27 de febrero de 2021

Transfigurarnos


Evangelio según San Marcos 9, 2-10

En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.” Estaban asustados y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo.” De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: “No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”. Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.

La Transfiguración de Jesús, Fra Angelico

                      En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente.
                                                                                                         Colosenses 2,9

                         Vacíate para que puedas ser llenado; sal para que se pueda entrar.
                                                                                                               San Agustín

En la montaña, junto a Pedro, Juan y Santiago, somos testigos de la gloria de la resurrección. Jesús nos muestra su verdadera identidad como Hijo, para que conozcamos lo que le espera al que sea capaz de seguirle hasta otro monte, el Calvario. Nos enseña el camino de negación y renuncia a lo que no somos, pero que nos ha dominado durante demasiado tiempo. Camino estrecho, camino doloroso muchas veces, aunque mantengamos la serenidad, y la apariencia de nuestra vida sea apacible y alegre.

La batalla es necesaria dentro de cada uno, porque hemos ocultado lo que realmente somos bajo muchos disfraces, detrás de máscaras tan pegadas a nuestra piel que arrancarlas cuesta y duele, a unos más que otros, a alguno tanto que es incapaz de reconocer que lleva máscara o disfraz.

Pedro se equivoca al equiparar a Jesús con Moisés y con Elías, cuando propone hacer tres tiendas y quedarse los seis en la montaña (diasdegracia.blogspot.com). Aún no se da cuenta de que Jesús es Único, no es comparable con los profetas. Es el mismo Dios quien hace callar a Pedro y nos permite oír Su voz: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo.” 
                     
El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (Juan 1, 14). Cristo encarnó; nosotros también hemos de encarnar, encontrando ese cuerpo profundo donde es posible el Misterio. Para el que se ha hecho uno con Jesús, miembro eterno de su Cuerpo Místico (1 Corintios 12, 27), la luz del Tabor se enciende como una llama, al principio pequeña, casi imperceptible, que poco a poco va creciendo, iluminándonos desde dentro.

La Transfiguración no es un relato pascual fuera de sitio, sino una auténtica experiencia a la que estamos llamados. Quien se mira en Dios para unirse a Él puede acceder a esa experiencia, está gozando ya de la Pascua eterna. Somos hijos de la luz (Efesios 5, 8). El camino del cristiano es un encuentro con la luz que, si no se vive hoy, difícilmente nos esperará en la vida futura. Jesús es la luz del mundo (Juan 8, 12) y, con Él, somos la luz del mundo (Mateo 5, 14).

¿Y el cuerpo? ¿Es un obstáculo para ese encuentro? Al contrario, es vehículo, instrumento fiel para quien es consciente de ese cuerpo interior que se va encendiendo, alumbrando, transfigurando en el otro. Porque, cuando el espíritu está unido a Dios, vivimos trascendiendo las dimensiones conocidas y hasta el cuerpo físico es capaz de transmitir una luminosidad nueva, como si los parámetros de belleza y dimensiones de la tierra se hubieran quedado pequeños, incapaces de expresar esa vida nueva. 

                                                 La Transfiguración, Giovanni Bellini

Pedro, Santiago y Juan han visto con sus propios ojos la gloria del Hijo de Dios y aun así no acaban de asimilarlo, como se verá en los acontecimientos posteriores al del Tabor. Les falta la gracia inspiradora del Espíritu, que despierte sus potencias escondidas y los transforme en hombres valientes, capaces y libres. Solo después de Pentecostés serán realmente conscientes de ese hombre interior, espiritual, que Cristo despierta y conforma en cada uno, hombre nuevo, yo real que es capaz de hacer posible lo imposible. 

Cuando comprendes el sentido de tu existencia, lo aceptas y te pones manos a la obra con los ojos y el corazón fijos en Aquel que nos da el propósito y la misión, empiezas a reflejar en tu rostro la luz y los rasgos de Jesucristo, porque ya no eres un ego separado, que se afana, se defiende y acapara, sino Cristo, vida nuestra (Colosenses 3, 4). 

La luz del Tabor es prefiguración del estado que espera a quienes siguen a Cristo en la cruz y en la resurrección. Así lo expresa el texto "La muerte no es el final", que atribuyen a San Agustín, pero parece ser de un autor desconocido: Volveréis a verme, pero transfigurado y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando con vosotros por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás. 


Vértigo y Luz

Asomándome hoy a un nuevo abismo,
recuerdo: polvo eres,
y descubro la grieta
por donde se coló cierta mentira.

Ni polvo enamorado ni ceniza
con o sin sentido, somos vértigo
y la luz que ilumina y no deslumbra;
esa luz que ilumina y nos alumbra;

la que no ha de apagarse
cuando la transparencia haya borrado
los días que perdimos sin amar,
por miedo o por olvido.

Vértigo y luz,
la memoria despierta,
sosteniendo la vida
para la Vida.


Mientras te falte una partecita de verdadero abandono, mientras no la hayas adquirido de verdad, Dios ha de serte por siempre extraño y no sentirás la dicha suprema y más honda en este tiempo y en la eternidad.
Solo el que logre alcanzar el fondo de su propia nada habrá llegado al camino que más rápida y seguramente conduce a la verdad suprema y más honda que en este siglo pueda alcanzarse.
                                                                                                       Johannes Tauler

            251. Diálogos Divinos. La Divina Voluntad purifica el alma

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