2 de noviembre de 2024

Amar en Jesús

 

Evangelio según san Marcos 12,28b-34

En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?» Respondió Jesús: «El primero es: "Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser." El segundo es éste: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." No hay mandamiento mayor que éstos.» El escriba replicó: «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.» Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios.» Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.




El Evangelio no consiste sino en una única exhortación: dejad que el corazón se os derrita al sol de Dios.
                                                                                          Klaus Berger

No somos capaces de amar sin condiciones, a no ser que pongamos nuestro corazón bajo el sol de Dios, fuente del verdadero amor, infinito e incondicional, muy diferente del amor humano, que se suele quedar en el apego, el afecto o el sentimentalismo.

El amor al que estamos llamados no es tampoco la benevolencia ni la filantropía; la caridad de Jesucristo es locura de amor. Él ve la imagen de Dios en cada uno de nosotros, por eso Su amor va mucho más allá de lo que se entiende por compasión. Él nos ve a la luz de Dios y nos invita a mirar así y amar así. Si lo logramos, nuestra mirada será tan amplia que abarcará a todos y no amaremos solo a aquellos que tenemos cerca, sino que viviremos en el amor sin condiciones, que es Jesús. 

Es el amor que ha creado el mundo, la fuente de todo bien, de toda belleza y que, como dice Dante, mueve el sol y las estrellas. Pero, ¿quién alcanza ese amor perfecto? Podemos intentar vivir como si ya lo hubiéramos logrado; mirar, hablar, escuchar, actuar como si ya ardiera en el corazón el fuego de ese amor divino. Entonces, un día,  cuando menos lo esperemos, nos sorprenderemos mirando con los ojos de Jesús, actuando con los gestos de Jesús, amando al con Su corazón traspasado por amor. 

El Padre en Jesús, Jesús en mí, yo en todos…. Si amas de verdad, te olvidas de ti mismo, te pierdes en el Otro, tienes como propio todo lo Suyo y pones en Sus manos todo lo tuyo, incluso las miserias, pues poco más tenemos. Entonces todo es amor y puedes decir con San Agustín: “ama y haz lo que quieras”, porque bebes del amor de Jesucristo, que ama sin retener, sin proyectar, sin depender, purifica y acrisola lo imperfecto. 


Porque Él quiere para aquellos a quienes ama lo mejor: el Reino, la Vida que nos está destinada desde antes de los tiempos. La vida humana pasa, si algo es "amable" en ella es el germen de vida divina. Deseemos lo mismo para quienes amamos: la vida divina, el Reino.

Es Dios que amó primero y nos creó por amor para el amor. El pecado original inició el simulacro de amor, que es lo que solemos sentir. Pero el amor de Dios perdura, es infinito y eterno; todo nos comunica el “te amo” de Dios y nosotros hemos de corresponder con su propio “te amo”. 

En ese “te amo” incesante, el Señor nos sigue diciendo, como en la primera lectura (Deuteronomio 6, 2-6), que recoge Marcos en el Evangelio: “Escucha, Israel”. Pero no solemos escuchar, y Le respondemos con ruido y agitación. Que cada instante vuelva a ser un: “Escucha, Israel”. No necesitamos escribir el mandamiento del Amor y cargarlo con nosotros, fuera de nosotros, como siguen haciendo los judíos, en cajitas atadas a la frente. Que no pasen jornadas enteras en que, absorbidos por el ruido y la inercia, olvidemos quiénes somos y para qué existimos. Escribámoslo en el corazón y, si lo olvidamos, que nos baste mirar la Cruz para recordar Quién es Cristo y quiénes somos nosotros en realidad, si merecemos tanto amor. 


                                                           La lanzada, Rubens

Solo podemos amar a Dios y a los demás permaneciendo en Él, amando desde Jesús en nosotros. Lo demás es sensiblería, apego, afecto, costumbre, pero no amor. Amemos al modo de Jesús, poniendo en su abrazo transformador a cuantos se nos ha confiado. Es la inhabitación y mucho más: la fusión de voluntades, volver al Plan original: el amor de Dios derramándose en nosotros, anhelando nuestro amor. Por eso podemos amar también lo que se acaba y consume, porque no vemos ya los cuerpos abocados a la muerte, sino la vida eterna que va creciendo dentro. No miramos lo que corre hacia el polvo y la nada, miramos a Jesús, y amamos en Él, recordando Sus promesas. 

Nuestra meta es hacer posible el Reino en todos los corazones, para vivir en el amor de Dios, que no es sentimiento, sino Acto único y eterno, con Su bondad, belleza, verdad, potencia y pureza. Todo eso quiere para nosotros, ¡cómo no amarle! Ya no puedes vivir sin Jesús y Él no puede vivir sin ti, porque tu vida ya es la Suya.


                                                     La llevaré al desierto, Sor Tomasina

El grande y primer mandamiento

Para poder amar mucho a Dios en el cielo, es necesario, en primer lugar, amarlo mucho en la tierra. El grado de nuestro amor a Dios, al final de nuestra vida, será la medida de nuestro amor de Dios durante la eternidad. ¿Queremos tener la certeza de no separarnos de este soberano Bien en la vida presente? Estrechémosle cada vez más por los vínculos de nuestro amor, diciéndole con la esposa del Cantar de los cantares: "Encontré al amor de mi alma: lo abracé y no lo solté"(3,4). ¿Cómo ha apresado la esposa sagrada a su amado? Es con el brazo de la caridad con lo que se apresa a Dios, afirma san Ambrosio. Dichoso aquel que podrá escribir con san Pablo: «Que los ricos posean sus riquezas, que los reyes posean sus reinos: pero para nosotros, ¡nuestra gloria, nuestra riqueza y nuestro reino, es Cristo!». Y con san Ignacio: «Dame solo tu amor y tu gracia, eso me basta». Haz que te ame y que yo sea amado por Ti; no deseo ni desearé otra cosa.
                                                                                   San Alfonso María de Ligorio 

                                      291. Diálogos Divinos. El verdadero amor II

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