27 de febrero de 2016

Dar fruto es darse


Evangelio de Lucas 13, 1-9

En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilatos con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.” Y les dijo esta parábola: “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”. Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas.”

                                    La higuera estéril, James Tissot

No es por ser menos pecadores por lo que nos salvamos, sino por permanecer unidos a Cristo. Los que eligen seguir separados, en el "ir pasando", sin mojarse, sin arriesgar, o bien en el otro extremo, en el competir y ganar ventaja sobre los demás, viven como dice el poeta, para el polvo y para el viento, es decir, perecerán, como dice el Evangelio de hoy. Los tibios no son para el Reino, como recuerda contundente el Apocalipsis (Ap. 3, 16). Por eso, vale más un gran pecador que se convierte, que un pecador mediocre que sigue enredado en su cobarde, baldía mediocridad.

Es la entrega total la que hace posible la Unión; derramar la última gota, darse sin medida. En la lógica del Reino, no se pierde lo que se da, al contrario, todo lo que se entrega, se recibe. Se entrega uno mismo, y se recibe al Sí mismo, se renuncia a la identidad y se encuentra la Esencia, se pierde la vida y se gana la Vida. La salida del Egipto opresor y la llegada a la Tierra prometida suceden a la vez si nos derramamos hasta la última gota, como la mujer que unge a Jesús con el más valioso perfume, pecadora y santa a la vez, convertida, en esa nueva realidad que su gesto interior, anterior al externo, su conversión sincera y total propicia (Lucas 7, 36-50).

Se trata, al fin y al cabo, de escoger si queremos vivir para lo ilusorio y efímero, o para lo esencial, lo verdadero. No damos fruto, no nos damos, porque estamos casi siempre dormidos, alienados, a merced de la inercia y las vanidades. Nos encadenamos a lo material, lo transitorio, y perdemos de vista lo que vale de veras, lo eterno. Buscamos necesidades absurdas y quienes nos las satisfagan desde fuera. Si nos observáramos con sinceridad, veríamos que somos voluntariamente estériles. Traicionamos nuestra misión y nuestra verdad interior, y luego nos engañamos a nosotros mismos para poder soportar esa traición que nos condena.
Es una elección continua; cada día, cada hora, cada instante hemos de optar entre vivir despiertos o dormidos, entre vivir para lo Real o para lo falso, entre ser estériles o dar fruto.
En claro paralelismo con la figura de Moisés, que condujo a su pueblo en el éxodo, desde Egipto hacia la tierra prometida, como nos recuerda la primera lectura (Éxodo 3, 1-8a.13-15), Jesucristo nos libera de la muerte y de las esclavitudes a las que nos sometemos, pues el Egipto opresor está dentro de nosotros, y la tierra prometida que mana leche y miel, también.
Saberse prisionero es el primer paso para abandonar Egipto, la tierra de la esclavitud y la inconsciencia, y darse la vuelta para regresar a la tierra de la plenitud y la realización, de la consciencia y la libertad.
Conversión, arrepentimiento, metanoia, teshuváh, es el giro, el gesto, el paso imprescindible que nos transforma de estériles en fecundos (www.diasdegracia.blogspot.com ).
Convertirse es mirar de otra forma, con ojos misericordiosos. Nosotros miramos con el egoísmo de nuestras seguridades, comodidades, parcelitas de control; Jesús mira rebosando amor, con un corazón palpitante, que no se cansa de derramar dones, gracias y bendiciones. El que solo se preocupa por controlar y asegurar “sus” cosas, “sus” costumbres, “sus” inercias, “sus” apegos, es estéril, no puede dar fruto.
La mejor conversión es dejar que la misericordia nos impregne hasta ser capaces de mirar y de amar como Jesucristo ama. Cada día su propio afán, siempre el mismo: ser o no ser, saberse y vivirse en Él, o seguir durmiendo hasta que Su voz nos despierte.
Permanecer, menein, mutua inmanencia, una de las palabras que más aparece en el Evangelio de San Juan. Permanecer en Cristo, indisolublemente unidos a Él nos hará fértiles, capaces de dar fruto, cumplirnos, entregarnos, con un amor que está a salvo del desgaste y la entropía. Un amor que crece y se expande sin cesar, continuamente revitalizado, siempre el mismo y siempre nuevo.


                                       Salmo 102. Liturgia ortodoxa

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