18 de junio de 2016

El que quiera seguirle


Evangelio de Lucas 9, 18-24

 Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Ellos contestaron: “Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro tomó la palabra y dijo: “El Mesías de Dios”. El les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Y, dirigiéndose a todos, dijo: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará.”



Si alguien pudiera demostrarme que la verdad está fuera de Cristo y que realmente Cristo está fuera de la verdad, preferiría estar con Cristo antes que con la verdad. 
                                    Dostoievski

                         
            La trascendencia de lo que Jesús está preguntando se anuncia ya en el inicio de la escena. No están caminando ni charlando; no se trata de una conversación como cualquier otra: Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos. La cuestión surge de la oración, de la comunión con el Padre, y se dirige al corazón de los discípulos, a nuestro corazón.

En aquel momento, los apóstoles ya habían reconocido a Jesús como Mesías. Sin ir más lejos, después de que manifestara Su poder contra los elementos, al apaciguar la tempestad  Mt 14, 33. Pero la doble pregunta es planteada en un momento crítico, pues muchos discípulos han decidido no seguir, porque el camino les resulta demasiado duro e incomprensible. Son los que no han sido capaces de ver que solo Él tiene palabras de vida eterna. Además, han empezado a recrudecerse las hostilidades contra un Mesías tan incómodo para tantos.

Después de que Pedro responda con espontaneidad y contundencia, en nombre de los doce, Jesús les pide que no lo digan, que guarden silencio para que sigan ahondando en sus corazones hasta llegar al sentido último de esta respuesta, y también para que asimilen el nuevo anuncio de la pasión y las condiciones para ser verdadero discípulo.

Y ahora, callad para que todo se cumpla; y luego, hablad para que el mundo lo sepa. Los anuncios de su pasión y muerte son siempre privados, en la intimidad del grupo más cercano.
Ahora Pedro ha manifestado el sentimiento de los apóstoles, madurado en esa íntima cercanía con el Maestro, pero solo después de la Pasión y de la venida del Paráclito, tendrán un conocimiento total y profundo de Quién es Él.

             Jesús nos lleva a ahondar en nuestro propio corazón porque la experiencia del encuentro con Él es personal; de ahí que la pregunta vaya de lo exterior a lo interior.
             De la respuesta que demos, depende cómo sigamos el camino de discípulo, con qué entusiasmo, con qué compromiso.
           Y luego, en la segunda parte de este Evangelio, pone todas las cartas sobre la mesa para que el que decida seguirle sepa a qué se enfrenta.

Él no deja de interpelarnos: ¿Quién decís que soy? ¿Permanecéis en mí y mis palabras en vosotros? (Jn 15, 7) ¿Os sentís tan unidos a mí que vuestra tristeza se convierte en alegría? (Jn 16, 20) ¿Lográis recordar, en las luchas, que Yo he vencido al mundo? (Jn 16, 33)

Mirar a Jesucristo, contemplar su vida, escuchar su enseñanza, asistir a su sacrificio supremo, es la mejor vía para llegar a comprender qué es el reino de los cielos en la tierra. Porque en Él confluyen todos los caminos que hasta su nacimiento querían llegar hasta Dios. Y ya no es que Él sea un atajo, bien claro lo dijo: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Lo anterior a Jesucristo es promesa, anuncio; lo posterior es incorporación, unión con Él. Y el que se une a Cristo, se consagra a su seguimiento, vive ya en al reino de los cielos. Siendo uno con Él, lo que Él realizó nos pertenece, forma parte de nuestra nueva naturaleza.

Poco después, como respuesta a la confesión de fe de Pedro en nombre de todos los apóstoles, tres de ellos: el mismo Pedro, Juan y Santiago, serán testigos de la gloria de Jesús en el Tabor, que prefigura la luz pascual de la Resurrección.




            El “Yo Soy” se realiza en la Persona de Cristo: solo Él se ha revelado en “Yo Soy”, porque es el Hijo de Dios. En Él contemplamos la unión del cielo y de la tierra, del interior y del exterior y de todas las antinomias. Por eso decimos que Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios, que se inmola a Sí mismo a través de Su Hijo, en un sacrificio irrepetible, donde Él es a la vez víctima inocente e inmortal, sacerdote todopoderoso, altar perpetuo y fuego puro. Si miramos el misterio del Calvario y la Resurrección con los ojos del corazón, descubrimos que el reino de los cielos es Jesucristo. Si la Encarnación es ya un acto de amor infinito de Dios hacia el hombre, su Sacrificio y su Resurrección son la plenitud de ese amor.

¿Qué buscaba Jesús planteando esta doble pregunta? ¿Qué resortes internos pretendía activar? De sobra sabe lo que dicen de Él, y conoce también lo que sienten los apóstoles. Siendo ellos débiles e inseguros, confesar la fe fortalecerá el compromiso necesario para la noche que se cierne sobre todos ellos; y sobre nosotros, habitantes del reino, exiliados en la gran tribulación.

Responder a la pregunta exige reacomodar mente, alma y corazón, para que, al manifestar Quién es para nosotros, podamos decirnos, a la vez, quiénes somos para Él. Supone salir de la tibieza que nos mantiene aletargados en la rutina muelle de nuestras comodidades. Responder es despertar, y bien sabe Jesús que para seguirle hay que estar despierto. Mientras uno no es capaz de plantearse para qué sigue a Cristo, en realidad no Le sigue, se deja llevar por la inercia, como en una manifestación masiva, en la que te ves arrastrado e incapaz de salir o de cambiar el rumbo.

Por eso me atraen y me inspiran los testimonios de los conversos, modelo de sinceridad y consciencia. Puestos a escoger, me quedo con el cardenal Newman, Chesterton y C. S. Lewis, y otros que irán apareciendo por aquí, como García Morente, Frossard o Paul Claudel ( www.diasdegracia.blogspot.com ). Por la misma razón, no me dejo llevar por la tristeza que me embarga cuando pienso en los años que pasé aparentemente lejos de Jesucristo. No solo porque sé que la decisión de volver a seguirle es lo mejor que he hecho, sino porque Él siempre acaba demostrándome que, en realidad, nunca estuvo lejos, que siempre permaneció su imagen luminosa, su cruz y su Palabra en el centro de mi vida, como raíz, como horizonte, como sentido y meta.

            Aquel proceso –no fue un instante, ni un día, aunque sí recuerdo un anochecer crucial, cénit inolvidable– que me llevó a plantearme Quién es Él para mí, me obligaba a averiguar quién soy yo. Y ahora la pregunta que me sigo haciendo para no volver a perderme es ¿quién soy yo para Él? Porque, si algo tengo claro después de tanto tiempo y tantos dones inmerecidos, es que sin Él no soy nada y con Él soy todo, así que mi destino es ser Suya y vivir por y para Él.

            Podríamos pasar toda una vida o mil vidas de sueño e indolencia sin preguntarnos por nuestra más profunda identidad. Hacernos la pregunta esencial ¿quién soy yo?, que sucede de forma natural a ¿Quién es Él?, supone despertar y prepararse para vivir en el Reino. Así saldremos de las casualidades, lo accidental, lo inconsciente y mecánico, para edificar sobre Roca una vida consciente y perdurable. Y no nos dejaremos arrastrar por la corriente, sino que seremos timoneles de nuestro destino.

Cuesta ahondar, claro que cuesta, por nuestra naturaleza caída, que se encadena a lo superficial a través de sensaciones, comodidades, seguridades… Pero antes o después hemos de tomar partido y escoger un sendero frente a otro. ¿Por qué no hacerlo ahora, que todavía hay luz? ¿Por qué no hacerlo antes de que sea demasiado tarde?
       
           Preguntando Su nombre, pues ese es el fondo del doble interrogante de hoy, nos está preguntando nuestro nombre. Él podría decírnoslo, pero no nos serviría. Es necesario un esfuerzo de introspección para despojarnos de esa piel muerta de serpiente que nos asfixia y nos confunde con lo que ya no somos. Jesús quiere escuchar la confesión sincera y desnuda de los apóstoles, para que ellos/nosotros la escuchemos y la aprendamos para siempre. Porque, al decir Quién es Él, decimos a la vez quién somos, nuestro nombre verdadero, el nombre interior que anima nuestro ser, y esa respuesta consciente fortalece e inspira, nos confirma en la Misión. Pronunciar nuestro nombre verdadero es negar el viejo nombre y renunciar a la vida para salvar la Vida.

            De igual modo, confesar Quién es Él conlleva coger la cruz cada día y seguirle, para amar como Él hasta el final y demostrar con las obras lo que hemos manifestado con la boca, con el pensamiento y con el corazón. No hay vuelta atrás para el que es sincero y consecuente; nuestra vida ya no nos pertenece, por eso nuestro cometido no es protegerla o conservarla, sino ofrecerla gratuitamente como Jesucristo.

           Cada sufrimiento, grande o pequeño, cada frustración, cada angustia, cada ausencia, cada traición, vividos con consciencia y compromiso, supone atravesar con Él uno de sus desiertos o acompañarle, velando, en Getsemaní.

Como cristianos, debemos “repensarnos” una y otra vez, ponernos en cuestión a nosotros mismos y las creencias y prejuicios que nos condicionan y nos alejan de la Luz que es Jesucristo. Si nos resistimos a morir a las tinieblas del ego, no podemos nacer por segunda vez para ser Sus discípulos.

 El auténtico y bienaventurado pobre de espíritu ha de estar dispuesto a negarse a sí mismo, a vencerse y transformarse, renunciando a lo que impide ser discípulo, para poder decir como San Pablo: "vivo, pero no soy yo, sino Cristo que vive en mí" (Gál 2, 20). Solo entonces encontramos la fuerza necesaria para cargar cada día con nuestra cruz y seguirle. 


                                      Así lo expresan nuestros hermanos ortodoxos


En este diálogo entre blogs y tiempos, palabras que se renuevan por la Palabra que hace nuevas todas las cosas, miradas que se cruzan ante la Mirada que transfigura y salva, Pedro nos habla desde  www.diasdegracia.blogspot.com y nos contagia su asombro y su audacia, su humildad y su candor, libres, atemporales.


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