En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente dijo: “¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Éstos recibirán una sentencia más rigurosa. Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos monedas de muy poco valor. Llamando a sus discípulos, les dijo: “Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir."
Óbolo de la viuda, James Christensen
La mujer valiosa, ¿quién la hallará? Vale mucho más que las perlas.
Proverbios, 31, 10
"Mujer" es la palabra más noble que puede atribuirse al alma
y es mucho más noble que "virgen".
Maestro Eckhart
Todos anhelamos la plenitud, y las paradojas que usa la Sabiduría para que comprendamos nos enseñan a integrar, unir, reconocer la única opción, que contiene todas las demás. La viuda lo escenifica hoy ante la mirada de Jesús, que ha de ser nuestra mirada. La limosna de la propia voluntad es don total, único, definitivo, como el Sacrificio de Cristo que recuerda la segunda lectura (Hebreos 9, 24-28). Hoy recordamos la entrada más vista del blog hermano. ¿Por qué será la más vista? ¿Atrae el título por su aparente contradicción?
El contraste que nos muestra el Evangelio entre las actitudes de los escribas y la mujer que deposita sus últimas monedas en el gazofilacio, cuando está acabando la actividad pública de Jesús, es contundente. La palabra “viuda” es la que vincula ambos fragmentos, referidos a dos formas opuestas de ser y estar en el mundo.En este caso, los contrastes a superar, integrar y conciliar en la Unidad a la que estamos llamados son: ricos y pobres, tener y ser, hipocresía y sinceridad, injusticia y amor, egoísmo y generosidad, mezquindad y desprendimiento. La viuda que Jesús mostró a los apóstoles como ejemplo de nobleza y humildad no pretende aparentar nada, es lo que es, inmensa en su gesto, perfecta en su entrega.
Jesús ya había “purificado” el templo con aquel acto de cólera sagrada. Por eso, la contemplación del sacrificio (sacer fare, hacer sagrado) de esta mujer va mucho más allá de cualquier argumento, por otro lado, respetable, sobre si estaba siendo explotada o no. Ella no está dando una limosna a la dimensión humana del templo, sino que, entregando cuanto tiene para vivir, se está ofreciendo a sí misma a Dios, con una actitud de absoluta confianza. Y, en ese darse por entero, cumple ejemplarmente con el primer mandamiento, pues está amando con todo su corazón, toda su alma, toda su mente, todo su ser (Marcos, 12, 30). Su recompensa está a la altura de su ofrenda. Aunque ella aún no lo sabe, su esposo definitivo será Aquel que ya la está mirando con los ojos radiantes de amor y de ternura.
Siempre me han impresionado e inspirado las viudas que la Palabra de Dios nos ofrece como modelo. Qué arquetipo tan hermoso, tan profundo y lleno de matices.
La viuda de Sarepta, que, confiando en la providencia de Dios y en el profeta Elías, no se reservó nada para sí (1Reyes 17, 10-16).
Rut, la moabita, que decidió acompañar por siempre a su suegra Noemí, viuda también, que había perdido a sus dos hijos. Cuando esta insistió en que, por su bien, volviera a casa de su madre, para encontrar nuevo marido, aunque la dejara a ella en la soledad y la pobreza, destino de las viudas, Rut pronunció aquellas palabras eternas: “No insistas en que te deje y me vaya lejos de ti; donde vayas tú, iré yo; donde mores tú, moraré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios” (Rut 1, 16).
El Evangelio de hoy nos invita a contemplar a la discreta y silenciosa viuda pobre que, al dar todo cuanto tiene, en realidad, está dando todo cuanto es y, sin saberlo, en su ofrenda silenciosa, está renaciendo bajo la mirada de Jesús de Nazaret, tan próximo ya a la Pasión ¿Qué fondo de confianza la sostiene para que sea capaz de darlo todo? ¿Cómo la miraría Cristo, estando a punto de entregarse él mismo, de forma total y definitiva? Qué inspirador pasaje, para meditar y contemplar el Misterio de un Dios hecho hombre.
La verdadera riqueza, la que perdura, la fortaleza, el poder que mueve montañas consisten en no reservarse nada, ningún bien material o inmaterial. “El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío” (Lucas 14, 33). Es, de nuevo, la lección de la confianza, de la pobreza en el espíritu, paso previo al necesario morir a uno mismo, que abre las puertas de la Jerusalén celeste, que ya es, aquí, ahora, para el que ha dado ese salto sin red sobre el abismo.
¿Qué podemos ofrecer cada uno para poder dar ese salto? ¿De qué nos cuesta desprendernos? ¿A qué nos aferramos? ¿Seguridad, afectos, comodidades, bienes materiales, rutinas, prejuicios, prestigio, creencias, tranquilidad, proyectos, fantasías, triunfos, fracasos, emociones negativas (porque de todo hay)? Eso a lo que tanto nos cuesta renunciar es nuestra cárcel, los barrotes que nos impiden alcanzar lo verdadero.
La entrega total, en cambio, abrazarse a la cruz, es el puente hacia la Vida, que se despliega bajo nosotros, precisamente, mientras estamos saltando sobre el abismo.
Y no se trata solo de dar o de soltar: hacer una generosa donación a Cáritas o a Vicente Ferrer, renunciar al apego a esa persona sin la que crees que no puedes vivir, abandonar un trabajo que acaricia tu ego y te anestesia, liberarse de tantas comodidades, a veces tan sutilmente diabólicas. Hay que ir a la raíz de la entrega total, transformar las actitudes que nacen en el corazón y son las que pueden ensuciar o limpiar, oscurecer o iluminar nuestras vidas y las de los que nos rodean. Porque, sin amor, cualquier donación desinteresada, cualquier renuncia, cualquier altruismo aparentemente heroico no sirve de nada (1 Corintios 13, 1-3).
Y es que, en el fondo, da igual que se lo diera al templo, del que no quedará piedra sobre piedra (Marcos 13, 2), a un mendigo o al propio Judas, que guardaba la bolsa, (Juan 13, 29). Estamos intentando mirar el gesto de esa viuda y verla a ella con los ojos de Cristo; su nobleza, su ofrenda, su belleza transparente. No sé por qué, la imagino hermosa, no anciana, sino más bien joven, o…, mejor, atemporal, con el cutis terso, la mirada limpia y la mano que deposita los dos leptos, grácil, delicada. Una mujer que había conocido el amor de un hombre y, al perderlo, se entregó al Amor de Dios, alcanzando un nivel y una calidad de pureza infinitamente superior a la de muchas vírgenes solo en lo físico.
– ¿Qué dices, loca? Exageras, como siempre. ¿Cómo va a recobrar una viuda la pureza de una virgen? ¿Puede el amor a Dios y a los demás transformar así los cuerpos?
– Claro, pero solo si antes ha transformado el alma.
La viuda silenciosa, iluminada por la mirada del Maestro, tan cerca ya de Su propio Sacrificio en la cruz, tiene, como la generosa viuda de Sarepta o como la fiel y compasiva Rut, el alma traslúcida del que ha logrado la virginidad espiritual, que es la absoluta disponibilidad. Cuánto más bella y trascendente es esta virginidad que la meramente física, que, si no se alcanza también la del espíritu, acaba corrompiéndose, manchándose de soberbia, rigidez y vanidad.
La viuda de Sarepta, Rut, la viuda del templo, las tres son ejemplo de la mujer valiosa, la que añora en los Proverbios Lemuel, rey de Masá (Proverbios, 31, 10). Viudas vírgenes las tres, aunque hubieran tenido cinco maridos como la samaritana, pues la verdadera pureza nace de la disponibilidad para cumplir la voluntad de Dios y ofrecerse por entero a Él y al prójimo. Cada una a su manera, en su lugar y circunstancias, ha pronunciado el “hágase Tu voluntad” que, al brotar del corazón, las hace libres.
También nosotros podemos ser libres si seguimos su ejemplo y el de tantos que se miraron en ellas, que escucharon la Palabra y la pusieron por obra, como Bernardo de Claraval, que dijo: “Siguiendo el ejemplo de aquella mujer del Evangelio, he dado en mi pobreza todo lo que tenía”.
Un paso inicial hacia esa meta sería comprender, por fin, que las Sagradas Escrituras, y muy especialmente el Evangelio, están hablando de nosotros y para nosotros. Solo así nos irá transformando su poderosa alquimia.
Lo que agrada a Dios, Luis Alfredo Diaz
El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará.
Lucas 17, 33
Tengo miedo de lo que doy, pues me esconde lo que no doy.
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?» Respondió Jesús: «El primero es: "Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser." El segundo es éste: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." No hay mandamiento mayor que éstos.» El escriba replicó: «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.» Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios.» Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
El Evangelio no consiste sino en una única exhortación: dejad que el corazón se os derrita al sol de Dios.
Klaus Berger
No somos capaces de amar sin condiciones, a no ser que pongamos nuestro corazón bajo el sol de Dios, fuente del verdadero amor, infinito e incondicional, muy diferente del amor humano, que se suele quedar en el apego, el afecto o el sentimentalismo.
El amor al que estamos llamados no es tampoco la benevolencia ni la filantropía; la caridad de Jesucristo es locura de amor. Él ve la imagen de Dios en cada uno de nosotros, por eso Su amor va mucho más allá de lo que se entiende por compasión. Él nos ve a la luz de Dios y nos invita a mirar así y amar así. Si lo logramos, nuestra mirada será tan amplia que abarcará a todos y no amaremos solo a aquellos que tenemos cerca, sino que viviremos en el amor sin condiciones, que es Jesús.
Es el amor que ha creado el mundo, la fuente de todo bien, de toda belleza y que, como dice Dante, mueve el sol y las estrellas. Pero, ¿quién alcanza ese amor perfecto? Podemos intentar vivir como si ya lo hubiéramos logrado; mirar, hablar, escuchar, actuar como si ya ardiera en el corazón el fuego de ese amor divino. Entonces, un día, cuando menos lo esperemos, nos sorprenderemos mirando con los ojos de Jesús, actuando con los gestos de Jesús, amando al con Su corazón traspasado por amor.
El Padre en Jesús, Jesús en mí, yo en todos…. Si amas de verdad, te olvidas de ti mismo, te pierdes en el Otro, tienes como propio todo lo Suyo y pones en Sus manos todo lo tuyo, incluso las miserias, pues poco más tenemos. Entonces todo es amor y puedes decir con San Agustín: “ama y haz lo que quieras”, porque bebes del amor de Jesucristo, que ama sin retener, sin proyectar, sin depender, purifica y acrisola lo imperfecto.
Porque Élquiere para aquellos a quienes ama lo mejor: el Reino, la Vida que nos está destinada desde antes de los tiempos. La vida humana pasa, si algo es "amable" en ella es el germen de vida divina. Deseemos lo mismo para quienes amamos: la vida divina, el Reino.
Es Dios que amó primero y nos creó por amor para el amor. El pecado original inició el simulacro de amor, que es lo que solemos sentir. Pero el amor de Dios perdura, es infinito y eterno; todo nos comunica el “te amo” de Dios y nosotros hemos de corresponder con su propio “te amo”.
En ese “te amo” incesante, el Señor nos sigue diciendo, como en la primera lectura (Deuteronomio 6, 2-6), que recoge Marcos en el Evangelio: “Escucha, Israel”. Pero no solemos escuchar, y Le respondemos con ruido y agitación. Que cada instante vuelva a ser un: “Escucha, Israel”. No necesitamos escribir el mandamiento del Amor y cargarlo con nosotros, fuera de nosotros, como siguen haciendo los judíos, en cajitas atadas a la frente. Que no pasen jornadas enteras en que, absorbidos por el ruido y la inercia, olvidemos quiénes somos y para qué existimos. Escribámoslo en el corazón y, si lo olvidamos, que nos baste mirar la Cruz para recordar Quién es Cristo y quiénes somos nosotros en realidad, si merecemos tanto amor.
La lanzada, Rubens
Solo podemos amar a Dios y a los demás permaneciendo en Él, amando desde Jesús en nosotros. Lo demás es sensiblería, apego, afecto, costumbre, pero no amor.Amemos al modo de Jesús, poniendo en su abrazo transformador a cuantos se nos ha confiado.Es la inhabitación y mucho más: la fusión de voluntades, volver al Plan original: el amor de Dios derramándose en nosotros, anhelando nuestro amor. Por eso podemos amar también lo que se acaba y consume, porque no vemos ya los cuerpos abocados a la muerte, sino la vida eterna que va creciendo dentro. No miramos lo que corre hacia el polvo y la nada, miramos a Jesús, y amamos en Él, recordando Sus promesas.
Nuestra meta es hacer posible el Reino en todos los corazones, para vivir en el amor de Dios, que no es sentimiento, sino Acto único y eterno, con Su bondad, belleza, verdad, potencia y pureza. Todo eso quiere para nosotros, ¡cómo no amarle! Ya no puedes vivir sin Jesús y Él no puede vivir sin ti, porque tu vida ya es la Suya.
La llevaré al desierto, Sor Tomasina
El grande y primer mandamiento
Para poder amar mucho a Dios en el cielo, es necesario, en primer lugar, amarlo mucho en la tierra. El grado de nuestro amor a Dios, al final de nuestra vida, será la medida de nuestro amor de Dios durante la eternidad. ¿Queremos tener la certeza de no separarnos de este soberano Bien en la vida presente? Estrechémosle cada vez más por los vínculos de nuestro amor, diciéndole con la esposa del Cantar de los cantares: "Encontré al amor de mi alma: lo abracé y no lo solté"(3,4). ¿Cómo ha apresado la esposa sagrada a su amado? Es con el brazo de la caridad con lo que se apresa a Dios, afirma san Ambrosio. Dichoso aquel que podrá escribir con san Pablo: «Que los ricos posean sus riquezas, que los reyes posean sus reinos: pero para nosotros, ¡nuestra gloria, nuestra riqueza y nuestro reino, es Cristo!». Y con san Ignacio: «Dame solo tu amor y tu gracia, eso me basta». Haz que te ame y que yo sea amado por Ti; no deseo ni desearé otra cosa.