3 de octubre de 2014

San Francisco de Asís. Espiritualidad encarnada


Lucas 10, 17-24
 
En aquel tiempo, los setenta y dos volvieron muy contentos y dijeron a Jesús: "Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre". Él les contestó: "Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo". En aquel momento, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó: "Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar". Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: "¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron". 


San Francisco de Asís recibiendo los estigmas. El Greco


Esta semana, en lugar de comentar el Evangelio del domingo y la parábola de los labradores desalmados que, por no dar los frutos, asesinan al hijo del Dueño, recordamos a uno de mis santos favoritos, San Francisco de Asís.
El pasaje del Evangelio que la liturgia propone el día de su festividad es muy acertado para celebrar a este maestro de la sencillez y la alegría, que nos enseña una espiritualidad encarnada y coherente, y  para dar inicio a una serie de entradas sobre la banda sonora del Camino de regreso, en el blog hermano: www.diasdegracia.blogspot.com
 


CÁNTICO DE LAS CRIATURAS

Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor,
tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor;
tan solo tú eres digno de toda bendición,
y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención.

Loado seas por toda criatura, mi Señor,
y en especial loado por el hermano sol,
que alumbra y abre el día, y es bello en su esplendor,
y lleva por los cielos noticia de su autor.

Y por la hermana luna, de blanca luz menor,
y las estrellas claras, que tu poder creó,
tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son,
y brillan en los cielos: ¡loado, mi Señor!

Y por la hermana agua, preciosa en su candor,
que es útil, casta, humilde: ¡loado, mi Señor!
Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol,
y es fuerte, hermoso, alegre: ¡loado, mi Señor!

Y por la hermana tierra, que es toda bendición,
la hermana madre tierra, que da en toda ocasión
las hierbas y los frutos y flores de color,
y nos sustenta y rige: ¡loado, mi Señor!

Y por los que perdonan y aguantan por tu amor
los males corporales y la tribulación:
¡felices los que sufren en paz con el dolor,
porque les llega el tiempo de la consolación!

Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor!
Ningún viviente escapa de su persecución;
¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!

¡No probarán la muerte de la condenación!
Servidle con ternura y humilde corazón.
Agradeced sus dones, cantad su creación.
Las criaturas todas, load a mi Señor. Amén.


            San Francisco escribió este himno al final de su vida, ciego, en medio de atroces sufrimientos físicos y morales. Pero recibe el consuelo de Dios, y llama a la muerte hermana, porque está experimentando las primicias de la resurrección. Muere cantando, desnudo sobre la tierra, como él pidió.      

          En una primera lectura, este himno es una alabanza dirigida a Dios por los elementos de la creación: el sol, la luna, las estrellas, el agua, el fuego y la tierra. Pero se puede contemplar este poema más profundamente, intentando discernir qué hay detrás de las realidades cósmicas que cantan con el fraile moribundo y lleno de luz. Qué es el sol, qué es la luna, qué es el agua y el fuego, qué es la muerte para el que la mira tan de cerca, con ojos ciegos para el mundo...

            El canto brota en el ocaso de su vida, al final de un largo, duro y fructífero camino espiritual. Después de alcanzar la certidumbre del Reino en plena agonía, como un don divino, no puede menos que cantar, porque en su alma ya está amaneciendo, y con qué resplandores...
 
            Pero canta a la materia; un hombre a punto de entrar en el mundo espiritual, del que acaba de recibir el consuelo y la certeza del Reino, canta y agradece realidades materiales, elementos cósmicos transitorios… ¿O no? ¿O está cantando más de lo que un primer acercamiento nos permite ver?
 
            Es un canto simbólico, claro, que no menosprecia el amor sincero de San Francisco por las cosas materiales que canta y con las que canta. Pero hay mucho más detrás, en esa lectura interior que nos lleva a la realidades invisibles, de las que las otras, tan hermosas, tan fraternales, son solo el reflejo. San Francisco está cantando a Dios en cada criatura, en cada elemento, en cada palabra. La materia transfigurada. Desde lo más humilde ha llegado a lo más alto, y nos lleva consigo en la comunión total y el canto alegre y libre de los que no tienen nada que temer porque se han transformado en puro amor.
 
            No es por tanto solo una candorosa celebración poética del mundo creado, un canto de alabanza y admiración desde las criaturas, uno con ellas, preciosas, desnudas, sencillas, sino el culmen de una experiencia espiritual honda como pocas, alegre incluso en lo más profundo de la noche oscura.
 
            El amor de San Francisco a la naturaleza es solo lo más visible de su voluntad de abrirse a la plenitud del Ser, del que el mundo es una epifanía alegre y colorida, musical. Porque el Ser todo lo habita, lo nutre y embellece, palpita en cada una de esas realidades, desde la más humilde a la más esplendorosa. La mirada interior del santo se vuelve asombro y gratitud, sigue amando y admirando las maravillas de Dios hasta el final de su vida, hasta el principio de su Vida.


  
             Brother Sun, sister Moon, Donovan, de la película de Franco Zeffirelli (1972)



ORACIÓN DE LA PAZ
 
Señor, hazme un instrumento de tu paz;
donde haya odio, ponga amor;
donde hay ofensa, perdón;
donde hay duda, fe;
donde hay desesperanza, esperanza;
donde hay tinieblas, luz;
donde hay tristeza, alegría.

Oh Divino Maestro,
que no busque yo tanto
ser consolado como consolar,
ser comprendido como comprender,
ser amado como amar.

Porque dando se recibe,
olvidándose, se encuentra,
perdonando se es perdonado,
y muriendo a sí mismo
se nace a la vida eterna.

 

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