La Anunciación, Fra Angélico
María es icono de la Iglesia, símbolo y
anticipación de la humanidad transfigurada por la gracia, modelo y esperanza
segura para cuantos avanzan hacia la Jerusalén del cielo.
Juan Pablo II
La dicha de María ha sido mayor porque Dios nació espiritualmente en
su alma que porque nació de ella según la carne.
Agustín de Hipona
Mientras
preparamos nuestro hogar interior para poder recibir y acoger a Aquel que viene, que
siempre está viniendo, celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción.
María, la
nueva Eva, como la vieron los Padres de la Iglesia, es inmaculada desde que fue
concebida por Joaquín y Ana; no necesitó purificación ni transformación. Nació sin mancha para
poder ser el receptáculo humano del Verbo, el seno virginal donde se gestó el
Hijo de Dios.
Porque María era completa y
absolutamente virgen. No solo no conocía varón, como dijo al ángel con
transparencia, algo que está al alcance de cualquier criatura, sino que,
además, y sobre todo, era esencialmente virgen, originalmente virgen,
eternamente virgen.
Dios se había reservado una
criatura incontaminada para que fuera la madre de Su Hijo. En palabras del
Maestro Eckhart: “Virgen indica alguien que está vacío de toda imagen
extraña, tan vacío como cuando todavía no era. Libre y vacío, por amor de la
voluntad divina, para cumplirla sin interrupción.”
Llena de gracia, es el título que la otorga el arcángel
Gabriel (Lucas 1, 28), lo que quiere decir que en ella todo había sido renovado
desde el inicio de los tiempos. Su alma, diáfana para dejarse traspasar por la
Luz, su espíritu, eternamente puro, hasta los átomos de su cuerpo, todo había
sido preservado de cualquier mancha de egoísmo.
Ninguna otra criatura nació en
ese estado de pureza primordial. Sin embargo, también nosotros estamos llamados
a dar a luz a Cristo. Podemos y debemos lograr que Él nazca espiritualmente en
nuestras almas. ¡Qué plenitud de sentido puede darnos tan maravillosa misión!
¿Cómo
ha de ser una madre espiritual de Dios? ¿En qué debemos transformarnos para
poder dar a luz al Cristo interior? En vírgenes de alma o de espíritu, disponibles sin reserva, mental y emocionalmente liberados de las
seducciones de lo material, de la figura, imagen o representación de este mundo
que ha de pasar, que ya está pasando para quien puede percibirlo.
Y nacerán los cielos nuevos y la
tierra nueva, porque esa virginidad del alma va unida a una fecundidad prodigiosa
como la de María, virgen y madre. Una fecundidad que, si se alcanza, se
desborda para ser compartida, se expande gozosa sin límite ni obstáculo.
María,
la Inmaculada, es nuestro modelo por excelencia, la primera criatura en la que se
produjo el misterio del “nacimiento interior del Cristo”. Si seguimos la estela
de su Luz llegaremos a la meta. El camino pasa necesariamente por imitar sus
virtudes y hacernos humildes, disponibles, vacíos de ego, libres del mundo y
sus afanes, llenos de amor para poder entregarnos y servir.
Nada
hay en la fiesta que celebramos hoy, o en el culto de hiperdulía que damos a la Virgen, de sensiblero o almibarado, como a veces parecen sugerir
quienes aún no pueden abrirse al Misterio inefable que es Jesucristo, y que
también es Su Madre, el rayo de lo Absoluto más cercano a la tierra y al ser
humano.
A pesar
de la confusión que pueda crear cierta iconografía o esa obsesión por los “mensajes
proféticos” que proliferan, quejumbrosos, en internet, María está muy alejada del remilgo y de la sumisión pasiva y conservadora. Siempre atenta, audaz y coherente, ya lo dijo todo en los Evangelios. Basta con evocar
sus contadas y fundamentales apariciones en los textos sagrados, o con recitar
de vez en cuando esa oración alegre, entusiasta y revolucionaria que es el Magníficat
(Lucas, 1, 46-55).
Si unimos ese maravilloso himno de alabanza, amor y subversión de lo injusto, a la valiente aceptación inicial: “He aquí la
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1, 38), al imperativo
“Haced lo que Él os diga” en Caná (Juan 2, 5), y a su presencia silenciosa ante la Cruz (Juan
19, 25) y en Pentecostés (Hechos 1, 14; 2, 1), tenemos el legado de nuestra Madre, la más sencilla y
completa guía de Vida.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador;
porque ha mirado la humildad de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador;
porque ha mirado la humildad de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí;
su nombre es santo
su nombre es santo
y su misericordia llega a sus fieles de generación en
generación.
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos,
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia
—como lo había prometido a nuestros padres—
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.”
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos,
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia
—como lo había prometido a nuestros padres—
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.”
Lucas 1,
46-55
No hay comentarios:
Publicar un comentario