28 de septiembre de 2019

Un abismo inmenso


Evangelio según san Lucas 16, 19-31

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando sus ojos, vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Pero Abrahán le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a su vez males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros, se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros”. El rico insistió: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento”. Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. El rico contestó: “No, padre Abrahán . Pero, si un muerto va a verlos, se arrepentirán”. Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto"."


                                       Lázaro y el rico epulón, Juan de Sevilla


            No viváis en tinieblas, para que ese día no os sorprenda como un ladrón.

                                                                                                1 Tesalonicenses 5, 4
                                                                                                                                                                Quien crea haber entendido las Escrituras sagradas,
y con esa comprensión no practica el amor de Dios
y del prójimo, no ha entendido nada de la Escritura.
                                                                                                                    
                                                                                                                 San Agustín

Todas las lecturas de hoy son un necesario jarro de agua fría para los hombres y mujeres de este siglo, que seguimos viviendo ciegos, inconscientes, dormidos. El corazón de piedra ha de ser cambiado por un corazón de carne, antes de que sea demasiado tarde.

La necesidad de escuchar la Palabra es una de las claves del Evangelio. Cómo escucharla, cómo leerla para asimilarla con todo nuestro ser y ponerla por obra... Sabiendo de Quién nos fiamos (2 Tim 1, 12) y viviendo en consecuencia. Donde pongamos nuestra confianza y nuestro corazón, estará nuestro tesoro (Mt 6, 21), nuestros bienes actuales y también los venideros. Porque ese cielo y ese infierno que retrata la parábola del hombre rico y Lázaro están ya aquí, entre nosotros y dentro de nosotros.

El salmo 145 que cantamos hoy lo dice con claridad: “Alaba, alma mía, al Señor”. Esa es nuestra misión, a eso hemos venido, a alabar a Dios, a glorificarle con nuestras vidas. Todo lo demás es esclavitud, porque, como dice la segunda lectura (1 Tim 6, 11-16), hemos de conquistar la vida eterna a la que fuimos llamados. Si sabemos que los verdaderos bienes son los de arriba y vivimos en consecuencia, guardando el mandamiento sin mancha ni reproche, veremos esa Luz, hasta ahora inaccesible.

El abismo es inmenso entre los que viven tratando de ser fieles a esta misión y los que se dejan atrapar por los bienes de este mundo, con sus placeres efímeros. Unos y otros, tantas veces dentro de uno mismo, la dualidad que nos fragmenta y nos impide Ser. ¡Ay de ellos!, dice el profeta Amós (Amós 6, 1a.4-7), como preludio de las advertencias que nos hace Jesús en el Evangelio.

En esta parábola, no hay una condena de la riqueza por sí misma; Jesús era amigo de pobres y ricos. Lo que hay es una denuncia del desamor, de la indiferencia ante el sufrimiento y las necesidades ajenas, que, veinte siglos después, sigue siendo la actitud habitual. El hombre rico aparece sin nombre, tal vez para que sepamos que puede personificar a cada uno de nosotros.

Hambre, miseria, guerras, desigualdades, injusticias, crímenes, egoísmo, pasividad generalizada… Es el extremo de egoísmo y desamor al que hemos llegado. Cómo no va a estar el planeta estremeciéndose. Hasta los ángeles deben estar espantados de lo que hacemos con el libre albedrío que se nos dio.

Y casi nadie está libre de esta actitud de indiferencia y egoísmo. Vivimos refugiados en cómodos “nidos” materiales y en esos otros nidos invisibles de seguridades, rutinas, creencias..., de separación, en definitiva. La injusticia y el sufrimiento de tantos claman al cielo, por mucho que esta sociedad de egoísmo y hedonismo quiera camuflarlo con parches inútiles para que todo siga igual. 

El abismo infranqueable es la inmensa brecha que separa (en uno mismo, en primer lugar) el hombre interior, libre, capaz de amar, y el hombre exterior o material, esclavo del mundo efímero, que solo se ama a sí mismo, ese sí mismo tan frágil e inconsistente. Aunque un hombre resucite, ¡que lo ha hecho!, el que se acomoda en ese estado exterior superficial y falso no despertará a la vida verdadera, y morirá sin haber conocido los verdaderos bienes, porque habrá malvivido ajeno a ellos.

Todo está a la vista para el que se fía de Jesús y es capaz de ver con ojos que están más allá de los sentidos físicos. Todo a la vista, dentro y fuera: el cielo, el infierno, el purgatorio, los ángeles y los demonios. Pero el que ha alcanzado esa gracia, el que “ha visto”, ha de recordar que esa revelación es una espada de doble filo, porque al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá (Lc 12, 48) . 

En cambio, el que no imagina que pueda haber nada más allá de este mundo de materia corruptible, no tiene a sus espaldas la gran responsabilidad del que ha logrado asomarse a lo Real y sabe hacia dónde debe apuntar para dar en el centro de la diana. No en vano, uno de los significados etimológicos de la palabra pecado en griego y en arameo es errar la puntería. 

El libro Imitación de Cristo (según casi todos los indicios obra inspirada de Kempis) es implacable cuando aborda el tema de la muerte: “Cuanto más te perdonas ahora a ti mismo y sigues a la carne, tanto más gravemente serás después atormentado, pues guardarás mayor materia para quemarte.” Porque lo que se quema es la carne, es decir, el hombre viejo, el hombre exterior Quemémosle ya, para que viva ahora el hombre interior, el hombre nuevo, nacido de lo alto, capaz de ser y de hacer, capaz de amar. 

   Tendamos puentes entre los niveles inferior y superior, mortal e inmortal, que llevamos dentro, para que en todo y todos los que nos rodean desaparezca también ese abismo infranqueable que la indiferencia y el egoísmo pueden hacer eterno. El amor es la argamasa necesaria para construir ese puente, el amor consciente de aquellos que logran despertar y viven velando. 

Es la tibieza, que Cristo rechaza con tremenda radicalidad (Ap. 3, 16), la que nos impide sentir verdadero amor unos por otros, porque nos mantiene adormecidos en ese falso e inestable bienestar egoísta. La tibieza, que nos hace pasar de largo ante la necesidad ajena, escudándonos en que tenemos algo “importante” que hacer, y solo seguimos engordando el ego y enflaqueciendo el espíritu. Nos están poniendo ante un espejo implacable. ¡Ay de…!, dice el profeta Amós; ¡Ay de…! dice Jesús. Son lamentos y advertencias e implacables porque la Palabra de Dios no es moderada, sino clara y directa, siempre eficaz y verdadera.

No podemos pasar por alto las advertencias de las Sagradas Escrituras. Todo es amor, por supuesto, todo es gracia, sí, todo, don gratuito de Dios; pero estamos tan anestesiados, tan llenos de egoísmo, hipocresía, hedonismo y mezquindad, que es urgente despertar, pues ya estamos cayendo al abismo, individual y colectivamente. Esa es la esencia de los mensajes proféticos. El primer y más importante mensaje profético es el propio Evangelio; la parábola de hoy es un ejemplo claro. Y otros muchos pasajes como la parábola del banquete de bodas (Mt 22, 1-14) o el Apocalipsis.

Solemos evitar pensar en todo lo que desagrada o amenaza al ego: el sufrimiento ajeno y también la posibilidad de sufrir uno mismo. Por eso negamos la muerte, no de una forma racional, pues la mente sabe que existe; pero no es lo mismo saber con la mente, tan mecánica y tramposa, que conocer, ser consciente con todo nuestro ser, saber que se sabe. Piensa la muerte nos dice Tomas Moro. ¿Quién la piensa? Pocos, y en realidad, todos estamos muriendo desde que nacemos.

En la película Canción de Navidad de David Hugh Jones (1999), buena adaptación de la obra de Dickens, hay una escena estremecedora. Es aquella en que el Espíritu de las Navidades Presentes muestra a Ebenezer Scrooge (alter ego de tantos en su mezquindad, ojalá lo sea también en su providencial transformación) los dos niños alegóricos que esconde tras su túnica: la Ignorancia y la Indigencia.

Ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de la salvación (2 Cor, 6, 2). Debemos asimilar con todo nuestro ser, no solo con la mente mecánica y superficial, que vamos a morir. Y también que la vida eterna comienza aquí, ahora, mientras escribo estas palabras, mientras las lees. www.diasdegracia.blogspot.com


161 Diálogos Divinos, "Purgatorio y sufragios en Divina Voluntad"

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