13 de diciembre de 2014

Testigos de la Luz


Evangelio de Juan 1,6-8. 19-28
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. Los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: “¿Tú quién eres?” Él confesó sin reservas: “Yo no soy el Mesías”. Le preguntaron: “Entonces ¿qué? ¿Eres tú Elías?” Él dijo: “No lo soy”. ¿Eres tú el Profeta? Respondió: No. Y le dijeron: ¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo? Él contestó: Yo soy “la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor” (como dijo el profeta Isaías). Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta? Juan les respondió: Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia. Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.


                                            El Bautismo de Jesús, El Greco


Vosotros mismos sois testigos de que yo dije:
“Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado delante de Él.”
(…) Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar.

 Juan 3, 28, 30

El mayor de los nacidos de mujer (Mt 11,11), la voz que clama en el desierto (Jn 1, 23), el precursor, Juan el Bautista, dice: "Yo no soy el Mesías" (Jn 1,20). Es necesario que Juan, el hombre, disminuya, para que el Hijo de Dios crezca.
Simbólica o realmente (en lo esencial, las fechas no importan), Juan nació en el solsticio de verano, momento a partir del cual los días comienzan a acortarse. Jesucristo, el Sol invicto, nace en el solsticio de invierno, desde el cual los días comienzan a crecer.
Hemos de disminuir, menguar, no de un modo morboso o masoquista, sino con el gozo del que sabe que su verdadera medida está más allá de lo que los sentidos perciben y que, menguando en su sí mismo temporal, vulnerable e imperfecto, está creciendo en las dimensiones que le acercan a la verdadera grandeza, su condición de Hijo, su naturaleza restaurada.
Lo humano es así la antesala de lo divino, lo temporal de lo eterno, la condición de hijos de mujer, frágiles y terrenales, de la condición de ciudadanos del reino de los cielos.
Es el sentido de la conversión que predica Juan, con la aspereza y rigor de su temperamento de asceta, necesario en aquel momento para el pueblo judío, que aún no conocía el poder transformador del amor que Jesús vino a predicar.
Conversión, metanoia, teshuvah, dejar de mirar solo lo temporal, lo material, las realidades perecederas del mundo para, con el simple gesto de dar media vuelta, que a veces cuesta sangre, sudor y lágrimas, mirar en la dirección contraria, hacia la realidades celestes, las del espíritu, seguras y eternas.

Todos somos nacidos de mujer, pero estamos llamados a participar en el Reino, haciendo nacer el Cristo interior, para ser, no ya solo imagen del Padre, sino también la semejanza perdida. Jesucristo abrió el camino. Todo el que le sigue puede entrar en el Reino y alcanzar la estatura, el tamaño, el nivel que su fe y su amor le permitan.

Juan responde: “No soy yo”. Descubre su propia identidad sin pretender apropiarse ni siquiera de una chispa de ese Sol que venía anunciando. Confesar la propia nada exige verdad y valor, honestidad y coherencia, ese hablar sí cuando es sí y no cuando es no (Mt 5, 37) que enseña el Maestro. Y hay tanta palabrería vana, tanta verborrea en nuestras vidas, que a veces parece incluso hacernos olvidar ese puro desvalimiento que somos de uno en uno.

Es el camino del “no soy” que predica Johannes Tauler, el camino de la negación de uno mismo, del puro abandono, de reconocer la propia nada, con la humildad más absoluta. Dice Tauler: “Mientras te falte una partecita de verdadero abandono, mientras no la hayas adquirido de verdad, Dios ha de serte por siempre extraño y no sentirás la dicha suprema y más honda en este tiempo y en la eternidad.”
Lucifer quiso ser, Adán y Eva quisieron ser. Todas las guerras, los conflictos interiores y exteriores proceden del deseo compulsivo de ser, olvidando que no se puede ser sin morir a uno mismo. Juan el Bautista, el mayor de los nacidos de mujer, nos enseña a reconocer, sentir y decir con él: no soy Él, pues no soy nada, no soy.

El Evangelio está lleno de “no soy” asombrosos, expresión de una fe bien aquilatada con ese oro espiritual que es el mayor tesoro. La cananea y su constancia inquebrantable, a la que no le importa compararse con un perro, con tal de recibir la gracia de Jesús. El centurión, cuyo criado está al borde de la muerte, que no se siente digno de que el Maestro entre en su casa, en su vida, en su corazón, Dimas, el buen ladrón, que solo se atreve a pedir un recuerdo del Hijo de Dios cuando llegue a Su Reino.
“No soy”, está diciendo también la pecadora que se arrodilla a los pies de Jesús para lavarlos con sus lágrimas y secarlos con sus cabellos, aquella a la que tanto se le perdona, porque su negación de sí misma procede del amor. Y a quien mucho ama, mucho se le perdona (Lc 7, 47).

Nulidad, desvalimiento, reconocer que sin Él nada somos y nada podemos… El Camino del “no soy”, tan diferente en apariencia del “Yo Soy”, y tan coincidente en realidad, porque al “Yo Soy” se llega por la humildad del negarse a uno mismo. La soberbia solo lleva al “seréis como dioses” de la serpiente, y de tantos caminos que se basan en el ego, la autorrealización, la autoliberación, confiando solo en las propias fuerzas, lo que no es más que otra faceta de la diabólica separación.
Aquí está de nuevo la maravilla conciliadora e integradora del cristianismo: el “no soy” lleva implícito el “Yo Soy”. No soy en mí, por mí, para mí, pero lo Soy con Él, en Él, para Él, y con los demás por Aquel que nos conduce a los verdes prados del amor, la dicha y la libertad.

Claro que la meta es el "Yo Soy"; "Sois dioses" dice el Salmo 82 y nos recuerda el mismo Jesucristo (Jn 10, 34). Puede parecer que este “no soy” que hoy propongo de la mano de Tauler nos hace volver a la ilusión del dualismo, de la separación. Nada más lejos del cristianismo, el verdadero camino no-dual, que unifica, integra y trasciende todo.

Al “Yo Soy” se llega por el “no soy”: negarse a uno mismo, perder la vida, el mundo entero, para ganar el alma (Mt 16, 24-26). Y un ejemplo a seguir es Juan el Bautista, el precursor, voz que clama en el desierto y prepara el camino al Señor.
Es también el “caminito pequeño” de Santa Teresa del Niño Jesús, del poverello de Asís, de todos los místicos, anonadados en su enamoramiento, los Padres del Desierto, la Filocalia, el Hesicasmo, la Oración del Corazón, en todas sus poderosas y transformadoras variantes...

Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar… ¿Qué debe menguar y qué debe crecer en nosotros para dejar de ser ciudadanos del mundo, hijos de mujer, y llegar a ser ciudadanos del reino de los cielos?
Que mengüe lo que no somos, el ego, las máscaras, los frutos de la soberbia, y crezca nuestra verdadera realidad, el Cristo interior, que está deseando nacer y ya es hora de dar a luz. Porque el reino de los cielos no es una promesa, un premio venidero, sino una realidad, que es aquí y ahora o no es.
            Cada día, cada instante, podemos escoger entre ser solo hijos de mujer, de los que Juan el Bautista es el mayor, o ciudadanos del Reino, seguidores de Cristo y, por la gracia de su amor infinito, coherederos junto a Él, imagen y, por fin, semejanza.
 

                                                              Deus fit homo ut homo fieret Deus.

                          (Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios.)

                                                                                             San Atanasio



Original versión de la cantata de Bach, Jesús, alegría de los hombres.
Muy apropiada para este Tercer Domingo de Adviento, Domingo "gaudete", de la alegría, en el que nos regocijamos y saltamos, como Juan el Bautista en el vientre de Isabel, al sentir la Presencia inminente del que siempre está viniendo, Jesús, el que salva.
Abrimos nuestros corazones para recibirlo, preparamos con alegría y esperanza el Camino al Señor, sin miedo a meguar para que él crezca. Porque disminuye lo que no somos y a la vez crece lo que estamos llamados a ser desde el inicio. Nos hacemos, como Juan, testigos de la Luz. Bendito Propósito, del que empezamos a ser conscientes y ante el que la existencia se rinde, se arrodilla, mengua hasta morir, para transformarse en Vida.

Otra forma de asomarse a este Misterio en www.diasdegracia.blogspot.com


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