1 de febrero de 2012

Los limpios de corazón







            Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

                                                                                              Mateo 5, 8


            No mancha al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de la boca, eso es lo que mancha al hombre. Lo que sale de la boca brota del corazón; y esto es lo que hace impuro al hombre, porque del corazón salen pensamientos perversos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, difamaciones, blasfemias. Estas cosas son las que hacen impuro al hombre.

                                                                                              Mateo 15, 11.18-20


            La lámpara del cuerpo es tu ojo. Cuando tu ojo está sano, todo tu cuerpo está iluminado, pero cuando está enfermo, también tu cuerpo está a oscuras. Por eso ten cuidado de que la luz que hay en ti no sea oscuridad.

                                                                                              Lucas 11, 34-35


            Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y le seducen.

                                                                                              Santiago 1, 14



            En las últimas semanas, tres personas han coincidido en recordarme el mismo cuento, con algunas variantes. Es un cuentito zen que conocí hace años y encierra una gran enseñanza sobre la verdadera pureza. Se lo dedico a una amiga que, por absurdo que pueda parecer, ha tenido que romper con su novio por discrepancias en cuanto a cómo debe vestirse una mujer para no "incitar" a los hombres al pecado.
            Vivimos en un mundo enloquecido, que nos lleva a extremismos peligrosos. Algunos piensan que todo vale y se parapetan tras consignas de libertad y tolerancia, para dar rienda suelta a bajas pasiones e instintos primarios. Otros se han radicalizado en el polo opuesto y viven reprimidos y atemorizados, porque en todo ven pecado, ofensa a Dios, castigos y condenas eternas. Su corazón cerrado, acaso herido, es incapaz de amar. Algunos, hipócritas como los fariseos, critican y juzgan sin reparo y pretenden quitar la mota del ojo ajeno, sin percatarse de la viga que les ciega. Se quejan cansinamente de la inmoralidad y la ausencia de principios, pero no son conscientes de las sombras que albergan en su interior. No logran comprender que la verdadera modestia es más una actitud que una estética o una apariencia y va acompañada de humildad y sencillez, virtudes ajenas a los soberbios.
Deberíamos recordar que Jesucristo no vino a abolir las leyes, sino a perfeccionarlas y a darles cumplimiento con el amor, el único camino, via amoris, tan alejado de dogmatismos, juicios y condenas. Solo el amor nos permite recuperar la inocencia del niño, para poder entrar en el Reino donde todo es armonía y todo se contempla con la mirada limpia, alegre y libre del que es capaz de amar porque no ha dejado que nada ni nadie le cierre el corazón.
           

                Ahí va el cuento, en una de sus versiones:

                Dos jóvenes monjes fueron enviados a visitar un monasterio cercano. Ambos vivían en su propio monasterio desde niños y nunca habían salido de él. Su maestro no cesaba de hacerles advertencias sobre los peligros del mundo exterior y lo cautos que debían ser durante el camino.
Insistía, sobre todo, en lo peligrosas que eran las mujeres para unos monjes sin experiencia:
 – Si veis una mujer, apartaos rápidamente de ella. Todas son una tentación muy grande. No debéis acercaros a ellas, ni mucho menos hablar con ellas. Por nada del mundo se os ocurra tocarlas.
Ambos jóvenes se comprometieron a obedecer las advertencias recibidas y, con la excitación que supone una experiencia nueva, se pusieron en marcha. Pero a las pocas horas, y a punto de vadear un río, escucharon una voz de mujer que se quejaba lastimosamente detrás de unos arbustos. Uno de ellos hizo ademán de acercarse.
 – Ni se te ocurra  –le dijo el otro. ¿No te acuerdas de lo que nos advirtió el maestro?
 – Sí, me acuerdo; pero voy a ver si esa persona necesita ayuda.
Dicho esto, se dirigió hacia donde provenían los quejidos y vio a una mujer herida y desnuda.
 – Por favor, socorredme, unos bandidos me han asaltado, robándome incluso las ropas. Yo sola no tengo fuerzas para cruzar el río y llegar hasta donde vive mi familia.
El muchacho, ante el estupor de su compañero, cogió a la mujer herida en brazos y, cruzando la corriente, la llevó hasta su casa, situada cerca de la orilla. Allí, los familiares la atendieron y mostraron el mayor agradecimiento hacia el monje, que poco después volvió a cruzar el río, regresando junto a su compañero.
 – ¡Dios mío! No solo has visto a esa mujer desnuda, sino que, además, la has cogido en brazos.
Así, fue recriminado una y otra vez por su acompañante. Pasaron las horas y, mientras caminaban, el otro no dejaba de recordarle lo sucedido.
 – ¡Has cogido a una mujer desnuda en brazos! ¡Has cogido a una mujer desnuda en brazos! ¡Vas a cargar con un gran pecado!
El joven monje se paró delante de su compañero y le dijo:
 – Yo solté a la mujer al cruzar el río, pero tú todavía la llevas encima.
 
 
 

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