2 de septiembre de 2023

"La Cruz de Cristo, medida del mundo"

 

Evangelio según san Mateo 16,21-27:

En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.» Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios.» Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»

Cristo crucificado (Velázquez) - Wikipedia, la enciclopedia libre
Cristo Crucificado, Velázquez


                    Y Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia Mí.
                                                                                                Juan 12, 32


LA CRUZ DE CRISTO, MEDIDA DEL MUNDO San  John Henry Newman 
                                                                                               
Un gran número de hombres viven y mueren sin reflexionar nada acerca de la situación en la que se encuentran. Toman las cosas como vienen, y siguen sus inclinaciones tan lejos como tienen la oportunidad. Se guían principalmente por el placer y el dolor, no por la razón, por los principios o la conciencia; y no intentan interpretar este mundo, determinar qué significa, o reducir lo que ven y sienten a un sistema. Pero cuando las personas, ya sea por previsión de la mente o por la actividad intelectual, comienzan a contemplar el estado visible de cosas en el cual han nacido, inmediatamente lo encuentran un enredo, una perplejidad. Es un enigma que no pueden resolver. Parece lleno de contradicciones y sin sentido. Porqué es, qué puede dar por resultado, cómo es lo que es, cómo llegamos a ser introducidos en él, y cuál es nuestro destino, son todos misterios. 

En esta dificultad, algunos se han formado una filosofía de vida, y otros otra. Ha habido hombres que pensaron haber encontrado la clave con la cual podían leer lo que es tan oscuro. Diez mil cosas llegan ante nosotros unas tras otras en el curso de la vida, y ¿qué pensamos de ellas?, ¿qué color les damos? ¿Miramos todas las cosas de una manera alegre y regocijada, o melancólica?, ¿con desaliento o esperanza? ¿Tomaremos por completo la vida ligeramente o trataremos todo el asunto con seriedad? ¿Daremos poca importancia a las cosas más grandes y gran importancia a las mínimas? ¿Guardamos en la mente lo pasado y lo ido, o miramos el futuro, o estamos absorbidos por lo presente? ¿Cómo miramos las cosas? Esta es la pregunta que todas las personas de observación se hacen a sí mismas, y responden cada uno a su manera. Quieren pensar con orden, por medio de algo dentro de ellas que haga posible armonizar y ajustar lo que está fuera de ellas. Tal es la necesidad sentida por las mentes reflexivas. Ahora, permitidme preguntar: ¿cuál es la clave real, cuál la interpretación cristiana este mundo? ¿Qué se nos ha dado por revelación para estimar y medir este mundo? Es la crucifixión del Hijo de Dios. 

La gran lección para nosotros acerca de cómo pensar y hablar de este mundo, es la muerte del Verbo Eterno de Dios hecho carne. Su Cruz ha puesto el verdadero valor sobre cada cosa que vemos; sobre todas las fortunas, ventajas, rangos, dignidades y placeres; sobre la lujuria de la carne, la lujuria de los ojos y el orgullo de la vida. Le ha puesto un precio a las excitaciones, rivalidades, esperanzas, temores, deseos, esfuerzos y triunfos del hombre mortal. Ha dado un significado al variado y desviado curso de los problemas, tentaciones y sufrimientos de su estado terrenal. Ella ha unido y hecho consistente todo lo que parece discordante y sin objeto. Nos ha enseñado cómo vivir, cómo usar de este mundo, qué esperar, qué desear, en qué confiar. Es el tono en el cual se resuelven finalmente todas las disonancias de la música de este mundo. 

Mira alrededor, y ve lo que el mundo presenta como alto y bajo. Vete a la corte de los príncipes. Mira el tesoro y la destreza de todas las naciones puestos juntos para honrar a un niño del hombre. Observa la postración de los muchos ante unos pocos. Considera la forma y el ceremonial, la pompa, el estado, la circunstancia y la vanagloria. ¿Quieres saber el valor de todo ello? Mira hacia la Cruz de Cristo. 

Ve al mundo político y mira el celo de una nación contra otra, la rivalidad en el comercio, ejércitos y flotas luchando entre sí. Examina los diferentes rangos de la comunidad, sus partes y sus contiendas, las disputas de la ambición, las intrigas del astuto. ¿Cuál es el final de toda esta barahúnda? La sepultura. ¿Cuál es la medida? La Cruz. 

Ve, asimismo, al mundo del intelecto y de la ciencia. Considera los maravillosos descubrimientos que la mente humana está haciendo, la variedad de oficios que surgen de sus descubrimientos, y los casi milagros por los que muestra su poder. Y luego, mira el orgullo y confianza de la razón y la absorbente devoción de pensamiento hacia objetos transitorios, que son su consecuencia. ¿Quisieras formar un recto juicio sobre todo esto? Mira la Cruz. 

Una vez más, observa la miseria, pobreza y privación, mira la opresión y cautividad, ve adonde el alimento es escaso y el alojamiento insalubre. Considera el dolor y el sufrimiento, largas o violentas enfermedades, todo lo que es espantoso y repugnante. ¿Quieres saber cómo apreciar todo esto? Mira fijamente la Cruz. En la Cruz y en Aquél que cuelga de ella, se encuentran todas las cosas, se subordinan a ella, todas la necesitan. Es su centro y su interpretación. Porque El, al ser levantado en ella, pudo atraer a todos los hombres y a todas las cosas hacia Sí. 

Pero se dirá que la visión que nos da la Cruz de Cristo, sobre la vida humana y el mundo, no es la que adoptaríamos si fuera por nosotros, que no es una visión obvia, que si miramos las cosas en su superficie, son muchísimo más claras y risueñas que lo que parecen cuando son vistas a la luz de esta época del año. 

El mundo parece estar hecho para ser gozado, justamente por un ser tal como el hombre, que ha sido puesto dentro. El tiene la capacidad de gozar y el mundo le suministra los medios. ¡Qué natural es esto, qué simple así como grata filosofía, cuán diferente de aquella de la Cruz! Puede decirse que la doctrina de la Cruz, desarregla dos partes de un sistema que parecen hechas la una para la otra. Separa el fruto del que lo come, el goce del gozador. ¿Cómo puede resolver un problema? ¿No está, más bien, creando uno? 

Respondo primero, que cualquiera sea la fuerza que esta objeción pudiera tener, es por cierto, meramente, una repetición de aquella que Eva percibió y que Satanás urgió en el Paraíso. ¿No vio, acaso, la mujer, que el árbol prohibido era “bueno para comer”, y “un árbol apetecible”? (Gen 3,6). Bien, ¿es, luego, maravilloso, que nosotros también, los descendientes de la primera pareja, estemos aún en un mundo donde hay un fruto prohibido y que nuestras desgracias residan en estar dentro para conseguirlo, y nuestra felicidad en abstenemos de él? El mundo, a primera vista, parece hecho para el placer, y la visión de la Cruz de Cristo es un espectáculo solemne y penoso que interfiere con aquella apariencia. Puede ser. Pero, ¿por qué no sería, sin embargo, nuestro deber abstenemos del gozo, aun en el Edén? 

Digo nuevamente, que no es sino una visión superficial de las cosas, decir que esta vida está hecha para el placer y la felicidad. Para aquellos que miran bajo la superficie, la vida les relata un cuento bien diferente. La doctrina de la Cruz, después de todo, no hace sino enseñar, aunque con infinitamente más energía, la mismísima lección que este mundo enseña a aquellos que viven mucho tiempo en él, que tienen mucha experiencia de él, que lo conocen. El mundo es dulce a los labios, pero amargo al paladar. Agrada al principio, pero no al final. Aparece alegre por fuera, pero el mal y la miseria yacen ocultos dentro. Cuando un hombre ha pasado cierto número de años en él, clama como el predicador: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Eccles 1,1). Y no sólo eso, si él no tiene religión como guía, se verá forzado a ir más lejos y decir: “Todo es vanidad y vejación del espíritu”, todo es desilusión, todo es dolor, todo es pesar. Los dolorosos juicios de Dios sobre el pecado están ocultos en el mundo, y fuerzan al hombre a apesadumbrarse, lo quiera o no. De allí que la doctrina de la Cruz de Cristo no hace sino anticiparnos nuestra experiencia del mundo. Es verdad, nos manda dolernos por nuestros pecados en medio de todo lo que sonríe y reluce a nuestro alrededor, pero si no le prestamos atención seremos forzados al final a dolernos por ellos, sufriendo su tremendo castigo. Si no queremos reconocer que este mundo se ha hecho miserable por el pecado, a la vista de Aquel sobre quien fueron cargados nuestros pecados, lo experimentaremos miserable cuando esos pecados se vuelvan contra nosotros mismos. 

Se puede asegurar, luego, que la doctrina de la Cruz no está en la superficie del mundo. La superficialidad de las cosas es sólo brillante, y la Cruz de Cristo es penosa; es una doctrina escondida; yace bajo un velo; a primera vista nos espanta y estamos tentados de revelarnos contra ella. Como San Pedro, clamamos: “¡Lejos de Ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso! (Mt 16,22). No obstante, es doctrina verdadera, pues la verdad no está en la superficie de las cosas, sino en las profundidades. 

Y así como la doctrina de la Cruz, aún siendo la verdadera interpretación de este mundo, no está prominentemente manifestada en él, en la superficie, sino oculta, así también, cuando es recibida en el corazón fiel, habita en él como un principio viviente, pero profundo y escondido a la observación. Los hombres religiosos, en palabras de la Escritura, “viven de la fe en el Hijo de Dios, que los y se entregó por ellos” (Gal 2,20), pero no cuentan esto a todos los hombres; dejan a otros que lo encuentren como puedan. El propio mandamiento de Nuestro Señor a Sus discípulos era que, cuando ayunaran, debían “perfumar su cabeza y lavar su cara” (Mat 6,17). De este modo, no sólo están obligados a no realizar una ostentación, sino a contentarse con aparecer exteriormente diferentes a lo que realmente son internamente. Deben llevar una continencia jovial, y controlar y regular sus sentimientos, de manera que al no ser mostrados externamente, pudieran retirarse en lo profundo de sus corazones y vivir allí. De aquí que “Jesucristo, y éste crucificado” es, como dice el Apóstol, “una sabiduría escondida” (1 Cor 1,23-24), escondida en el mundo, que parece a primera vista hablar un lenguaje bien distinto, y oculta en el alma fiel, quien, para personas a distancia o casuales espectadores, parece estar viviendo una vida ordinaria, mientras realmente está en secreta y permanente comunión con El, que fue “manifestado en carne”, crucificado a través de la debilidad “justificado en el Espíritu, visto por los Ángeles y recibido en lo alto de la Gloria”. 

Siendo así, la grande y terrible doctrina de la Cruz de Cristo, que conmemoramos ahora, puede ser llamada adecuadamente en lenguaje figurado, el corazón de la religión. El corazón puede ser considerado como la sede de la vida. Es el principio del movimiento, calor y actividad. Desde él, la sangre va y viene a las extremidades del cuerpo. Es el que sostiene al hombre en sus fuerzas y facultades. Hace posible al cerebro pensar. Y cuando es tocado, el hombre muere. De manera semejante, la sagrada doctrina del Sacrificio Expiatorio de Cristo es el principio vital desde el cual vive el cristiano, y sin el cual el cristianismo no existe. Sin ella ninguna otra doctrina se puede sostener provechosamente. Creer en la divinidad de Cristo, o en Su humanidad, o en la Santísima Trinidad, o en el Juicio que vendrá, o en la resurrección de la muerte, es una creencia falsa, no es fe cristiana, a menos que recibamos también la doctrina del Sacrificio de Cristo. Por otro lado, recibirla presupone, además, la recepción de otras grandes verdades del Evangelio: implica la fe en la verdadera divinidad de Cristo, en Su verdadera encarnación y en el estado de pecado del hombre por naturaleza, y prepara el camino a la fe en el banquete de la sagrada Eucaristía, en el cual El, que fue una vez crucificado, es siempre dado a nuestras almas y cuerpos, verdaderamente, en su Cuerpo y en Su Sangre. Pero nuevamente, el corazón está escondido a la vista, está cuidadosa y seguramente guardado. No es como el ojo puesto en la frente, que comanda y ve todo. Y así, de manera semejante, la sagrada doctrina del Sacrificio Expiatorio no es algo para hablar de ello, sino para vivirlo. No es para ponerlo a la vista irreverentemente, sino para ser adorado secretamente. No es para ser usado como instrumento necesario en la conversión del impío, o para satisfacción de los razonadores de este mundo, sino para ser descubierto al dócil y obediente, a los niños jóvenes para quienes el mundo no se ha corrompido, al sufrido que necesita consuelo, al sincero y serio que necesita una regla de vida, al inocente que necesita ser avisado, y al religioso que ya lo conoce. 

Haré una observación más y luego concluiré No debe suponerse que porque la doctrina de la Cruz nos da tristeza, se sigue de allí que el Evangelio sea una religión triste. El salmista dice: “Los que siembran entre lágrimas cosecharán con alegría” (Sal 126,5), y Nuestro Señor dice: “Los que lloran serán consolados” (Mt 5,5). Que nadie se vaya con la impresión de que el Evangelio nos hace tener una visión tenebrosa del mundo y de la vida. Nos impide, sí, tener una visión superficial y hallar una alegría vana y transitoria en lo que vemos. Pero nos prohíbe gozar inmediatamente, sólo para garantizar el gozo en la verdad y en plenitud, más adelante. Sólo nos prohíbe comenzar por el gozo. Sólo dice: si tu comienzas con el placer, terminarás en el dolor. Nos manda comenzar con la Cruz de Cristo, y en esa Cruz encontramos pena al principio, pero en un momento, la paz y el consuelo aparecerán a partir de la pena. Esa Cruz nos llevará a la aflicción, al arrepentimiento, a la humillación, a la oración, al ayuno. Nos apenaremos por nuestros pecados, nos afligiremos con los sufrimientos de Cristo, pero todo este dolor resultará beneficioso, más aún, será sufrido en una alegría muchísimo más grande que la que da el mundo, aunque las atolondradas mentes mundanas crean y ridiculicen la idea, porque jamás han gustado de ella y consideran todo una mera cuestión de palabras que las personas religiosas piensan decente y apropiado usar y tratan de creérselo y llevar otros a creerlo, pero que ninguna realmente siente. 

Esto es lo que ellos piensan, pero Nuestro Señor dijo a Sus discípulos: “Ahora estáis tristes Yo os volveré a ver y vuestro corazón se alegrará, y ese gozo nadie os lo podrá quitar...” (Jn 16, 22). “La paz os dejo. Mi paz os doy, pero no como la da el mundo” (Jn 14, 27). Y San Pablo dice: “El hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios, son necedad para él y no puede conocerlas porque son discernibles espiritualmente”. “Ni el ojo vio ni el oído oyó ni han entrado en el corazón del hombre, las cosas que Dios ha preparado para aquellos que le aman” (2 Co 9,14). De aquí que la Cruz de Cristo, hablándonos tanto de nuestra redención como de Sus sufrimientos, nos hiera verdaderamente, pero son llagas tales que también nos curan. 

Por eso, asimismo, todo lo que es luminoso y bello, aun en la superficie de este mundo, aunque no tenga substancia y no pueda ser gozado apropiadamente por sí mismo, es, sin embargo, figura y promesa de aquel verdadero gozo que brota de la Expiación. Es una promesa de antemano, de lo que está por ser, una sombra que engendra esperanza porque la substancia viene después, pero no para ser tomada irreflexivamente en lugar de la substancia. Y es el modo usual que tiene Dios de tratarnos, enviándonos misericordiosamente la sombra antes que la substancia, para que podamos ser confortados en lo que vendrá, antes que llegue. De aquí que Nuestro Señor, antes de Su Pasión, entró a Jerusalén montado en triunfo, con las multitudes clamando Hosanna y sembrando su camino con palmas y vestimentas. Este fue un espectáculo vano y hueco, que no dio gozo al Señor. Era una sombra que no duraría, que pasaría rápidamente. No podía ser más que una sombra, pues la Pasión no había sido sufrida aún, y de ella resultaría Su verdadero triunfo. No podía entrar en Su Gloria antes de haber sufrido primero. No podía gozar en semejanza tal, sabiendo que era irreal. Aunque aquel primer triunfo sombrío era el agüero y el presagio de la verdadera victoria que vendría, cuando venciera la agudez de la muerte. Y nosotros conmemoramos este triunfo figurativo en el último domingo de Cuaresma, para alentarnos en el dolor de la semana siguiente, y recordar el verdadero gozo que viene con el Día de Pascua. Y también lo hacemos como consideración de este mundo, con todas sus alegrías y desilusiones No confiemos en él, no le demos nuestros corazones, no comencemos por él. Séanos permitido comenzar por la fe, comenzar con Cristo, comenzar con Su Cruz y la humillación hacia la que nos guía. Permítasenos primero ser atraídos hacia El, que es elevado, para que pueda, junto con El mismo, darnos libremente todas las cosas. Que podamos “buscar primero el Reino de Dios y su justicia” y luego todas aquellas cosas de este mundo “nos serán añadidas” (Mt 6,33). 

Sólo les será posible gozar verdaderamente de este mundo a aquellos que comiencen por el mundo invisible. Sólo podrán gozarlo quienes primero se hayan abstenido de él. Sólo podrán festejar verdaderamente el banquete los que primero hubieren ayunado. Sólo son capaces de usar de este mundo quienes han aprendido a no abusar de él. Sólo lo heredan lo que lo han tomado como una sombra del mundo venidero, y quienes por ese mundo venidero lo ceden.  

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