Evangelio según San Mateo 28, 16-20
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.”
Veo a Dios que atrae hacia sí a mi alma con gran ternura y oigo su palabra: “Tú estás en mí, y yo en ti. En ti descansa la Trinidad, de modo que tú me tienes y yo te tengo”. Me veo toda pura, toda santa, toda verdad, toda rectitud, toda segura, toda celestial.
Santa Angela de Foligno
El Amor habita en nosotros; por ello mi vida es la amistad con los Huéspedes que habitan en mi alma; estos son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Santa Isabel de la Trinidad
Dos grandes misterios están en la base del cristianismo: el misterio de la Encarnación, las dos naturalezas, humana y divina, en Jesucristo; y el misterio de la Santísima Trinidad: tres Personas divinas y un solo Dios. El pensamiento racional se detiene impotente ante el umbral de estos misterios, a los que solo llega el corazón. Podemos asomarnos a ellos si renunciamos a entender con la mente.
No hemos de quedarnos en lo que entiende por "persona" el lenguaje común, ni en el significado etimológico, pues el término viene del latín y del griego con el sentido de “máscara”. Quizá es más adecuada la palabra "hipóstasis": del griego, "ser", en tanto realidad ontológica, ser, de un modo verdadero o verdadera realidad.
La misma divinidad, total e indivisible, en cada una de las tres Personas, trascendente al ser humano en el Padre, inmanente en el Hijo, aliento de vida eterna para cada hombre y cada mujer en el Espíritu Santo. Porque, al encarnarse Jesucristo, la relación filial del Hijo con el Padre se hace extensiva a la humanidad, de un modo inmediato y directo. El ser humano, hijo de Dios por la gracia y por la mediación del Hijo unigénito, recibe la Vida de esa efusión continua, y permanece unido al Padre y al Hijo por el lazo del amor del Espíritu. La incesante generación del Hijo por el Padre se extiende hasta nosotros, creados y recreados una y otra vez.
La Santísima Trinidad es un desafío para la lógica. Por eso, a veces, nos servimos de símbolos para aliviar el vértigo del Misterio y "diseccionamos" la divinidad con figuras asequibles: un venerable anciano y una paloma acompañando al Hijo, la única Persona que somos capaces de "ver". Pero el Uno no es un número, ni una figura ni tres, sino la expresión de la Unidad. Solo renunciando a entenderla, podemos asumir la realidad trinitaria, que extiende por todo el cosmos su interrelación dinámica y hace de la creación un proceso infinito. Al formar parte del Cuerpo de Cristo, no podemos quedarnos al margen de esa incesante actividad. Hemos de participar en la recreación constante de un mundo nuevo y de nosotros mismos.
El que ve a Jesucristo ve al Padre (Jn 14, 9), y, si somos uno con Él (Jn 15, 5; Jn 17, 22-23), hemos de aspirar a que quien nos mire, vea al Hijo y vea al Padre. Si hemos de transparentar a Cristo y al Padre, cuánto no habremos todavía de soltar y limpiar.
En www.diasdegracia.blogspot.com, profundizamos en la idea de hacer de la Trinidad nuestro origen y nuestra meta, para dar cumplimiento a la Misión que Jesús nos encomienda en el Evangelio de hoy.
Para empezar a comprender estos misterios hay que vivirlos, como han hecho tantos santos y místicos. Santa Isabel de la Trinidad dice que, desde que reconoció la Presencia del Dios Uno y Trino habitando en su corazón, el cielo ya es una realidad en la tierra. Simeón, el Nuevo Teólogo, distingue entre el Hijo, que es la puerta (Jn 10, 7.9), el Espíritu Santo, la llave de la puerta (Jn 20, 22-23) y el Padre, la casa (Jn 14, 2).
¿Cómo integrar estas realidades divinas en la vida del cristiano? Para ponernos en disposición de vivir el Misterio de la Santísima Trinidad hay tres vías directas: la primera y más excelsa, sobre la que reflexionaremos dentro de unos días, es la celebración Eucarística, en la que continuamente se invoca a las Tres Personas.
Una segunda vía es la lectura de los textos sagrados. No solo el Evangelio, donde es el mismo Verbo el que nos habla directamente, sino también el Antiguo Testamento, que está continuamente hablando de Él como promesa y anuncio. Palabra del Padre transmitida por el Hijo, recordada e inspirada por el Espíritu en nuestros corazones. Los verbos: decir, hablar, oír, comunicar, recibir, anunciar, del Evangelio de hoy, nos remiten a la Palabra y su transmisión, no como un mensaje intelectual, sino como Palabra viviente, llamada a encarnar en los que la acogen, la conservan y meditan, la comparten.
La tercera vía es la oración. Rezo ante Cristo, el rostro visible del Padre, y el Espíritu ora en mí. Más evidente en lo que considero el culmen de la oración, que supera incluso la de acción de gracias y la de alabanza. Llega un momento en que no es necesario dar las gracias porque el alma se funde con el Otro, es una con él. Y uno no necesita darse las gracias a sí mismo. Hemos llegado al centro de la Oración Contemplativa que a tantos místicos de distintas religiones les ha permitido empezar a vivir el Reino de los Cielos en la tierra. Entonces sobran las palabras, los gestos, las fórmulas.
No siempre el alma está preparada para esta oración de Comunión, desnuda y entregada, puro amor, pura confianza de hija, de esposa, tan íntimamente ligada al Padre o al Esposo que sabe que Él percibe sus necesidades, su gratitud, su amor, sin tener que expresarlos. Para alcanzar la disposición necesaria, hemos de soltar todo aquello que nos separa de Dios y de los hermanos. Por eso el Espíritu Santo nos sigue acrisolando, fundiendo en Su fragua sagrada, amándonos de un modo tal, que es Él quien grita en nosotros con gemidos inefables (Rm 8, 26).
La oración contemplativa, que nos va preparando para fundir nuestra voluntad humana con la Divina Voluntad, siempre acaba convirtiéndose en oración trinitaria. Podemos empezar a orar a partir de la imagen o el nombre de Jesucristo, o de una escena del Evangelio. Vamos trascendiendo imágenes y formas, llegando a un no-lugar de luz y de silencio donde nos encontramos ante la divinidad, Una y Trina, y ya no está fuera, ni dentro, sino dentro y fuera, en un abrazo de amor infinito que da sentido a todo y nos rehace. Son esos niveles tan sutiles de comunión con Dios que trascienden formas, nombres, impresiones sensoriales; la “nube del no saber” de los místicos, que han vivido esa unión con la esencia de la divinidad.
La inhabitación divina, que se hace manifiesta en la oración, nos relaciona de un modo íntimo con las tres Personas de la Santísima Trinidad. Cada alma es así hija del Padre, hermana del Hijo y esposa del Espíritu Santo. Si llegáramos a interiorizar que somos de estirpe divina por la gracia de un Dios-Amor, dejaríamos de desvivirnos en los afanes del mundo y viviríamos como verdaderos Hijos de la Luz y herederos del Reino. Y empezaríamos a vislumbrar que estamos llamados a mucho más que la inhabitación divina, ya que Dios quiere que tengamos como vida Su misma Vida.
No siempre tenemos el suficiente equilibrio interior ni la suficiente disponibilidad y entrega como para mantener esta certeza, que a veces se nos queda en un nivel superficial, como la semilla arrojada en suelo pedregoso o entre zarzas (Mc 4, 5-7). Vasos de barro que llevan tesoros (2 Cor 4, 7)… Sí, pero vasos a menudo pequeños y agrietados. Ensanchémonos, dejemos que el divino Alfarero nos rehaga; vasos grandes, sin fisuras, generosos y dispuestos a acoger el Agua Viva y el Vino del banquete eterno.
Si para asomarse a estos misterios hay que renunciar a entenderlos con el pensamiento racional, de vez en cuando conviene entretener a la mente, para que se calle y deje al corazón elevarse. Teorizar, reflexionar, buscar explicaciones, mojones del camino o puntos de apoyo que nos sostengan, y luego… ¡soltarlos todos! Reconocer que, aunque escribiéramos millones de páginas, estas serían incapaces de llegar a la esencia del Misterio. El propio Santo Tomás de Aquino, después de ser arrebatado al séptimo cielo y regresar, estuvo a punto de quemar toda su obra.
Las palabras son limitadas, pero la Palabra, que la Santísima Trinidad nos enseña a saborear, es omnipotente y eterna. Si nuestras palabras se miran en la Palabra, sin interpretarla a conveniencia de nuestros egoísmos, rutinas o comodidades, serán creadoras, constructoras de almas libres y elocuentes. No hace falta más que el Evangelio, la Palabra. Cualquier otra palabra, nacida del amor y el entusiasmo (del griego, enthousiasmós, rapto divino) que Él nos inspira, ha de ser seguidora fiel de la Verdad, una y trina.
Esas tentativas de la razón nos llevan a veces a hallazgos tan valiosos y útiles como la noción de la perichoresis intratinitaria (sobre la que reflexiona en profundidad San Juan Damasceno) o circumincessio (como prefiere San Buenaventura), que sintetiza los intentos teológicos de asomarse a la Santísima Trinidad, evitando los escollos del triteísmo (ver en las tres Personas tres Dioses) y del modalismo (considerar a las Personas divinas como tres modos de ser del único Dios).
Alude a la Presencia de Personas en Personas, las Tres inseparables, en una Comunión perfecta, sin mezcla ni confusión, Amor infinito en eterno movimiento y autodonación. Es también menein, mutua inmanencia, una de las palabras que más aparece en el Evangelio de San Juan.
Unidad en la distinción: perfectamente Uno y siempre Tres. Porque cada Persona existe completamente en la otra y, además de esta unidad y pluralidad, existe una circulación vital infinita, en la que cada Persona se difunde en la otra; tres Hipóstasis y una misma Sustancia.
A esta maravilla de Amor estamos llamados. No nos disolveremos y, a la vez, seremos completamente Uno. Uno y distintos, no para que perviva la personalidad egoica, que es transitoria y por tanto irreal, sino para seguir amando desde el Ser verdadero que Dios soñó para cada uno, en una interrelación eterna. Solo un amor así está a salvo del desgaste y la entropía. Solo un amor así crece, se expande sin cesar, continuamente revitalizado, siempre el mismo y siempre nuevo.
El Uno está tan lleno de amor que necesita reciprocidad; busca ese “tú” al que amar eternamente. Por eso el cristiano sabe que no ha de disolverse en la nada, que Dios ama a cada ser humano con su nombre real, Uno con Él y, a la vez, distinto. La mente sigue a lo suyo, justo antes de rendirse: "¿Cómo se puede ser Uno con Dios y, a la vez, seguir siendo criatura?" Y el corazón responde: "En virtud de ese destino trinitario, cuya esencia es Amor, infinito y perfecto".
Cantata BWV 129, J. S. Bach, por Leonhardt Consort
En el Plan divino todo hombre, sin excepción, ha sido creado para esta comunión familiar con Dios. Nada de extraño, por lo mismo, que el Señor nos describa su reino como un convite familiar. En este banquete Dios no recibirá nada de nosotros. Por el contrario, Dios Trinidad será la saciedad plena y total del hombre, de suerte que ya nada más tendrá que añorar. Las divinas Personas serán para el hombre todo cuanto ha suspirado en este mundo: su luz, su guía, su paz, su justicia y su santidad, su fuerza y su refugio, su amor y su vida.
N. Silanes
El ser humano real y ontológico halla solo su plenitud en una divinización de todo su ser por la morada en él de la Santísima Trinidad. (…) El hombre “real” es el hombre pleno, con todas sus potencialidades humanas cumplidas únicamente en y por Cristo, el cual es el único que puede actuar en el verdadero ser del hombre, para que finalmente se convierta en afiliado del Padre como un hijo divinizado de Dios, no por su propia naturaleza, sino, como escribe San Pedro, como un “participante de la naturaleza divina”
G. A. Maloney
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