Antonio nació de una familia acomodada, cerca de Heraclea, Egipto, hacia el 251. A los veinte años, después de meditar profundamente los pasajes de los Evangelios sinópticos sobre el joven rico (Mateo 19, 16-22; Marcos 10, 17-22; Lucas 18, 18-27), vendió todas sus posesiones, entregó el dinero a los pobres y se retiró a vivir en una comunidad de ascetas, durmiendo en un sepulcro vacío. Con los años, se fue internando mucho más en el desierto, para terminar viviendo en absoluta soledad hasta su muerte, en el 356. Se cuenta que fue terriblemente acosado y tentado por el diablo, que adoptaba múltiples formas, sin lograr nunca quebrantar la voluntad del santo. De ahí que Las tentaciones de san Antonio sea un tema tan repetido en la iconografía cristiana.
También conocido como San Antonio el Grande, es popularmente venerado como patrón de los animales. En la teología medieval, colocar los animales junto a la figura de un cristiano significaba que esa persona había entrado en el Reino de los Cielos, puesto que dominaba la creación.
Las tentaciones de San Antonio, Dalí |
Las tentaciones de San Antonio de Gustave Flaubert, es una de sus obras más misteriosas. Dicen que se inspiró en una antigua obra de teatro para títeres, un cuadro de Pieter Brueghel el Viejo, alusivo al tema, el “Caín” de Byron y el “Fausto” de Goethe.
En el prólogo a una de las ediciones, Borges expresa así su admiración por Flaubert y por San Antonio: "San Antonio es tambien Gustave Flaubert. En las arrebatadas y espléndidas páginas terminales, el monje quiere ser el universo, como Brahma o Walt Whitman.”
Esas páginas finales pudieron inspirar casi tres décadas después -yo así lo creo- el lirismo cósmico y vehemente, por su anhelo de absoluto, de la Carta de Lord Chandos, de Hugo von Hofmannsthal, nacido curiosamente en 1874, fecha de publicación de la obra de Flaubert.
En ese final impactante, leemos algo que nos ayuda a comprender a este santo, cronológicamente tan alejado de nosotros, pero tan cercano si lo evocamos desde ese rincón del alma capaz de trascender tiempo y espacio:
En ese final impactante, leemos algo que nos ayuda a comprender a este santo, cronológicamente tan alejado de nosotros, pero tan cercano si lo evocamos desde ese rincón del alma capaz de trascender tiempo y espacio:
San Antonio, con desbordante alegría:
- ¡Qué felicidad: he visto nacer la vida, he visto comenzar el movimiento! La sangre me late tan fuerte en las venas que parece como si fuera a romperlas. Siento anhelos de nadar, de ladrar, de mugir, de aullar... Quisiera tener alas, un caparazón, una corteza como los árboles; quisiera echar humo, tener una trompa, retorcer mi cuerpo, dividirme en muchas partes, estar en todo, emanar mi esencia junto con los olores, desarrollarme como las plantas, fluir como el agua, vibrar como el sonido, brillar como la luz, acurrucarme en todas las formas, penetrar en cada átomo, bajar hasta el fondo de la materia, ¡ser la materia!
Amanece por fin y, al igual que las cortinas de un tabernáculo cuando se descorren, unas nubes de oro, al formar grandes espirales, dejan ver el cielo.
Y en medio mismo, dentro del disco formado por el sol, aparece radiante la faz de Jesucristo.
San Antonio hace la señal de la cruz y comienza de nuevo a rezar.
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