Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de
Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: "¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su
estrella y venimos a adorarlo". Al
enterarse el rey Herodes, se sobresaltó, y todo Jerusalén con él; convocó a los
sumos sacerdotes y a los escribas del país, y les preguntó dónde tenía que
nacer el Mesías. Ellos le contestaron: "En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: «Y tú, Belén, tierra de
Judea, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judea, pues de ti
saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel»." Entonces
Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que
había aparecido la estrella, y los mandó a Belén diciéndoles: "Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis,
avisadme, para ir yo también a adorarlo". Ellos,
después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que
habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde
estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en
la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron;
después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y
habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se
marcharon a su tierra por otro camino.
Esos personajes
misteriosos, a los que la leyenda ha otorgado rango de realeza, más que reyes,
serían hombres sabios. Ni siquiera serían magos, con el significado que hoy damos a
la palabra magia, sino astrónomos. El adjetivo vendría del latín magnus o del sánscrito maha, en el sentido de personas
importantes, grandes, ilustres. Lo que sí es probable es que vinieran de
Oriente que, para los judíos de la época, era todo lo que estaba al otro lado
del Jordán.
Movidos
por la esperanza de conocer al Mesías, al que en Persia se le esperaba desde
hacía siglos, una estrella se encendió en el cielo y otra, más fulgurante y
cierta, en su alma.
En
los sermones de Epifanía, San Buenaventura solía predicar sobre la existencia
de tres tipos de estrella. La estrella exterior: la que brilla en las Sagradas
Escrituras; la estrella superior: la Virgen María; y la estrella interior: la
gracia que el Espíritu infunde en el alma.
Emprender
el camino es necesario para recibir la luz de esta estrella. “Levántate y
resplandece, pues ha llegado tu luz”, dice a Jerusalén el profeta Isaías (Is
60, 1). Hay que levantarse por encima de uno mismo y de todo lo que ciega y
adormece, con el anhelo de llegar a la Meta.
El riesgo está
en creer que uno va a poder hacer, lograr, realizar, caminar por sus propias
fuerzas. El que así lo piensa y lo siente, no llegará muy lejos. Apenas se
levanta, el orgullo, los prejuicios, la rutina y el egoísmo que le siguen
dominando lo paralizan y le impiden
avanzar, porque no ha habido un verdadero cambio interior que permita que la luz
se encienda.
Si uno se
pone realmente de pie, levantándose por encima de sí mismo, puede resplandecer.
Ha muerto a sí mismo, al lastre de sus defectos, tendencias y limitaciones, y es
ya pura entrega, puro abandono.
El que se deja hacer, se deja encontrar y guiar con humildad, inocencia y buena disposición, ha alcanzado la paz que permite transformarse y recibir la luz directamente de su Fuente, sin intermediarios. (www.diasdegracia.blogspot.com )
El que se deja hacer, se deja encontrar y guiar con humildad, inocencia y buena disposición, ha alcanzado la paz que permite transformarse y recibir la luz directamente de su Fuente, sin intermediarios. (www.diasdegracia.blogspot.com )
Así debían ser
estos magos o sabios de Oriente. Solo almas grandes como las suyas pueden
levantarse sobre sí mismas, sobre sus miedos, dudas y prejuicios, sobre la tiniebla exterior e interior, y ponerse en
camino.
Caminaron, se
cansaron, perdieron la estrella, tal vez por las dudas e inseguridades, siempre
al acecho, pero siguieron caminando y la volvieron a encontrar.
Merecen por su
tesón y su confianza ser el símbolo de toda la humanidad. Porque en la Epifanía
(del griego, manifestación) celebramos que Jesús nace, no solo para los judíos, sino para
todos los pueblos y razas, para todos los hombres y mujeres del planeta.
¿Qué importa
cuántos eran, de donde venían, el color de su piel, sus rangos o sus nombres? ¿Qué importa siquiera
si existieron realmente o son solo una alegoría en ese engranaje perfecto y
sagrado que son los evangelios? Solo Mateo menciona la escena, y sin prodigarse
en detalles. Lo que importa es el mensaje: universalidad de la Historia de la
Redención, adoración y ofrenda al Salvador en la figura de un recién nacido sin
ningún signo externo de divinidad o realeza.
Porque esperaban
adorar a un rey y, aunque encontraron un niño pobre, sin palacio, ni sirvientes
o cortesanos, la luz que los guiaba, dentro y fuera, les permitió reconocer en
Él al Rey del Universo. Es la inocencia, la limpieza interior, la
capacidad de asombro y de ver más allá de lo evidente, lo que mantiene el corazón abierto al Misterio y al Amor.
Y vieron a
Dios y lo adoraron en el recién nacido, hijo de unos aldeanos tan pobres que
solo tenían un pesebre, donde comen los animales, para acostar a ese Niño,
llamado a ser el Pan de Vida.
Oro
para el Rey, incienso para Dios, mirra (que se usaba para ungir los cadáveres
antes de la sepultura), para el hombre, amarga como el sufrimiento que todo ser
humano tarde o temprano ha de padecer. Esta triple ofrenda
reconoce las dos naturalezas inseparables de Jesucristo: divina y humana.
Sigamos el
camino que nos indican las tres estrellas que menciona San Buenaventura, para
llegar hasta el Niño Dios y ofrecerle nuestros dones.
Es lo que este
año he pedido a los Magos de Oriente, para mí y para todos: que encontremos a Jesús -de un modo más real, íntimo y decisivo- y podamos entregarle el oro de nuestra alabanza y nuestro
agradecimiento, el incienso de nuestro amor y la mirra de nuestro corazón
humano.
Mirra amarga
de un corazón de peregrino, a veces cansado, a veces perdido, con las huellas
del mundo y heridas de batallas invisibles, pero en pie, para que Su Luz siga
resplandeciendo.
Oratorio de Navidad BWV 248, J. S. Bach
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