9 de abril de 2022

Subamos a Jerusalén


Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 22,14–23,56

En aquel tiempo, los ancianos del pueblo, con los jefes de los sacerdotes y los escribas llevaron a Jesús a presencia de Pilato.
No encuentro ninguna culpa en este hombre
C. Y se pusieron a acusarlo diciendo
S. «Hemos encontrado que este anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos
al César, y diciendo que él es el Mesías rey».
C. Pilatos le preguntó:
S. «¿Eres tú el rey de los judíos?».
C. Él le responde:
+ «Tú lo dices».
C. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente:
S. «No encuentro ninguna culpa en este hombre».
C. Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho.
Todos sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo todo esto.
C. Pero ellos insistían con más fuerza, diciendo:
S. «Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí».
C. Pilato, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo; y, al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes,
que estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días, se lo remitió.
Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio
C. Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento, pues hacía bastante tiempo que deseaba verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le hacía muchas preguntas con abundante verborrea; pero él no le contestó nada.
Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con ahínco.
Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio y, después de burlarse de él, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos entre sí Herodes y Pilato, porque antes estaban enemistados entre si.
Pilato entregó a Jesús a su voluntad
C. Pilato, después de convocar a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, les dijo:
S. «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto: ya veis que no ha hecho nada digno de muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
C. Ellos vociferaron en masa:
S. «¡Quita de en medio a ese! Suéltanos a Barrabás».
C. Este había sido metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio.
Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando:
S. «¡Crucifícalo, crucifícalo!».
C. Por tercera vez les dijo:
S. «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
C. Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío.
Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad.
Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí.
C. Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús.
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él.
Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:
+ «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: "Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado". Entonces empezarán a decirles a los montes: "Caed sobre nosotros", y a las colinas: "Cubridnos"; porque, si esto hacen con el leño verde, ¿que harán con el seco?».
C. Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen
C. Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Jesús decía:
+ «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
C. Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte.
Este es el rey de los judíos
C. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo:
S. «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
C. Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
S. «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
C. Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».
Hoy estarás conmigo en el paraíso
C. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
S. «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
C. Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
S. «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada».
C. Y decía:
S. «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
C. Jesús le dijo:
+ «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu
C. Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:
+ «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».
C. Y, dicho esto, expiró.
Todos se arrodillan, y se hace una pausa
C. El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios diciendo:
S. «Realmente, este hombre era justo».

Entrada de Cristo en Jerusalén
La entrada de Jesús en Jerusalén, Pietro Lorenzeti

Domingo de Ramos. Hoy celebramos la entrada en Jerusalén de Jesús, aclamado y bendecido por hombres, mujeres y niños que agitan ramos de palmera, olivo, sauce y mirto.

Risas, cantos, olor a primavera, el sol en su apogeo, el cielo de un azul intenso, la vida esplendorosa, mientras Jesús avanza a lomos de un asno. En aquella época en Palestina, el asno era un animal hermoso y noble. Una montura nueva, a estrenar (Mc 11, 2; Lc 19,30), como símbolo sagrado, y en cumplimiento de la profecía de Zacarías (Zac 9, 9). Todo un signo mesiánico: el que entra en loor de multitudes es el Mesías, esperado durante siglos.

Le precede la fama de los milagros: ciegos que ven, sordos que oyen, paralíticos que andan, muertos que resucitan... Cómo no aclamarlo, cómo no esperar que sea el libertador, capaz de acabar con el yugo romano. Con ese entusiasmo popular y la belleza del día, debió de encenderse de nuevo la llama de la esperanza en el corazón de los discípulos que, aunque ya habían sido advertidos, por tres veces al menos, del fin dramático e inexorable que seguiría a tan efímero festejo, deseaban ver al Maestro convertido en un líder triunfante.

Que Jesús preparara el acontecimiento con tanto cuidado es una prueba más de su fortaleza moral. Cómo entrar alegre y prestarse a ser alabado, si camina hacia la muerte más infame, que será pedida a gritos por muchos de los que hoy le aclaman, agitando ramos y cantando “¡Hosanna! en las alturas”. Y Él lo sabía.

Vuelve a darnos un ejemplo de aceptación y serenidad. Si nos paramos a pensarlo, ¿cómo vivir un instante de paz y alegría cuando la muerte amenaza, si, en realidad, estamos muriendo desde que nacemos? Evocando la actitud de Jesucristo en su entrada en la Ciudad Santa, desenmascarando lo que hay detrás de la muerte, sabiendo que es un paso necesario, que Él también atravesó para abrirnos las puertas a la Vida.

Entrada triunfal y alabanzas en el mundo, traicionero y efímero. ¿Cómo lo viviría Jesús, sabiendo que esa alegre y festiva multitud va a exigir muy pronto su muerte? ¿Con qué ánimo sonreiría a las decenas o centenas de personas que agitaban sus ramos aclamándole, festejándole con sus “¡Hosanna!”, palabra hebrea que, más que su original “Libéranos, Señor”, significaba ya para los habitantes de la Palestina de entonces un sencillo y alegre “¡Viva!”.

El entusiasmo no logra evitar un presentimiento sombrío. Pronto oiremos su lamento: “¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y apedreas a quienes te han sido enviados, cuántas veces intenté reunir a tus hijos, como la gallina reúne a los polluelos bajo sus alas, y no habéis querido”. (Mt 23, 37)

Jesús era consciente de la fragilidad de esa acogida, de lo inconstante y veleidoso de aquel júbilo; pero, aun así, hace callar a los fariseos, porque sabe también que es un preludio al inminente drama y, a la vez, una escenificación, pobre pero esencialmente verídica, de su triunfo definitivo. Su agridulce entrada en la ciudad fue otra forma de acatar la voluntad del Padre, sometiendo su voluntad humana a la divina. Más que obediencia, más que aceptación o sometimiento, la voluntad de Jesús era Una con la del Padre y es la meta a la que estamos llamados: ser en la Divina Voluntad, llegar a una comunión total de voluntades. 

Cantata 159, Subimos a Jerusalén, J. S. Bach

Esa entrada triunfal era necesaria para Aquel que no era un líder político ni religioso, sino el Salvador, el auténtico Libertador. Con cuánta precisión, con qué plenitud de sentido decían “¡Hosanna!” los que le aclamaban, sin saber que en aquel momento, ante un hombre sentado en un pollino, la palabra estaba recuperando su verdadero significado. Pocos, muy pocos de los que participaban en la escena, sabían que ese hombre era el Hijo de Dios, el Mesías que esperaban, al que no fueron capaces de reconocer mientras vivió entre ellos.

¿Lo reconocemos nosotros? Si es así, debemos aceptar que seguirle supone cargar con la cruz, aprender de Él a desprendernos de todo, perder, fracasar para el mundo, ser traicionados y abandonados, atravesar noches oscuras de soledad y angustia, morir. Quien está preparado para morir, sabe vivir, y, quien vive de verdad, va muriendo a lo falso.

Sobre esta derrota aparente, tan estrepitosa  e inconcebible para el mundo, que es la pasión y muerte de Jesucristo, se reflexiona  hoy en el blog hermano: 
www.diasdegracia.blogspot.com. Un "fracaso" fecundo como ninguno, pues desemboca en la victoria definitiva sobre todo fracaso, toda pérdida, toda derrota: la Resurrección.

Tratemos de vernos hoy entre esas multitudes ávidas de milagros y algarabía y, dentro de muy poco, sedientas de tragedia y sangre. O veámonos entre los discípulos, queriendo aún aferrarnos a la gloria del mundo, de lo tangible, lo conocido.

Imágenes de Jesús, triunfales o ensangrentadas, hieráticas o dolientes, volverán a recorrer las calles en las procesiones y llenan la iconografía de los templos y de la memoria. Es una forma de devoción que brota de la piedad popular y ayuda a muchos, desde hace siglos, a conectar con los Misterios que nos disponemos a vivir.

Pero, más allá de las formas y expresiones que captan los sentidos y satisfacen a la mente, siempre ávida de conceptos, ¿somos capaces de sentir y de vivir al Jesús sereno y libre, discreto, humilde, Uno con el Padre, atento a su Misión y no a la mirada del mundo?

¿Buscamos a ese Cristo real, Verbo encarnado, Palabra viviente, que experimenta hasta lo más hondo el Misterio de la Redención, y quiere que lo vivamos con Él? En esa hondura, ese trasfondo de realidad, no hay jolgorio ni triunfalismo, pero tampoco hay morbo ni sensiblería. Todo se interioriza, ya no hay emociones externas, sino sentimientos, auténticos y transformadores. Hay angustia y soledad, sí, la tristeza hasta la muerte de la naturaleza humana de Jesús, nuestra naturaleza, asumida por amor; sombras que cubren momentáneamente la Luz. Un hombre que es Dios se prepara con un triunfo efímero para la muerte en cruz, la más absoluta derrota en el mundo, el preludio del triunfo verdadero, porque su reino no es de este mundo.

Vivamos en el mundo, sabiendo que no somos del mundo (Jn 17, 16), festejando y alegrándonos cuando es momento de alegría, sin olvidar las sombras que siempre acechan. Fijemos la mirada y el corazón en la Meta que trasciende este claroscuro efímero, tan familiar como frágil, escenario transitorio donde los dramas se suceden y donde, en cualquier momento, puede bajar el telón. Entonces seremos para siempre testigos de lo Real, súbditos del Reino en que la Luz no se apaga.

Me dijo una tarde
de la primavera:
Si buscas caminos
en flor en la tierra,
mata tus palabras
y oye tu alma vieja.
Que el mismo albo lino
que te vista, sea
tu traje de duelo,
tu traje de fiesta.
Ama tu alegría
y ama tu tristeza,
si buscas caminos
en flor en la tierra.
Respondí a la tarde
de la primavera:
Tú has dicho el secreto
que en mi alma reza:
yo odio la alegría
por odio a la pena.
Mas antes que pise
tu florida senda,
quisiera traerte
muerta mi alma vieja.

                                               Antonio Machado

          El poeta conoce bien la necesidad de morir para nacer de nuevo. Que, en la Semana Santa que comienza, seamos capaces de morir con Jesús, para poder resucitar con Él y alumbrar Vida; hombres y mujeres nuevos, despiertos y libres.  

                               275. Diálogos Divinos. Miserias

No hay comentarios:

Publicar un comentario