Evangelio según san Juan 20, 11-18
Fuera, junto al sepulcro, estaba María, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, del lugar donde había estado el cuerpo de Jesús. Ellos le preguntan: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Ella les contesta: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Dicho esto, da media vuelta y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?”. Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. Jesús le dice: “¡María!”. Ella se vuelve y le dice: “¡Raboní!”, que significa: “¡Maestro!”. Jesús le dice: “Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”.” María Magdalena fue y anunció a los discípulos: “He visto al Señor y ha dicho esto”. que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.
María Magdalena, Frederick Sandys |
Hoy celebramos la memoria de esta mujer a la que tanto fue perdonado, la que tanto amó, apóstol de apóstoles. Esta sí que es "santa de mi devoción". Ante el Resucitado, sus ojos se abrieron a su realidad esencial y pudo verle.
María Magdalena es la segunda mujer nueva. La Virgen María fue la primera. Pero la Virgen María es inmaculada desde su concepción, no necesitó purificación ni transformación. María Magdalena, en cambio, tenía mucho que purificar. Se abrió de tal modo a la misericordia de Dios, que fue transformada casi al instante, no solo en su personalidad, sino también en su esencia y en su alma, tan castigada durante años de sueño y olvido. Porque para Dios nada hay imposible. (Lc 1, 37)
Ante la Cruz, donde los apóstoles, a excepción de Juan, fueron incapaces de llegar, el contraste radical entre la Inmaculada y la pecadora desaparece. En realidad, no se pueden hacer comparaciones: la Santísima Virgen es única, es un solo eslabón con Jesús y entra por su pie humano en el orden de Dios. Pero en el Amor todo se hace armonía y unidad, incluso lo más dispar. Unida a la grandeza de la Madre, María Magdalena, con Juan el discípulo amado como ella, formaban ante la Cruz un solo impulso de amor a Jesús.
María Magdalena es testigo de la Resurrección, por eso puede dar testimonio de ella. Nosotros también somos testigos de cómo el poder del Resucitado nos sigue rescatando de las fauces voraces del egoísmo, el hedonismo, la vanidad y la mentira. Es el mismo poder, la misma fuerza salvadora que nos anima, nos ayuda a levantarnos cada vez que caemos y dar a nuestras vidas un sentido cada vez más acorde con nuestra verdadera identidad.
La Resurrección, ese misterio inexplicable, se vuelve accesible cuando, con el corazón abierto, expandimos la consciencia y aprendemos a mirar más lejos, más alto, más hondo. Entonces recuperamos los ojos que ven y los oídos que oyen, y descubrimos que el labrador no es tal, y, al oír nuestro nombre en Su voz recuperada, volvemos a nacer, resucitamos.
Si creer en Él supone, como desveló a Marta, no morir para siempre (Jn 11, 25), creer en su Resurrección es ya resucitar. Creer en Él, tratar de vivir como Él, hacer nuestra Su experiencia…
María fue la primera testigo de la Resurrección, la primera resucitada. El Suyo es el Cristo Resucitado, porque también supo hacer suyo al Jesús que recorría los caminos polvorientos y enseñaba, curaba, ayudaba, perdonaba, Aquel que no tenía donde reposar la cabeza. Pero, sobre todo, porque hizo suyo al Jesús crucificado, siendo fiel hasta el final, como casi nadie, como la Madre, como Juan, el apóstol amado, con quien tanto comparte, en el terreno de lo inefable, la discípula amada.
Resucitar con Él para seguir amando y ayudar a los demás a alumbrar la nueva vida; para vivir de verdad, porque hemos perdido demasiado tiempo sobreviviendo o dormitando. Dice Thomas Keating: “La segunda venida de Cristo puede ocurrir de dos maneras: con el final de los tiempos (sólo Dios sabe cuándo) o por nuestro acceso a la dimensión eterna dentro de nosotros.”
Cuando uno descubre, como María, que no puede vivir sin Él porque sin Él no es nada y con Él lo es todo, empieza a buscarle dentro, hasta que logra acceder dentro de sí a la dimensión en la que ya es uno con Él.
Resucitar con Él, hoy y cada día, hasta la definitiva Resurrección, cuando Él transforme nuestro cuerpo frágil en cuerpo glorioso como el suyo (Fil 3, 21).