25 de octubre de 2014

El Amor


Mateo 22, 34-40

En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?". Él le dijo: “‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser’. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo.’ Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas".

Jesucristo, Hoffman
 
           Amar a Dios, amar al prójimo... Una tentación frecuente es creer que es más fácil lo segundo y creer que podemos amar a otros sin amar a Dios, hasta que descubrimos que no es verdadero amor, porque no somos capaces de amar sin condiciones ni reservas, a no ser que pasemos nuestro amor por el corazón de Dios, fuente del verdadero amor, infinito e incondicional. Pero amar a Dios nos resulta difícil; no le vemos, no le oímos, no le sentimos... Y aun así, Él es más íntimo a nosotros que nosotros mismos, intimior intimo meo, decía San Agustín.
            Empezamos a sentir y a saber que Él vive en nosotros cuando abrimos el corazón para amar a cada hermano desde el amor de Dios. Y descubrimos que los dos mandamientos, los dos amores, están indisolublemente unidos. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo, como no se puede amar al prójimo sin amar a Dios. Y no se trata solo de sentir, sino, sobre todo, de expresar, encarnar, crear realidades de amor, como huellas firmes y seguras en el camino de la vida.

            Unos meses después de estar dando vueltas al tema de la belleza, evocando la Piedad del Vaticano, la Piedad Rondanini y la de carne y hueso que encontré junto a San Ginés, Lucía me envió desde Milán un vídeo realizado precisamente con las fotos de Hupka de la Piedad del Vaticano, y recordando la misma respuesta de Miguel Ángel a la pregunta sobre la juventud anacrónica de María: "los que están enamorados de Dios no envejecen".
            ¿Anacrónica? No, atemporal, don de Dios, el único que puede conservar la belleza y la juventud de aquellos que le aman.
              El vídeo está en el blog hermano: www.diasdegracia.blogspot.com, con fecha de hoy.

            Todos tenemos un vacío en el corazón que sólo Dios puede llenar con su amor. Hay quienes se acercan a la religión con miedo, buscando salvarse, y hay quienes se acercan a Dios con amor, buscando la unión íntima con Él.
            Puede que esa sea la diferencia entre los llamados y los elegidos. Es elegido, y se elige a sí mismo, el que sin miedo ni reservas, abre su corazón al Dios del Amor, el que el hombre ha buscado desde la caída, o desde el olvido, el único que puede hacer de él una criatura integrada, un hombre verdadero. Los grandes místicos lo comprendieron: San Juan, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, que se decía la novia de Jesucristo.

            Y el alma humilde que de forma anónima nos legó uno de los más bellos poemas de Amor que se han escrito:

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
                                                                                

            Cómo no amar a quien nos ama... Parece fácil cuando estamos seguros de ese amor. Pero acaso nos falta a veces fe para creer que Aquel que murió en la Cruz era Hijo de Dios y aceptó su muerte por amor a todos y cada uno de nosotros. Si fuéramos conscientes de que lo habría hecho del mismo modo por uno solo de nosotros, sí, por ti o por mí, viviríamos locamente enamorados y entregados a Él, dejaríamos de ir por el mundo como mendigos de amor y viviríamos en una dicha constante.

            Cuántas veces somos como Pedro, que, por miedo, negó conocerle, como Tomás, incapaz de creer sin ver, como todos los que no se atrevieron a acompañarle hasta el Gólgota. Seamos como Juan, como María Magdalena, que abrieron su corazón al amor infinito del Dios hecho hombre. Y miremos a su Madre, anhelando parecernos un poco a ella, porque con su sí, libre, valiente y confiado, desgarrado por el sufrimiento ante la Cruz, inició la historia de la Salvación y nos mostró el camino del amor y la libertad, el único donde podemos encontrar plenitud y belleza, más allá de las formas transitorias y falsas de este mundo.

            El camino devocional, habitual en muchas tradiciones, se queda corto cuando el objeto de devoción es limitado. Pero si es Jesucristo, el Hijo de Dios, a quien nos entregamos, Él nos ofrece un atajo. Él es el atajo y hace que avancemos, porque ya es Él quien vive en nosotros y a Él se someten todas las potencias y principados, la mente, la naturaleza, lo visible y lo invisible. Todo un universo nos respalda porque todo es nuestro, nosotros somos de Jesucristo y Él del Padre. Él nos va dando todo lo que necesitamos para evolucionar. En Él nos vamos transformando, integrando, mereciendo un cuerpo glorioso como el Suyo, para vivir eternamente.

            Toda mística es siempre del amor; ese es su sentido y su sustancia. El objetivo del místico, lo sepa o no lo sepa, es unirse definitivamente a Dios, la fuente primordial del amor. El enamorado de Dios no es temeroso, mediocre o pusilánime. No busca salvarse por miedo al infierno, ni busca salvarse para gozar del paraíso. El enamorado de Dios Le busca por puro amor. Todo lo demás viene por añadidura, pero ni siquiera lo piensa, ni siquiera pierde, imaginando las venturas por venir, un instante de tiempo, ni una brizna de la energía que necesita para seguir amando a Dios y en Él a todos sus hermanos y a toda la creación.

            El enamorado de Dios hace suyo el contenido del bello texto de San Pablo sobre el amor (I Cor, 13, 1-13), porque su corazón se va transformando en puro amor, que se derrama espontánea y naturalmente sobre todos sus hermanos.

            El enamorado de Dios tiene el alma libre, no busca ventajas ni calcula; no vive en el pasado con sus remordimientos inútiles, ni en el futuro con sus temores hipotéticos, porque solo quiere amar, y sabe que solo puede amarse hoy, que siempre es hoy.
 

 
                                       Amancio Prada cantando a San Juan de la Cruz  
   

           Cuando caminas por la vía mística, tu ser va gradualmente “enamorándose”. Es éste un lento proceso de conversión e iluminación. Nacidos en estado de aislamiento, vamos poco a poco pasando a un estado de “enamoramiento”.            
            Podemos, es cierto, volver a quedar aislados; dado lo débil de nuestra naturaleza humana, siempre corremos el riesgo de separarnos de la totalidad. Además, nuestro “estar enamorado” es parcial; siempre estamos en camino, siempre transformándonos, “haciéndonos”. Sólo Dios es enteramente “estado de amor”, y nosotros no alcanzamos nuestra plenitud como entes separados sino en Él.
                                                                                                        William Johnston

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