Secuencia de Horizontes perdidos, de Frank Capra, película sobre Shangri-La (basada en la novela homónima de James Hilton), paraíso utópico donde se vive cientos de años y se envejece muy lentamente.
Muéstrame el rostro que tenías antes incluso de que tus padres nacieran.
Hui-Neng
De lo irreal condúceme a lo real.
De la oscuridad condúceme a la luz.
De la muerte condúceme a la inmortalidad.
Los Upanishads
De nuevo en un hospital, de visita, de apoyo, de aprendizaje, testigo de la enfermedad, la vejez, la decadencia, enemigos aparentes, grandes aliados de la consciencia.
No en vano, Siddharta Gautama despertó al descubrir la vejez, la enfermedad y la muerte. Es el destino de todos, pero solo en maya, el mundo de la materia finita y mortal. Lo real, lo inmortal, lo incorruptible va por dentro.
Dice Aïvanhov: “El ideal del verdadero discípulo es formar, en las profundidades de su cuerpo físico, el cuerpo que es denominado cuerpo de gloria, cuerpo de inmortalidad, cuerpo de Cristo, el verdadero cuerpo de la resurrección.” Es Él, Jesucristo, uno con el Padre y con el Espíritu Santo, el que lo hace posible, el que nos abre camino. Sin Él solo sería un ideal.
Teilhard de Chardin se asoma al Misterio con este poema:
Cuando las señales del envejecimiento comienzan a marcar mi cuerpo
(y aún más cuando tocan mi mente);
cuando la enfermedad que va a disminuirme o a llevarme
golpea desde fuera
o nace dentro de mí;
cuando llega el momento doloroso en el que
despierto de pronto
a la realidad de que estoy enfermo o me estoy haciendo viejo
y sobre todo en el momento último en el que siento que estoy perdiendo
el control sobre mí mismo
y estoy absolutamente pasivo en las manos
de las grandes fuerzas desconocidas que me conformaron;
en todos esos momentos oscuros, Dios mío,
concédeme la facultad de comprender que eres Tú
(si mi fe es lo suficientemente fuerte)
el que estás partiendo dolorosamente las fibras de mi ser
para penetrar hasta el tuétano de mi sustancia y llevarme hasta Ti.
Y San Pablo, con su contundencia y claridad habituales, en la Segunda Carta a los Corintios, 4, 16-18:
“Por eso no desfallecemos; al contrario, aunque nuestra condición física se vaya deteriorando, nuestro ser interior se renueva de día en día. Porque momentáneas y ligeras son las tribulaciones que, a cambio, nos preparan un caudal eterno e inconmensurable de gloria; a nosotros que hemos puesto la esperanza, no en las cosas que se ven, sino en las que no se ven, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.”
Envejecer puede ser una bendición. Si siempre fuéramos jóvenes y guapos, si nos mantuviéramos en plenitud de facultades en el mundo material, tal vez no despertaríamos, y moriríamos sin conocer lo real, lo verdadero, lo inaccesible para el que se limita a enfrentarse al mundo con sus cinco sentidos físicos. Pero envejecemos, gracias a Dios envejecemos. Perdemos belleza y lozanía, perdemos capacidad de agradar a los que siguen mirando el mundo con su vista corporal, los que ni siquiera saben que tienen otros sentidos infinitamente más sutiles. Envejecemos y podemos –necesitamos– aprender a ver otros mundos que nos acojan, que nos permitan seguir sintiéndonos valiosos. Y un día descubrimos que no solo somos valiosos, sino que definitivamente Somos, y que el valor y el sentido están en nosotros.
Nosotros somos el sentido y el valor. Nosotros somos. Yo Soy.
Tal vez no habríamos llegado a esta maravillosa revelación, si no hubiéramos perdido la zanahoria que nos mantenía como burros girando alrededor de una sombra. No habríamos despertado si la enfermedad, la vejez, la cercanía de la muerte, no nos hubieran quitado la venda o dado el beso definitivo, como el príncipe enamorado a la Bella Durmiente , para despertarla, devolverla a la vida.
Bendita vejez, bendita enfermedad, bendita muerte, ya habéis cumplido vuestra misión; podéis disolveros como humo.
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