4 de mayo de 2024

En Su Amor

 

Evangelio según san Juan 15, 9-17

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a la plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros”. 


                                                                La Última Cena. Luis Tristán


De repente, sentí como si viese la belleza secreta del corazón, la profundidad donde no alcanza ni el pecado ni la codicia, la criatura tal como es a los ojos de Dios. Si pudiéramos vernos mutuamente de esta forma, no habría motivo para la guerra, el odio, la crueldad. Creo que el gran problema consistiría entonces en que tendríamos que postrarnos para venerarnos mutuamente.
                                                                            Thomas Merton

Ama y haz lo que quieras, decía San Agustín, no como rebeldía o provocación, sino porque en el amor a Dios y al prójimo se sostienen toda la ley y los profetas (Mt 22, 40). El amor es más fuerte que el miedo y la muerte, más que las leyes y los dogmas, más fuerte que todo. Los que han llegado al amor que nace de la intimidad con Jesús están en la plenitud de la ley (Rom. 13, 10) y viven libres, confiados en Dios, abiertos al mandamiento nuevo, que contiene y sostiene todo y a todos.

Jesucristo, que se ha hecho amigo, hermano, tan cercano que quiere fundirse con cada uno instituyó el mandamiento del amor y lo situó en la cima de su enseñanza. En ese amor esencial que brota del alma del verdadero discípulo que se sabe amad, encontramos el terreno fértil para el entendimiento, la armonía y la unidad.

Intimior intimo meo, dice también San Agustín, porque el Señor está más cerca y más dentro de cada uno que uno mismo, por eso hoy se sigue repitiendo la palabra del domingo anterior: permanecer (menein), para aludir a esa mutua inmanencia, esa donación recíproca que nos realiza y que se vive de manera especial en la Eucaristía. 
www.diasdegracia.blogspot.com 

El Señor no se conforma con un corazón dividido y condicionado, como solemos amar en el mundo. Cuando Él nos elige como amigos y nos destina para que vayamos y demos fruto y ese fruto permanezca, espera que le ofrezcamos nuestro corazón entero y de una vez. Él, a cambio, maravilloso intercambio, se da a Sí mismo, la plenitud, la alegría verdadera, la llama de amor viva, capaz de transformarnos.

Pero, ¿dónde está el amor al otro, el prójimo, el hermano, en esa intimidad con el Señor? En el mismo centro: un solo latido, un único amor. No se puede amar a Dios sin amar a los demás. Del mismo modo que no se puede amar a los hermanos con un verdadero amor, más allá de los afectos sensibles, sin amar a la Fuente misma del amor, sin haber reconocido esa fuente en nosotros.

Porque el Amor con que Dios nos ama y nos enseña a amar nunca puede ser limitado, es un abrazo total, incondicionado, hasta el extremo, y aunque aún no seamos capaces de vivirlo así siempre, nos miramos en Él, somos en Él un solo Amor. para dar frutos de amor y de unidad. 

Esa es la clave: para amar como Jesús nos ama, es preciso salir de ese sí mismo mezquino e inseguro, para encontrar el Sí mismo de Cristo, donde todos somos Uno. Entonces, ya no se trata de sentir amor o expresar amor, sino de Ser amor, que se manifiesta en un solo acto eterno, siempre el mismo y siempre nuevo.

Todo lo que hizo Jesús en su vida exterior y en la interior, fue para compartir con nosotros ese amor que llena, colma, rebosa y transforma para que demos fruto. Es la Nueva Alianza; Dios quiso vivir una relación íntima de amor con el ser humano desde el inicio de la Creación. Jesús vino a restaurar esa relación que el hombre rompió. 

Dice San Cirilo de Alejandría: desde el momento en que ha amanecido para nosotros la luz del Unigénito, somos transformados en la misma Palabra que da vida a todas las cosas. Para que superemos el asombro y asumamos la maravilla a la que estamos llamados: ser en Él y lo que Él pide, hoy se nos repite lo que leíamos el domingo pasado: lo que pedimos en Él, se realiza, pues es Dios en cada uno el que pide a Dios. Podría parecer magia pero es infinitamente más profundo y cierto que la magia y los milagros, pues conlleva un proceso de conocimiento, entrega, renuncia a lo que no somos, fusión con Su Voluntad.

Es la "danza" divina en la que Jesús nos da lo Suyo y toma lo nuestro. Es el amor que Dios quiso dar al ser humano desde siempre. El hombre lo rechazó y desde entonces el cortejo fue incesante y lo sigue siendo hasta que aceptemos ser real y definitivamente Uno con Él. 


Cantar de los cantares,
versión hebrea, por Mª Magdalena A. Scholz


DEUS CARITAS EST

N. 17. 17. En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues « Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él » (1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este « antes » de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta.

En el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por « concluido » y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle,[9] querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío.[10] Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28).
                                                                                                        Benedicto XVI

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