14 de diciembre de 2019

De la profecía a lo Real


Evangelio según san Mateo 11, 2-11

En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” Jesús les respondió: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!” Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis, a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: “Yo envío mi mensajero delante de ti para que prepare el camino ante ti”. Os aseguro que no ha nacido de una mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él".


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                          San Juan Evangelista y San Juan Bautista, El Greco

Antiguo y Nuevo Testamento, el mayor de los nacidos de mujer junto al discípulo amado, llamado a ser ciudadano del Reino de los cielos. El mensajero y el testigo. Profecía y realidad.

El Antiguo Testamento adquiere plenitud de sentido y significado en el Nuevo. La vida de Jesús se adapta perfectamente a lo que los profetas vaticinaron muchos siglos antes, porque Él es el Verbo eterno encarnado. Lo dice San Agustín: "La ley estaba preñada de Cristo". En Jesús se cumplen las antiguas profecías; “Mesías” y “Cristo” significan “Ungido”, el enviado para anunciar la buena nueva, para liberar, sanar y dar esperanza.

Pero el mesianismo de Jesús y el programa de vida que propone son un desafío para los prejuicios y las creencias establecidas, de entonces y de ahora. Porque Él viene a desmontar toda convención, toda norma vacía de contenido, y a presentarnos a un Dios que es Padre. Nos ofrece una experiencia filial, de comunión, infinitamente más valiosa y transformadora que las creencias. Jesús no pretende tener razón, sino anunciarnos la buena noticia y hacer todo nuevo. Por eso ya no se trata de “mayor o mejor”, aunque para los que le oyen tenga que utilizar este lenguaje dualista.

Su enseñanza no tiene nada que ver con las expectativas de la época, ni tampoco con las nuestras. Él viene a liberar, a sanar, a devolver la dignidad, a salvarnos de la esclavitud, en primer lugar de esas cárceles interiores en las que nos encerramos nosotros mismos, que son las creencias muertas, heredadas, las que nos condicionan por costumbre, por rutina, por inercia. Dichoso el que no se escandalice de Jesucristo, y se atreva a liberarse de todo lastre para seguirle en la inocencia y el anhelo de verdad.

Con Él acaba la fe inmadura, heredada, basada en la letra y lo aprendido, y comienza la fe viva, experimentada, que supone vivir a Dios, tener una experiencia de Él. Dejemos definitivamente atrás al Dios justiciero, celoso, amenazador, esa caricatura de una divinidad antropomorfa que algunos aún mantienen, y corramos, hijos pródigos, al encuentro del Padre que nos muestra Aquel que viene, que siempre está viniendo. Un Padre que es amor, plenitud, dicha infinita, que nos transforma, restaura y completa, si nos dejamos, para que seamos Uno en Él.

Jesús nos regala un “jubileo” continuo, que nos libera de deudas y también de miedo, culpa, tristeza y soledad. Salvador, libertador, esa misión que lleva en su nombre y hace extensiva a cuantos le siguen, se lleva a cabo en dos dimensiones, en seguida comprensibles para el que tiene ojos que ven y oídos que oyen: una, material, y otra, sutil; una, exterior, visible, y otra, interior a cada uno. 

Si ya estamos reconciliados con Dios y no lo vemos como un juez implacable o un enemigo, queda reconciliarnos entre nosotros y, lo que resulta más difícil, cada uno consigo mismo; porque ahí radica, nunca mejor dicho, la raíz del mal, en esa división interior que se refleja dramáticamente en el exterior. Entonces, no viviremos pendientes del premio o del castigo. Cuando se ama, no se regatea ni se negocia ni se intercambia, todo es un darse gratuito.

Juan hablaba de normas, cumplimientos, reglas externas, Jesús hablará de la transformación interior necesaria y previa para poder hacer. Juan les decía lo que tenían que hacer, Jesús les decía, nos dice, lo que hemos de ser. Para cambiar del nivel de los nacidos de mujer al nivel de los ciudadanos del Reino hace falta ese cambio interior del que Jesús habla a Nicodemo, ese renacimiento o segundo nacimiento, de agua y espíritu, que nos hace ser de verdad y, por tanto, capaces de hacer, trascendiendo toda norma y reglamento externos, y capaces de amar.

La enseñanza literal ha de ser peldaño para acceder a niveles superiores de la Enseñanza, dinámica y expansiva, viva porque brota del Verbo, del Resucitado, del Viviente, y de la experiencia transformadora de Comunión con Él, que cada uno de nosotros seamos capaces de vivir y compartir. www.diasdegracia.blogspot.com

Cada día, cada instante, podemos escoger entre ser solo hijos de mujer, de los que Juan el Bautista es el mayor, o ciudadanos del Reino, seguidores de Jesucristo y, por la gracia de su amor infinito, coherederos junto a Él, imagen y, por fin, semejanza. Ese es el verdadero sentido de la conversión a la que estamos llamados para que Él venga a vivir en nosotros.

Conversión, arrepentimiento, metanoia, teshuváh, el giro, el gesto, el paso imprescindible que nos encamina hacia esa muerte que genera vida.La palabra arrepentimiento suscita cierta repulsa, pero su significado verdadero es muy hermoso: pensar de nuevo, nada que ver con el remordimiento que es morder(se) dos veces. El arrepentimiento consciente es el fuego purificador donde el ser humano se acrisola y se transforma. No podemos esperar a ser perfectos para amar lo bueno, lo bello, lo verdadero. De ese amor a lo perfecto, desde nuestra evidente imperfección, nace el arrepentimiento consciente, sincero,  transformador y liberador.

Convertirse es mirar de otra forma, dejar de mirar como miramos nosotros, para mirar como mira Dios. Nosotros miramos con el egoísmo de nuestras seguridades, comodidades, parcelitas de control. Dios mira rebosando amor, con un corazón palpitante, que no se cansa de derramar sus dones, gracias y bendiciones. El que solo se preocupa por controlar y asegurar “sus” cosas, “sus” costumbres, “sus” inercias, “sus” apegos es estéril, no puede dar fruto, se va secando, encogiendo y arrugando como una pasa.
Jesús no hizo nunca nada destinado a buscar seguridad y control. Él solo estaba interesado en amar, dar, preocuparse por las necesidades de los demás. Si queremos seguirle, y prepararnos para su inminente venida, hemos de vivir como Él vivió, olvidándonos de nosotros mismos, para mirarnos en Él y que Él se mire en nosotros. Salgamos de una vez de las ensoñaciones vanas que nos desviven y nos desgastan, porque todo lo que se experimenta en el terreno de lo ilusorio está condenado a desaparecer.
            La mejor conversión es dejar que la misericordia nos impregne hasta ser capaces de amar como Jesucristo ama. Si aprendemos a amar así a nuestros hermanos, estaremos amando a Dios, porque seremos en Jesucristo, uno con Él en Su Amor. Y Él, no solo es el rostro visible de Dios, sino también el presente de Dios, su continua actualización para quienes hemos sido enviados para anunciar la libertad a los cautivos, y ser testigos ante el mundo de que los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Nueva.

                       Laudate Dominum, Mozart. Cristina Piccardi (Soprano)

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