4 de junio de 2016

A ti te lo digo


Evangelio de Lucas 7, 11-17

En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!” El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios, diciendo: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros”, y “Dios ha visitado a su pueblo”. Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante.


                                   Jesús resucita al hijo de la viuda, Pierre Bouillon


            Pasó un Resucitador por el mundo y nació en el mundo una esperanza más grande que todos los siglos; la cual no morirá. Uno que ya no tenía esperanza ha escrito: “Jesús es simplemente la esperanza más grande que ha pasado por la Humanidad…”
            Oh Renán, escucha: No ha pasado.
                                                                                                       L. Castellani


            Porque los hijos de la abandonada son más numerosos que los hijos de la casada, dice Yahvé.
                                   Isaías 54, 1


Esta mujer de Naín, una pequeña aldea entre Nazaret y Cafarnaún, ha sido golpeada dos veces por la muerte. La primera, con la pérdida del esposo; la segunda, con la del hijo único. Por eso llora con profunda tristeza; nunca se está tan solo como ante el dolor; y esta mujer está inmensamente sola.
Quien ha asistido al velatorio, entierro o funeral de un niño o un joven, y ha mirado el rostro de la madre, sabe que no hay sufrimiento comparable. Es un dolor que casi siempre se acerca a la locura, pues esa madre, aún atónita, está viva y muerta a la vez.

La viuda de Naín es “la madre”, todas las madres que han vivido la muerte de un hijo y un día lo recobrarán. Ha perdido todo lo que ama. ¿Cómo ve el mundo a través de ese velo oscuro de dolor? ¿Cómo siente el corazón, desgarrado hasta el grito imposible? ¿Cómo mira a las plañideras que lloran y gesticulan lo que ella es incapaz de expresar, bloqueada por la losa de la angustia?

Acompañan el cortejo fúnebre todos los vecinos de la aldea. Jesús no pregunta nada, se conmueve en las entrañas (esa es la traducción más literal) ante un dolor tan intenso, un vacío tan clamoroso, y decide remediarlo. Su compasión no es como la nuestra en estas situaciones, casi siempre azorada e impotente; la Suya es creadora y eficaz. Detiene a la triste comitiva y, con la autoridad que solo de Él emana, se dirige a la madre: “No llores”, e inmediatamente toca la camilla, más que ataúd, porque en aquella época y aquellas regiones, los cadáveres se llevaban en una especie de camillas, envueltos en sudarios. Tocarlo era por eso casi profanarlo y suponía, además, transgredir la ley judía sobre la impureza, al entrar en contacto con un muerto.

Muchos habrían dicho a la pobre madre que no llorara, pero nadie había hecho ese gesto de acercarse tanto al difunto. ¿Qué querrá ese rabbí? Pero antes de que les dé tiempo a preguntárselo, o incluso a indignarse ante tal atrevimiento contrario a los preceptos religiosos, Jesús se dirige al muerto: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”

            Como cuando se dirige a la hija de Jairo o a Lázaro, o al paralítico, al ciego, a los leprosos…, Jesús nos está hablando, curando, resucitando a todos y cada uno de nosotros, porque el Evangelio no es una crónica, sino palabra viva, siempre actual, de Aquel que es la Palabra.
Ya lo dice San Pablo, refiriéndose a los muertos espirituales que tantas veces somos: “Levántate, tú que duermes, y Cristo será tu luz” (Ef 5,14). Y San Agustín no deja lugar a dudas: “Ciertamente, todo hombre tiene ojos para ver resucitar a los muertos. Pero no todos pueden ver resucitar a los hombres que están muertos espiritualmente. Para ello hay que haber resucitado interiormente. Es una obra mayor resucitar a un hombre para que viva por siempre, que resucitar a alguien para que vuelva a morir más tarde."
Luego, sigue el Evangelio, se lo entrega a su madre. No es suficiente que una mujer dé a luz para que sea madre, al igual que se puede ser madre sin dar a luz. Ahora sí que es su hijo; el dolor y Jesús lo han hecho suyo. Por eso se lo devuelve, porque ha vuelto a dar a luz con el sufrimiento más hondo.

           Jesús nunca quiso hacer milagros como un fin en sí mismo. Cada signo, cada prodigio, cada curación, incluso las resurrecciones, son la parte visible de una realidad mucho más profunda y trascendente.

            Todos nos identificamos en algún momento con la viuda de Naín, la más descarnada imagen del dolor. Sola y desprotegida para siempre en un mundo que rechaza a las viudas, y más si pierden a su único hijo: el colmo de la desolación. Con tan tremendo castigo, esta viuda puede ser símbolo del alma que sufre, abandonada, separada del amor. Y toda la escena puede contemplarse como una alegoría del alma estéril, pues su único fruto ha muerto.

            Es ella la que está muerta y la que resucita ante nuestros ojos. Jesús se conmueve como nadie podría hacerlo. Él ha venido precisamente a liberarnos de la muerte; pero no de la muerte física, por la que todos hemos de pasar, sino de la verdadera muerte, la definitiva, la del espíritu. Es Su naturaleza divina la que, portadora de vida, detiene la muerte, anula su sentencia, inamovible para cualquier hombre que no sea el Hijo de Dios.

            Jesús, toca al muerto sin preocuparse de las normas sobre la impureza, porque Él está por encima de toda norma y de toda ley: Él es la Ley. Por eso una palabra Suya es capaz de sanar, de salvar, de perdonar todo y resucitar. El Sagrado Corazón ( www.diasdegracia.blogspot.com  ) derrama Su Amor y transforma el llanto en alegría, la muerte en Vida.

                                                                           ***

ME DICE QUE NO LLORE

Quién fuera polvo… Quién fuera ceniza… Quién fuera el humo que el polvo y la ceniza desprenden, al caer de esos puños mercenarios del dolor… Quién fuera nada…
Pero, si soy nada, ¿quién parió a este hijo que hoy la muerte me arrebata? ¿Quién besó tantas veces sus suaves mejillas? ¿Quién rió junto a él, mientras daba sus primeros pasos y aprendía sus primeras palabras, en este mundo que sin él me parece un desierto insoportable?
Me dice que no llore... Una voz diferente a todas las voces me está diciendo que no llore. Me lo han repetido otros, pero esta voz… ¿Quién es este hombre que ordenándome: “no llores”, está diciéndome mucho más, infinitamente más? Pero no logro entenderlo. Acaso sea un lenguaje nuevo que los desesperados como yo no podemos comprender… O es precisamente para nosotros este “no llores”, que lleva en su centro una semilla de esperanza, un bálsamo que suaviza el calor amargo, áspero de mi pecho… ¿Acaso fue creado para mí, para nosotros, este lenguaje nuevo que refresca y alivia, sostiene y consuela?
Pero ¿qué hace ahora...?, ¿qué le dice a mi niño que duerme? Sí, que duerme…, que dormía, pues lo veo incorporarse, despertando, al oír esa voz que es toda compasión y misericordia.
Ay Señor, me lo ha devuelto, aquí estoy abrazando el fruto de mi seno, la fuente de mi paz y mi alegría. No cabe más dicha en este pobre corazón, colmado como nunca. Más, mucho más aún que el día que fui bendecida con este niño mío, que es todo lo que tengo. Porque este nacimiento viene del vacío que me ha hecho conocer fibras ocultas de mi alma. Este segundo nacimiento de mi hijo, que es el mismo, aunque parece distinto, es el colmo de la dicha, la plenitud del amor, y me hace renacer a mí también.
Y ahora, ¿qué le digo yo a este hombre que parece llevar en el rostro y en las manos el secreto de la vida y de la muerte...?, ¿qué le doy a cambio...?, ¿qué recompensa podría bastar…?
Me está diciendo con los ojos que su recompensa es ser testigo de este abrazo, que todo pago viene de Ti, Señor, y que Tú se lo das a cada instante. Tú, que estás en Él, llenándole de amor, para darnos amor.

***

QUE ESPERE ABRAHÁN

No quiero, madre, ir al seno de Abrahán,
no todavía, si en él no he de encontrarte.

Dicen que allí solo hay paz y alegría,
que nadie echa de menos nunca a nadie;
pero yo quisiera quedarme a tu lado
para siempre, jamás dejarte sola.

Que me esperen Abrahán y todos los justos
que han merecido acogerse
en su seno, infinito y eterno.

Yo prefiero sin duda el seno bendito
que Yahvé escogió para formarme
y enseñarme antes de verte las palabras
de amor que nunca te dije,
tan pronto las olvidé...

Me las ha recordado este Rabbí
al decirme:
¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!

El mismo que ahora me lleva
de la mano hacia ti. Madre, he vuelto
del país de las sombras de la muerte,

para nacer de nuevo; esta vez
no de tu vientre, sino de tu tristeza
y de la compasión de un hombre
que es mucho más que un hombre.

Quién quiere ir al seno de Abrahán,
pudiendo renacer entre tus brazos
por la gracia misericordiosa
de Aquel que es Resurrección y Vida
y antes de Abrahán ya era.

Su amor y el tuyo son hoy mi paraíso.




En Tu Nombre, me levantaré. Son by four

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