio. Él ya nos
atrajo hacia Sí, por eso nuestro destino es ascender, como Él ascendió. De
ahí la flaqueza de que se gloría S. Pablo (2 Cor 12, 10); Aunque sin Jesucristo
no podemos nada, con Él lo podemos todo. Através de Él, vamos llegando a
niveles más sutiles de comunión con Dios, trascendiendo formas, nombres e
impresiones sensoriales.
Jesús
es nuestro guía hacia la más íntima fusión con la propia esencia de la
divinidad. De Su mano, sin perder Su presencia serena y protectora, hacia la Unidad. Con Él no nos disolvemos ni
desaparecemos, no perdemos la individualidad que Él ama y con la que Le amamos;
solo abandonamos el hombre y la mujer viejos, incapaces de amar, que ya no
somos, para ser de verdad y amar de verdad. No se trata de un apego a la propia
individualidad, que sería más fruto del ego que del amor, sino, precisamente,
de la voluntad de seguir amando de Aquel que salió de Sí para encontrarse con
nosotros.
Por
eso podemos escuchar a Jesús hablar de “Su mano” y de “la mano” del Padre (Jn
10, 27-30), sin que nos parezca una contradicción con esa meta de Unidad
inefable a la que nos dirigimos. Alguno puede pensar, tal vez con cierta
condescendencia, que eso quiere decir que aún nos aferramos a los niveles de
comprensión inferiores, que necesitan dar forma humana al Padre para asimilarlo
a nuestros parámetros mentales. Sí y no. Sí y más, mucho más. Porque en
Jesucristo cabe todo, vertical e infinito, lo limitado y lo ilimitado, lo
material y lo espiritual, lo denso y lo sutil, la multiplicidad y la unidad, lo
personal y lo transpersonal, todo, ascendido y trascendido, glorificado en Él y
con Él, Dios infinito.
Creer
en Él nos da la vida eterna, nos libera de ciclos y de leyes. Porque el Verbo
se hizo carne, se hizo debilidad, vulnerabilidad, para ser uno de nosotros y
poder elevarnos con Él. Dios se abaja para elevarnos, por amor. Ya no somos
solo carne, destino mortal, porque Él ha glorificado la carne, ha hecho del ser
humano algo más que el cuerpo frágil y el alma adormecida, consecuencia de la
caída. Él nos ha elevado, nos ha transformado y nos ha otorgado la dignidad de
los Hijos de Dios.
Desde
entonces es fácil aceptar la multiplicidad, como una de las dos caras de la
única moneda. Si, como dice Frithjof Schuon, la venida de Cristo es el Absoluto
hecho relatividad a fin de que lo relativo se haga Absoluto, bendita
relatividad, bendita multiplicidad, contemplada desde la esencia integral y
unificada que nuestra condición restaurada de Hijos nos otorga. Porque seguir
al Buen Pastor, reconocer con Pedro que bajo el cielo no se nos ha dado otro
nombre que pueda salvarnos, nos permite recuperar la inocencia primordial, esa
dimensión sin espacio ni coordenadas en la que todas las cosas y todos los
seres mueren y renacen en la Unidad, en un presente eterno, un único latido que
trasciende las formas y los nombres ante el único Nombre, que siempre está
viniendo.
De la
mano de Jesucristo, estamos llamados a ser Uno con el Único Ser divino. Ola y mar, gota y océano, Vid y sarmiento, Luz de Luz
y luz individualizada (de in-diviso). Estaremos, estamos, en Dios, sin dejar de
ser nosotros.
Jesús,
que está a la derecha del Padre, está también en el corazón del hombre, porque
ha querido acompañarnos hasta el fin de los tiempos. Dios habita en nosotros
para ser Uno con cada hombre, con cada mujer, en un abrazo universal que no
excluye a nadie. Ya no se trata de pertenecer o no al pueblo escogido, ni
siquiera se trata de ser "buenos", sino de vivir esta Presencia
interior inefable, conscientes de cómo nos va transformando, hasta que nos incorporemos totalmente a Él.
Él se
encarnó por nosotros, pero ya antes era y, después de subir al Padre, siguió
siendo. Nos llama a nosotros a esa vida de plenitud luminosa que integra las
otras, las de las formas, los nombres y la temporalidad. Pero si nos quedamos
en lo temporal, bloqueados en ello, no llegaremos a lo más sutil, lo más
sublime, lo absolutamente perfecto.
“Yo y
mi Padre somos uno”; es todo lo que hemos de comprender y también lo que hemos
de experimentar en esta “gran tribulación” donde nos vamos acrisolando. Para
poder decir, sentir, vivir que el Padre es uno con nosotros, permanecemos
unidos a Jesucristo a través de los sacramentos, de la fusión con Su Voluntad, que nos permite alcanzar la Vida Divina a la que estamos llamados, y la
lectura constante de Su Palabra. Ya no es la idea que uno pueda tener de Dios, sino
Palabra viviente y eficaz que transforma y eleva.
Quien vive íntimamente unido a Jesús, renunciando a la voluntad humana limitada y confundida para dejar que sea la Vonuntad Divina la que viva y obre en él, descubre que el Reino está en su corazón y que se puede resucitar antes de morir para vivir ya aquí Vida de Cielo.
Quién te separará de Mí, Hermana Glenda
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